30. El calvario de la cárcel
Desde pequeña, siempre he tenido una constitución débil y he sido propensa a las enfermedades. Desde que tengo uso de razón, he tenido dolores de cabeza a diario. A los doce años, desarrollé una cardiopatía. Luego, también sufrí problemas gastrointestinales y bronquitis. Debido a las múltiples enfermedades que tenía, sentía que mi vida era extremadamente miserable. A los 24 años, comencé a creer en el Señor Jesús y solía leer la Biblia y orar a menudo. Mi fe me empezó a darme una sensación de serenidad y alegría, y sin darme cuenta me recuperé en gran medida de mis enfermedades. Para retribuir el amor del Señor, comencé a predicar Su evangelio y esperaba con ansias el día en que el Señor regresara. En 1999, finalmente oí la voz de Dios y di la bienvenida al regreso del Señor Jesús. Al ver cómo Dios Todopoderoso había aparecido para realizar Su obra y expresar muchas verdades para salvar a la humanidad de los grilletes del pecado, permitirle escapar de los desastres y guiarla al reino de Dios, sentí una tremenda emoción y me uní a las filas de los divulgadores del evangelio con la esperanza de llevar el evangelio del reino de los cielos a más personas aún.
Un día de marzo de 2003, mientras difundía el evangelio, me arrestó la policía. Después de que me registraran y encontraran un buscapersonas y una libreta, uno de ellos me preguntó: “¿De dónde has sacado este buscapersonas?”. Cuando les dije que era mío, el policía alzó un tubo de plástico y me golpeó cruelmente varias veces, antes de levantarme del suelo y lanzarme a los asientos traseros de un coche. A continuación, los policías se turnaron para abofetearme salvajemente en la cara mientras gritaban: “¡Eso te pasa por ir por ahí difundiendo el evangelio! ¡Ahora te tenemos!”. Estaba extremadamente asustada y oré de inmediato a Dios para pedirle que me protegiera y me diera fe y fortaleza. Cuando llegamos al departamento de seguridad pública del condado, los policías me llevaron a rastras a una habitación vacía y me arrojaron sobre una plancha de metal. En marzo aún hacía mucho frío en el noreste de China y tenía tanto frío que temblaba continuamente. Les dije a los policías: “Tengo una cardiopatía y estoyrecibiendo inyecciones y tomando medicación. No puedo estar expuesta al frío”. Los policías simplemente me ignoraron. Lo único que pude hacer fue hacerme un ovillo y cruzar con fuerza los brazos alrededor del pecho. Sin embargo, al poco tiempo, tenía tanto frío que no paraba de tiritar y me castañeaban los dientes sin cesar. Solo logré recuperarme y dejar de temblar después de que los policías me pincharan con una aguja en las manos y en la nariz. Más tarde, me llevaron a otra habitación, me arrojaron a una silla y se fueron a comer. Tenía un poco de miedo y me preocupaba cómo me torturarían los policías cuando volvieran. Oré sin cesar a Dios para pedirle que me protegiera. En medio de mi oración, recordé este pasaje de las palabras de Dios: “Debes sufrir adversidades por la verdad, debes sacrificarte por la verdad, debes soportar humillación por la verdad y, para obtener más de la verdad, debes padecer más sufrimiento. Esto es lo que debes hacer” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Las experiencias de Pedro: su conocimiento del castigo y del juicio). Pensé: “Sí, debo padecer adversidades y dar testimonio de Dios ante Satanás, pues Dios lo aprueba”. También pensé en cómo Satanás tentó a Job. Cuando Job perdió todos sus bienes y a sus hijos en una sola noche y su cuerpo se llenó de llagas, aun así, pese a padecer semejante sufrimiento, fue capaz de alabar el nombre de Dios. En última instancia, eso condujo a la humillación y el fracaso de Satanás. Dios me había permitido encontrar ese entorno para verificarme y perfeccionar mi fe. No importaba lo que los policías me hicieran, sabía que debía mantenerme firme en mi testimonio de Dios.
