43. Tras la muerte de mi pareja
Sucesivamente, mi esposa y yo aceptamos la obra de Dios de los últimos días en otoño de 2007. Con la lectura de las palabras de Dios comprobé que Dios Todopoderoso es el Dios verdadero, que se ha hecho carne para salvar a la humanidad de los desastres. Para mí, tener la ocasión de aceptar la salvación de Dios a nuestra avanzada edad era una maravillosa bendición y una oportunidad única que no podíamos perdernos. Pronto asumimos los dos un deber tras aceptar el evangelio. Yo predicaba el evangelio y regaba a nuevos fieles, y mi esposa era anfitriona en casa. Nuestros días eran felices. Al poco tiempo habían mejorado por sí solas la enfermedad estomacal, la bronquitis y otras dolencias de mi esposa. Dios nos había dado Su gracia y Su bendición. Nuestra fe en Dios aumentó y yo tenía más vigor para predicar el evangelio. En 2012 me detuvieron y llevaron a la comisaría municipal cuando estaba predicando el evangelio. Una vez que me soltaron, la policía seguía acosándonos de vez en cuando por nuestra fe. Además, nos amenazaba con que, si manteníamos la fe, el futuro de nuestros hijos y nietos se resentiría. Nuestra nuera se creyó las mentiras del PCCh sobre nuestra fe, y nos echó de casa a mi esposa y a mí en la festividad del Año Nuevo chino. Sin tener adónde ir, nos sentíamos tristes y débiles. Nos consolábamos y animábamos el uno al otro diciendo: “Esto es una refinación de parte de Dios y una pena que debemos soportar. No podemos desanimarnos. Podemos prescindir de absolutamente todo, pero no de Dios”. Luego nos quedamos en una casa abandonada haciendo de anfitriones. Estuvimos allí 8 años y, aunque era una casa en ruinas, nunca nos molestaron por creer y comer y beber las palabras de Dios, así que éramos libres de corazón.
En septiembre de 2022, a mi esposa le empezó a dar guerra la angina que tenía desde hacía años, y le daban varios ataques al día. Aparte, el dolor era cada vez más frecuente. En las reuniones no podía ni siquiera arrodillarse a orar. A veces le empezaba a doler el corazón mientras se lavaba la cara. Cuando le dolía mucho, tenía que pararse y acabar de lavarse la cara cuando desapareciera el dolor. Me preocupaba e inquietaba que la enfermedad de mi esposa iba a peor cada día, pero imaginaba que, como creyentes, Dios nos cuidaba y protegía. Dios es omnipotente, puede resucitar a los muertos y no hay nada que no pueda hacer. A ella ya le habían asolado las enfermedades, pero había mejorado del todo tras recibir la fe; entonces, ¿qué era este pequeño problema de salud? No le daba gran importancia y la reconfortaba: “No tengas miedo, tenemos a Dios. Él nos protegerá”. Más adelante noté que mi mujer tenía todavía más dolor, y no le servía de nada tomar más medicación. Recordé que Dios realiza una obra práctica y protege a la gente, pero nosotros tenemos que cooperar en la práctica. Llevé a mi esposa corriendo al hospital. Las pruebas indicaban que tenía dañados el hígado, los riñones y los pulmones. El médico la envió directamente a la UCI, pues, según él, su vida corría peligro inminente, y yo debía firmar un comunicado de estado crítico. Me quedé estupefacto ante ese comunicado de estado crítico y estuve a punto de derrumbarme. No podía admitir esa realidad. No me atrevía a creérmelo. ¿Cómo podía ocurrir algo así? Como creyentes protegidos por Dios, no debía pasarnos eso. Le imploré al médico que pensara en cómo curar la enfermedad de mi esposa, que le aplicara medicamentos que pudieran funcionar. El médico me respondió que no podía garantizar nada. Al oír aquello, mi dolor fue aún mayor. Pensé que, ya que no podía confiar en el médico, confiaría en Dios. Cuando volví a la sala, clamé a Dios en oración: “¡Dios mío! Mi esposa está gravemente enferma y el médico no sabe qué hacer. Te la entrego a Ti. Tú eres el médico omnipotente que hasta puede resucitar a los muertos. Nada es imposible para Ti. No te culparé aunque ella no pueda curarse”. Sabía que Dios no realiza obras sobrenaturales actualmente, pero pensé en los testimonios vivenciales de algunos hermanos y hermanas. Empezaron a enfermar de gravedad, confiaron en Dios y mejoraron milagrosamente. Yo seguía esperando