Los policías regresaron rápidamente y, sin mediar palabra, comenzaron a darme bofetadas. No se conformaron con golpearme con las manos, sino que también tomaron sus zapatos y empezaron a darme con las suelas en el rostro, la cabeza y el cuerpo. Al principio, me dolía mucho y sentí cierto malestar en el corazón. Apreté los dientes e intenté soportar el dolor, mientras las lágrimas me corrían por la cara. Después de un tiempo, se me adormeció la cara de tantos golpes que había recibido, así que dejé de sentir dolor. Uno de ellos levantó un tubo de plástico de más de un metro de largo y comenzó a golpearme el cuerpo mientras me acribillaba a preguntas: “¿Cuántos miembros tiene tu iglesia? ¿Quién es el líder? ¡Habla!”. No dije una palabra, lo que lo enfureció aún más, así que me dio un tremendo golpe en la cabeza que inmediatamente me la dejó zumbando. Tras eso, me llevaron a otra habitación, donde vi a dos hermanas que también asistían a las reuniones acurrucadas en un banco en una esquina. El capitán de la Brigada de Seguridad Nacional señaló a las dos hermanas y me dijo: “¿Conoces a estas dos?”. Dije: “No”. Eso lo enfureció tanto que alzó un tubo de plástico y me golpeó la cabeza con fuerza. Luego me lanzó una lluvia de puñetazos y patadas que no me dejó ilesa ninguna parte del cuerpo. Me quedé aturdida y confundida. Entonces, otro policía me preguntó: “¿De dónde sacaste este buscapersonas y esta libreta? ¿Para qué son?”. Mientras decía esto, levantó el tubo de plástico y se preparó para golpearme de nuevo. Tenía mucho miedo de no ser capaz de soportar semejante tortura y de delatar a mis hermanos y hermanas, así que oré a Dios sin cesar en mi corazón. Recordé las palabras de Dios que dicen: “Debéis dar todo lo que tenéis para proteger Mi testimonio. Este será el objetivo de vuestros actos, no lo olvidéis” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Declaraciones de Cristo en el principio, Capítulo 41). Debía arriesgar mi vida para mantenerme firme en mi testimonio de Dios. Por muchas crueldades que me infligieran los policías, no podía traicionar a Dios. Justo en ese momento, un policía me derribó al suelo de un puñetazo y me golpeó la cabeza con el tubo de plástico, la cabeza me retumbaba. Luego me azotó brutalmente la cabeza y el cuerpo, estaba toda manchada de sangre. El corazón me palpitaba violentamente y sentía como si me latiera en la garganta. Pensé que estaba a punto de morir. Me sentía un poco débil y me pregunté: Si siguen golpeándome así, ¿me matarán a golpes? Justo en ese momento, recordé una vez más las palabras de Dios: “La fe es como un puente de un solo tronco: aquellos que se aferran miserablemente a la vida tendrán dificultades para cruzarlo, pero aquellos que están dispuestos a sacrificarse pueden pasar con paso seguro y sin preocupación” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Declaraciones de Cristo en el principio, Capítulo 6). Mi vida estaba en las manos de Dios. Por violentos que fueran los policías, no podían hacerme nada si Dios no lo permitía. Incluso si me mataban a golpes, no habría traicionado a Dios, habría permanecido firme en mi testimonio y mi alma no habría muerto aún. Si, como judas, traicionaba a mis hermanos y hermanas solo para evitar el sufrimiento temporal de la carne y ofendía el carácter de Dios, no solo me sentiría culpable más tarde, sino que también iría al infierno después de morir y mi alma estaría condenada a la perdición eterna. Al darme cuenta de todo esto, me sentí un poco más en paz y ya no tuve tanto miedo. Justo entonces, los policías terminaron de apalearme. Les dije que tenía que ir al baño, pero el capitán me fulminó con la mirada y dijo: “¡Tú no vas a ninguna parte!”. Luego, me dio una patada en la parte baja del abdomen. La patada hizo que me hiciera pis encima, mis pantalones de algodón acolchado pronto se empaparon de orín.