un milagro para mi esposa, que mejorara su enfermedad. Pero, para mi sorpresa, al tercer día por la mañana, ya ni siquiera hablaba y no podía abrir los ojos. Veía que su enfermedad no solo no había mejorado, sino que cada vez iba a peor. Totalmente desconsolado, clamaba a Dios una y otra vez en mi interior: “¡Oh, Dios mío! Es obvio que mi esposa no está bien. Es una creyente sincera que te sigue desde hace más de 10 años. Dado que ha sufrido y padecido la opresión por su fe, te ruego que obres un milagro y hagas que se mejore. Tú podrías curarla; eso haría nuestra evangelización y nuestro testimonio más convincentes”. Sin embargo, me quedé atónito cuando, al cuarto día, dejó de respirar. Me desesperé totalmente. Me resulta imposible describir el dolor que sentí; llorando, no pude evitar comenzar a culpar a Dios: “Dios mío, mi esposa fue creyente a toda costa. Sufrió y trabajó por seguirte y jamás te culpó por más que enfermara. ¿Por qué no la protegiste? Ahora que se ha ido, me quedo totalmente solo, sin nadie a quien acudir. ¿Cómo puedo seguir viviendo? Todos morimos igual, seamos creyentes o no, ¿verdad? Yo también estoy envejeciendo, y tarde o temprano me llegará el día. ¿Qué esperanza hay para un creyente?”. Después lo di todo por perdido y ni siquiera quería leer las palabras de Dios. Mis oraciones eran de pocas palabras, no tenía mucho que decir. Siempre que recordaba cómo nos habíamos apoyado y esas emotivas escenas juntos en la adversidad, comiendo y bebiendo las palabras de Dios, compartiendo y alentándonos, no podía reprimir el llanto. Solía ser mi pareja quien se ocupaba de mí y, ahora que se había ido, no había nadie que me cuidara. Me estaba topando con dificultades de todo tipo y me sentía muy solo. ¿Qué sentido tenía una vida tan dolorosa? Quería morir y acabar con todo. Por entonces, mi vida estaba llena de dolor y tristeza. No podía comer ni dormir. Me sentía como si tuviera una piedra en el corazón. Mi salud se deterioraba día a día. Me subió la tensión y el pulso se me bajó mucho; ingresé en el hospital. Comprendí entonces que era muy peligroso seguir así, por lo que oré: “¡Oh, Dios mío! Ahora que se ha ido mi esposa, estoy luchando solo. No tengo fuerzas para continuar y estoy esperando la muerte. Sé que ese tipo de ideas no concuerdan con Tu voluntad, pero no puedo abnegarme. Te pido fe para mantenerme firme y no hundirme en esta prueba”.
Una noche, cuando iba a dormir, de pronto me vinieron a la mente unas palabras de Dios: “¿Cuál es la esencia de tu amor a Dios? Si me amas, no me traicionarás”. Consciente de que se trataba del esclarecimiento y la guía de Dios, enseguida busqué en Sus palabras. Dios Todopoderoso dice: “Como he dicho, muchos son los que me siguen, pero pocos los que me aman de verdad. Quizás algunos digan: ‘¿Habría pagado un precio tan alto si no te amase? ¿Habría llegado hasta aquí si no te amase?’. Ciertamente, tienes muchas razones y tu amor es verdaderamente grande, pero ¿cuál es la esencia de tu amor por Mí? Lo que se conoce como ‘amor’ se refiere a un afecto que es puro y sin mancha, en el que usas tu corazón para amar, sentir y ser considerado. En el amor no hay condiciones, no hay barreras ni distancia. En el amor no hay sospecha, engaño ni astucia. En el amor no hay trueques ni nada impuro. Si amas, no engañarás, protestarás, traicionarás, no te rebelarás, no exigirás ni pretenderás ganar nada ni obtener una determinada cantidad. Si amas, te dedicarás con gusto y sufrirás dificultades con agrado, serás compatible conmigo, dejarás todo lo que tienes por Mí, renunciarás a tu familia, tu futuro, tu juventud y tu matrimonio. De lo contrario, tu amor no sería amor en absoluto, ¡sino engaño y traición! ¿Qué tipo de amor es el tuyo? ¿Es un amor verdadero? ¿O falso? ¿Cuánto has sacrificado? ¿Cuánto has ofrecido? ¿Cuánto amor he recibido de ti? ¿Lo sabes? Vuestros corazones están llenos de maldad, traición y engaño, así que ¿cuánto de vuestro amor es impuro? Pensáis que habéis sacrificado lo suficiente por Mí; pensáis que vuestro amor por Mí ya es suficiente. Entonces ¿por qué vuestras palabras y acciones son siempre engañosas y rebeldes? Me seguís, pero no reconocéis