Ese mismo día, los policías me enviaron junto con las otras dos hermanas a un centro de detención. No podía mantenerme erguida y avanzaba cojeando con las manos en el vientre. El guardia, un hombre mayor, ya había visto suficiente y dijo: “Solo son creyentes en Dios. No hicieron nada malo, ¿por qué les han dado semejantes palizas?”. Nos dio una manta ligera a cada una y tuvimos que dormir en el frío suelo. Aún no se me habían secado los pantalones y estaba completamente helada, así que me acurruqué en posición fetal. Más tarde, el anciano me trajo un medicamento y una taza de agua caliente. Sabía que eso se debía a que Dios tenía misericordia de mi debilidad y había dispuesto que ese hombre viniera a ayudarnos. Le agradecí a Dios con el corazón. Al día siguiente, la policía se llevó a una de las hermanas para interrogarla. Estábamos muy preocupadas y orábamos por ella sin parar. Teníamos el alma en vilo todos los días. Después de tres días y dos noches, finalmente trajeron de nuevo a la hermana. Nos apresuramos a ayudarla al verla cojear hacia su cama con la cintura doblada. Vi que tenía todo el cuerpo cubierto de moretones y sus pies estaban negros y azules, se le habían hinchado como si fueran globos. La hermana contó que, después de que se la llevaran, los policías la golpearon sin parar. Cuatro o cinco policías se turnaron para darle puñetazos y patadas y también le esposaron las manos detrás de la espalda para luego jalárselas con fuerza hacia arriba, lo que le causó tanto dolor que se desmayó varias veces. Los policías le echaban agua sucia de la cocina para despertarla, y luego la seguían golpeando. No le dieron nada de comer ni beber durante los tres días y las dos noches. Yo estaba absolutamente indignada: ¡Esa banda de demonios la había tratado de forma tan inhumana! Sin embargo, también estaba extremadamente asustada. Las lesiones que había sufrido aún no habían sanado y no sabía cómo me iba a torturar la policía. ¿Sería capaz de soportarlo? Continuamente oraba a Dios en mi corazón para pedirle que me diera fuerzas.
A las ocho de la mañana del tercer día después de que la hermana hubiera regresado, el capitán de la Brigada de Seguridad Nacional vino a interrogarme. Un policía me esposó, me presionó el cuello hacia abajo para obligarme a doblar la cintura y me empujó hacia adelante. Otro policía me dio una patada en la entrepierna desde atrás con tanta fuerza que casi me caí al suelo. Me metieron a empujones en una habitación pequeña que contenía una cama individual y me esposaron a una barandilla en la cabecera. No tenía ni idea del tipo de tortura que me esperaba y el corazón me latía en la garganta. Con una risa siniestra, el capitán le ordenó a uno de los policías: “Ponle unas pastillas de tónico cardíaco Kyushin en la boca y haz que se las trague. Así no se morirá tan fácilmente cuando le peguemos. Hoy tenemos que sacarle algo de información”. Luego, me metieron a la fuerza las pastillas en la boca y empezaron a pegarme con tubos de plástico de la cabeza a los pies, sin siquiera dejar el empeine sin golpear. Con cada golpe, me retorcía de dolor. Mientras me golpeaban, me interrogaban sobre la iglesia. Tenía miedo de no poder soportar la tortura, así que oré de inmediato a Dios para pedirle ayuda. Pensé en las palabras de Dios que dicen: “Aquellos a los que Dios alude como ‘vencedores’ son los que siguen siendo capaces de mantenerse firmes en el testimonio y de conservar su confianza y su lealtad a Dios cuando están bajo la influencia de Satanás y mientras se hallan bajo su asedio, es decir, cuando se encuentran entre las fuerzas de las tinieblas. Si sigues siendo capaz de mantener un corazón puro ante Dios y tu amor genuino por Él pase lo que pase, entonces te estás manteniendo firme en el testimonio delante de Él, y esto es a lo que Él se refiere con ser un ‘vencedor’” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Debes mantener tu lealtad a Dios). Las palabras de Dios hicieron que me diera cuenta de que Dios usa la detención, la persecución y la tortura del gran dragón rojo para perfeccionar nuestra fe y convertirnos en un grupo de vencedores. Que la policía me detuviera y me torturara era la forma en la que Dios me ponía a prueba y me verificaba y era una oportunidad para dar testimonio de Él. Por mucho que me atormentaran los policías, incluso si me mataban a golpes, nunca traicionaría a Dios ni delataría a mis hermanos y hermanas. Los policías siguieron preguntándome quién era el líder de nuestra iglesia y, luego, me golpearon de nuevo brutalmente por todo el cuerpo con sus tubos de plástico. Me tumbé de lado y me hice un ovillo, apreté los dientes y no dije ni una palabra. Después de interrogarme toda la mañana y ver que no iba a decir nada, me amenazaron exasperados: “Si no nos dices nada, te condenaremos a diez o veinte años de cárcel y no saldrás más de allí”. Tras eso, me llevaron de vuelta a la celda donde nos tenían prisioneras. Durante el interrogatorio, me golpearon por todo el cuerpo y me dejaron cubierta de moretones, pero me hizo muy feliz ver a los policías con esa expresión de derrota en la cara y sin haber obtenido nada de mí. Agradecía sin cesar a Dios por haberme protegido y permitirme sobrevivir a esa experiencia cercana a la muerte.
En el decimoquinto día en el centro de detención, los policías nos sacaron a las tres al patio. Uno de ellos dijo: “¡Suelten a los perros!”. Luego, con una voz siniestra, agregó: “¡A ver si hablan ahora!”. En ese momento, dos perros policía vinieron corriendo de repente desde un costado del patio con sus largas lenguas colgando y las cabezas altas, y cargaron directamente hacia nosotras. Cuando llegaron adonde estábamos las tres, comenzaron a correr en círculos a nuestro alrededor. Estaba extremadamente asustada y pensé: “¿Nos matarán a mordiscones estos perros?”. Oré de inmediato a Dios. Durante la oración, recordé la historia de Daniel, quien, a pesar de que lo habían lanzado al foso de los leones, no murió porque Dios estaba con él y cerró la boca a los leones, impidiendo que lo mordieran. También recordé las palabras de Dios, que dicen: “No debes tener miedo de esto o aquello; no importa a cuántas dificultades y peligros puedas enfrentarte, eres capaz de permanecer firme delante de Mí sin que ningún obstáculo te estorbe, para que Mi voluntad se pueda llevar a cabo sin impedimento. Este es tu deber […]. No tengas miedo; con Mi apoyo, ¿quién podría bloquear el camino? ¡Recuerda esto! ¡No lo olvides! Todo lo que ocurre es por Mi buena voluntad y todo está bajo Mi escrutinio. ¿Puedes seguir Mi palabra en todo lo que dices y haces? Cuando las pruebas de fuego vengan sobre ti, ¿te arrodillarás y clamarás? ¿O te acobardarás, incapaz de seguir adelante?” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Declaraciones de Cristo en el principio, Capítulo 10). Las palabras de Dios me dieron fe. Dios me apoya y, sin Su permiso, los perros no podrían hacerme nada. Mi ansiedad se desvaneció de a poco y tuve fe en que todo estaba en las manos de Dios. Increíblemente, los perros solamente nos olfatearon, movieron la cola y se fueron. Di un profundo suspiro de alivio, agradecí a Dios sin cesar con el corazón y mi fe en Él se fortaleció aún más.
Tras eso, los policías nos llevaron a la cárcel. En la celda nos encontramos a otras tres hermanas, que también habían recibido fuertes golpes en todo el cuerpo. Dos días más tarde, nos interrogaron individualmente por turnos. Me llevaron a una habitación pequeña y me preguntaron sobre varias cuestiones de la iglesia. Como no les decía nada, me tiraron al suelo de una patada y me obligaron a arrodillarme mientras se paraban sobre mis pantorrillas y me tiraban del pelo hacia atrás con fuerza. Después, un policía se me sentó a horcajadas sobre el cuello, me agarró del pelo y tironeó de un lado a otro durante más de diez minutos. Cuando se levantó, empezó a tocarse sus partes íntimas y a hacer gestos vulgares, mientras me miraba de forma lasciva. Volví la cabeza con asco y pensé: “¿Cómo puede llamarse a sí mismo policía? Es un canalla, una bestia”. Luego, señaló con el dedo las drogas que había en el cajón y dijo: “Aquí tenemos todos los tipos de drogas que te puedas imaginar. Con una sola inyección podemos convertirte en una psicótica o en un vegetal. Después de eso, nadie te tratará como a una persona normal”. Con una risa siniestra, siguió hablando: “El PCCh defiende las filosofías del ateísmo y el materialismo, así que tenemos que eliminar a los creyentes como tú. Si no nos das información, te daremos estas drogas”. Mientras hablaba, sacó un cigarrillo del cajón, lo encendió y me lo colocó debajo de la nariz para que el humo subiera por mis fosas nasales, lo que me hizo toser y sentirme mareada y con náuseas. Luego dijo: “Este cigarrillo tiene una droga que hará que me digas todo lo que sabes, aunque no quieras”. Eso me asustó mucho. Si realmente me drogaban y delataba a mis hermanos y hermanas, ¿no me convertiría en una judas? ¿Y si sus inyecciones me hacían perder la cordura o me convertían en un vegetal? ¿Cómo viviría entonces? Oré sin parar a Dios: “Dios mío, no quiero convertirme en una judas. No puedo superar el tormento de la policía por mí misma. Te ruego que me guíes y me protejas”. Justo entonces, recordé un pasaje de las palabras de Dios: “De todo lo que acontece en el universo, no hay nada en lo que Yo no tenga la última palabra. ¿Hay algo que no esté en Mis manos?” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Las palabras de Dios al universo entero, Capítulo 1). En efecto, Dios es soberano sobre todas las cosas. Mi vida estaba en Sus manos, así que dependía de Él que desarrollara una enfermedad mental o me convirtiera en un vegetal. Debía tener fe en Dios. Al fin y al cabo, el cigarrillo drogado que el policía me estaba obligando a inhalar no parecía afectarme en absoluto y seguía muy despierta. Eso me mostró que Dios siempre estaba conmigo, me protegía y me cuidaba. No pude evitar dar gracias a Dios en mi corazón y me sentí menos asustada. Cuando ya se habían consumido dos terceras partes del cigarrillo, el policía vio que aún parecía estar despierta y alerta, por lo que tiró con enfado el cigarrillo al suelo y dijo con un suspiro: “¡Llévense a esta a la cárcel!”. En la mañana del 13 de mayo, un policía me dijo: “Tu fe en Dios vulnera las leyes del PCCh. Has sido acusada de alterar el orden público y sentenciada a dos años de reeducación a través del trabajo”. Me sentí bastante disgustada al oírle decir eso. Dos meses de encarcelamiento ya habían sido insoportables, así que no tenía idea de cómo aguantaría dos años de reeducación a través del trabajo. El policía continuó: “No te molestes en apelar. En este mundo no escasean las sentencias injustas, no eres la única. Aunque apeles, nunca ganarás un caso contra el PCCh”. Al escuchar cómo soltaba sus palabras endiabladas, me quedó aún más claro lo malvada y fea que es la esencia del PCCh. Dos días más tarde, me enviaron a un campo de trabajo.
Allí, me encarcelaron junto con otras nueve hermanas. Teníamos que levantarnos a las cinco todas las mañanas y, después de los ejercicios matutinos, nos hacían tejer esterillas. Si íbamos un poco lento, nos gritaban, y, si no terminábamos nuestras tareas, nos castigaban. A veces, teníamos que trabajar toda la noche e incluso había veces que pasábamos tres días y tres noches sin dormir. No comí una sola comida completa durante mi estancia en el campo de trabajo y vivía en un estado de perpetua fatiga, privación del sueño y hambre. A menudo me quedaba dormida de pie. Los guardias solían acosarnos porque éramos creyentes. Sufría de micción frecuente y, cuando pedía ir al baño, las dos cabecillas de las prisioneras que los guardias habían instigado se burlaban a propósito de mí y decían: “¡No estás en tu casa! ¡No puedes ir cuando te viene la gana! ¡Aguántate!”. Tenía que aguantar durante tanto tiempo que apenas podía caminar, ya que me preocupaba que, si me movía demasiado rápido, perdería el control y me haría pis encima. Al final, tenía que avanzar paso a paso, lentamente, hasta que llegaba al baño. Pero, cuando finalmente conseguía llegar, no era capaz de orinar. Era horrible. Un día, una hermana de más de sesenta años tuvo un ataque al corazón debido a que la hacían trabajar demasiado y cayó al suelo, echando espuma por la boca. El guardia no solo no la ayudó, sino que le dio dos patadas. Cuando volvió en sí, la obligó a seguir trabajando. En otra ocasión, una de las cabecillas de las prisioneras dijo que el trabajo de una hermana no estaba a la altura de lo requerido, pese a que claramente lo estaba. El guardia dijo que la hermana estaba siendo pasiva, que holgazaneaba y se negaba a trabajar, por lo que la castigó metiéndola en una celda más pequeña. La colgó y la golpeó durante dos días seguidos. Luego, la hicieron subir a una tarima del comedor y la obligaron a hacer una autocrítica enfrente de todos. Cuando vi las profundas marcas negras y azules que habían dejado las esposas en las muñecas de la hermana, me enfurecí. Solo por nuestra fe, el gran dragón rojo nos había arrestado, nos golpeaba a su antojo y nos había enviado a un campo de reeducación por el trabajo donde no paraba de abusar de nosotras. ¡A los creyentes no nos daban ninguna posibilidad de sobrevivir! Justo entonces, pensé en un himno de las palabras de Dios titulado: Los que están en la oscuridad se deberían levantar.
1 Durante miles de años, esta ha sido la tierra de la suciedad. Es insoportablemente sucia, la miseria abunda, los fantasmas campan a su antojo por todas partes; timan, engañan, y hacen acusaciones sin razón; son despiadados y crueles, pisotean esta ciudad fantasma y la dejan plagada de cadáveres; el hedor de la putrefacción cubre la tierra e impregna el aire; está fuertemente custodiada. ¿Quién puede ver el mundo más allá de los cielos? ¿Cómo podría la gente de una ciudad fantasma como esta haber visto alguna vez a Dios? ¿Han disfrutado alguna vez de la amabilidad y del encanto de Dios? ¿Cómo podrían entender los asuntos del mundo humano? ¿Quién de ellos puede entender las anhelantes intenciones de Dios?
2 ¿Por qué levantar un obstáculo tan impenetrable a la obra de Dios? ¿Por qué emplear diversos trucos para engañar a la gente de Dios? ¿Dónde están la verdadera libertad y los derechos e intereses legítimos? ¿Dónde está la justicia? ¿Dónde está el consuelo? ¿Dónde está la cordialidad? ¿Por qué usar intrigas engañosas para embaucar al pueblo de Dios? ¿Por qué suprimir la obra de Dios? ¿Por qué acosar a Dios hasta que no tenga donde reposar Su cabeza? ¿Por qué rechazáis la venida de Dios? ¿Por qué sois tan carentes de conciencia? ¿Estáis dispuestos a soportar las injusticias en una sociedad oscura como esta?
Ahora es el momento: el hombre lleva mucho tiempo reuniendo todas sus fuerzas; ha dedicado todos sus esfuerzos y ha pagado todo precio por esto, para arrancarle la cara odiosa a este diablo y permitir a las personas, que han sido cegadas y han soportado todo tipo de sufrimiento y dificultad, que se levanten de su dolor y se rebelen contra este viejo diablo maligno.
La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. La obra y la entrada (8)
Vi con absoluta certeza que el PCCh es un demonio que odia la verdad y es enemigo de Dios. Decidí rebelarme por completo contra el PCCh, mantenerme firme en mi testimonio de Dios y humillar al gran dragón rojo.
Más tarde, nos pusieron a fabricar pestañas postizas y teníamos que trabajar horas extra todas las noches. Debido a las largas jornadas laborales, empecé a ver borroso y me temblaban las manos al sostener las pinzas. Para empezar, tenía una constitución débil y, debido a la extenuación, mi estado empeoraba día a día. A menudo tenía fiebre, pero tenía que seguir trabajando, aunque estuviera enferma. Hasta ir al baño era un problema: la cabecilla de las prisioneras me atormentaba a propósito y solo me soltaba cuando, después de tanto aguantar, empezaba a llorar. Me sentía increíblemente deprimida y abatida, y no sabía cómo iba a sobrevivir durante esos dos años. A veces, me sentía tan agraviada que tenía ganas de llorar, mientras que, otras veces, pensaba en quitarme la vida. Durante esa época, oraba a Dios a menudo y recordaba este pasaje de Sus palabras: “Cuando te enfrentes a sufrimientos debes ser capaz de no considerar la carne ni quejarte contra Dios. Cuando Él se esconde de ti, debes ser capaz de tener la fe para seguirlo, de mantener tu amor anterior sin permitir que flaquee o desaparezca. Independientemente de lo que Dios haga, debes dejar que instrumente como Él desee y estar dispuesto a maldecir tu propia carne en lugar de quejarte contra Él. Cuando te enfrentas a las pruebas, debes estar dispuesto a soportar el dolor de renunciar a lo que quieres y a llorar amargamente para satisfacer a Dios. Solo esto es amor y fe verdaderos. Independientemente de cuál sea tu estatura real, debes poseer primero la voluntad de sufrir dificultades, una fe verdadera y tener la voluntad de rebelarte contra la carne. Deberías estar dispuesto a soportar dificultades personalmente y a sufrir pérdidas en tus intereses personales con el fin de satisfacer las intenciones de Dios. Debes ser capaz de sentir arrepentimiento en tu corazón. En el pasado no fuiste capaz de satisfacer a Dios, y ahora, puedes arrepentirte. Ni una sola de estas cosas puede faltar y Dios te perfeccionará a través de ellas. Si careces de estas condiciones, no puedes ser perfeccionado” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Los que serán hechos perfectos deben someterse al refinamiento). En el pasado, solía decir que estaba dispuesta a emular a Job y a Pedro y que me mantendría firme en mi testimonio para satisfacer a Dios, por muy terribles que fueran las pruebas que debiera enfrentar. Pero, ahora que me enfrentaba realmente a esa situación, me di cuenta de que solo había recitado consignas y doctrinas, y que no tenía verdadera fe ni me sometía a Dios. Satanás estaba atormentando mi carne para intentar que me apartara de Dios y lo traicionara, pero Dios estaba usando ese entorno difícil para revelar mis deficiencias y perfeccionar mi fe y mi amor. Tenía que confiar en Él para experimentar ese entorno y, por mucho que sufriera, debía satisfacerlo. Una vez que me sometí al entorno, el sufrimiento ya no me pareció para tanto. Un tiempo después, el médico del campo de trabajo me hizo un examen físico y descubrió que tenía taquicardia grave y una cardiopatía avanzada. Tras eso, los guardias dejaron de darme trabajo extra. Sabía que Dios me estaba abriendo un camino y le agradecí desde el fondo del corazón. Bajo la protección de Dios, conseguí sobrevivir un año y diez meses de encarcelamiento.
Al reflexionar sobre mi experiencia, veo que cada vez que pensaba que no podía soportar más el tormento y la tortura, las palabras de Dios me dieron fe y fortaleza y me guiaron a través de cada adversidad. Fue solo gracias a la protección y el amor de Dios que pude sobrevivir a la tortura del gran dragón rojo y salir con vida de esa prisión diabólica, pese a tener una constitución débil y padecer varias enfermedades. ¡Gracias a Dios Todopoderoso!