Mi palabra. ¿Se considera esto amor? Me seguís, pero después me abandonáis. ¿Se considera esto amor? Me seguís, pero desconfiáis de Mí. ¿Se considera esto amor? Me seguís, pero no podéis aceptar Mi existencia. ¿Se considera esto amor? Me seguís, pero no me tratáis como deberíais tratarme por ser quien soy, y complicáis las cosas para Mí en toda ocasión. ¿Se considera esto amor? Me seguís, pero intentáis embaucarme y engañarme en todo. ¿Se considera esto amor? Me servís, pero no Me tenéis miedo. ¿Se considera esto amor? Os oponéis a Mí en todos los sentidos y en todas las cosas. ¿Se considera todo esto amor? Habéis dedicado mucho, es cierto, pero nunca habéis hecho lo que os exijo. ¿Se puede considerar esto amor? Un recuento cuidadoso muestra que no hay ni rastro de amor por Mí en vosotros. Después de muchos años de obrar y de todas las palabras que os he suministrado, ¿cuánto habéis realmente obtenido? ¿Acaso no vale la pena que intentéis recordarlo detenidamente? Os advierto que aquellos a los que Yo llamo no son los que no han sido corrompidos nunca; sino que aquellos a los que escojo son los que me aman verdaderamente. Por tanto, debéis tener cuidado con vuestras palabras y acciones, y examinar vuestras intenciones y pensamientos para que no rebasen los límites. En el tiempo de los últimos días, haced todo lo posible para ofrecerme vuestro amor, o de lo contrario, ¡Mi ira nunca se apartará de vosotros!” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Muchos son llamados, pero pocos son escogidos). Dios juzgaba mi interior en cada pregunta, lo que me avergonzó y me impidió contestar. Conforme leía, no podía evitar llorar arrepentido. Dios me exigía todo esto, pero yo no cumplía absolutamente nada. Mi amor por Dios no era verdadero, sino falso, impuro y transaccional, pero seguía creyendo que lo amaba. En realidad no tenía el menor autoconocimiento. En general, cuando me topaba con penurias o enfermedades y Dios me cuidaba y protegía, o cuando creía tener esperanza de salvarme y de entrar en el reino, daba gracias a Dios y tenía una energía ilimitada. Cuando la fe era difícil y dolorosa, como cuando me detuvo el gran dragón rojo, mis hijos me oprimieron y rechazaron, y mis familiares y vecinos se burlaron de mí y me difamaron, fui capaz de abordar todas esas penurias. Prefería huir de casa, mendigar para vivir y ser un vagabundo antes que traicionar a Dios. Creía que, por ello, tenía un amor y una sumisión verdaderos hacia Dios y que, al final, Él me salvaría y yo perduraría. No obstante, cuando sucedió algo real y la muerte de mi pareja me dio donde me dolía, dejándome solo, desolado, dolido y sin nadie en quien apoyarme, además de hacer añicos mi sueño de entrar en el reino con mi esposa, quedé totalmente revelado. No solo culpé a Dios por no proteger a mi esposa, sino que también lo cuestioné y quería morir para ir a enfrentarme a Él. No tenía obediencia alguna. No tenía ni pizca de amor por Dios. Dios se ha encarnado dos veces por salvar a la humanidad y ha padecido todo dolor, ha expresado la verdad para regarnos y pastorearnos durante años y ha pagado un gran precio para que comprendamos la verdad. Por muy rebelde y reacio que yo fuera, Dios fue reiteradamente paciente, tolerante y misericordioso conmigo para darme la ocasión de arrepentirme. En el peligro y la dificultad, Dios veló por nosotros muchas veces y nos protegió del peligro. Cuando me sentía débil y negativo, las palabras de Dios me sustentaban y sostenían dándome fuerza, fortaleciendo mi espíritu. Él me ha guiado paso a paso hasta el día de hoy. El amor de Dios es muy práctico y verdadero. Ni tiene impurezas ni condiciones. Pero mi amor por Dios era muy impuro y transaccional. Siempre gritaba que las palabras de Dios debían reinar en mi corazón, pero, en cuanto murió mi esposa, no podía pensar más que en ella. El amor por mi pareja superaba mi amor por Dios: no tenía hueco para Él en mi corazón. Vi que mi presunto amor era un mero eslogan, mera doctrina. Estaba embaucando a Dios y lo engañaba. Eso no pasaría ninguna prueba: ¡era totalmente falso! Al darme cuenta, lamenté ser excesivamente rebelde y no tener conciencia. Me presenté ante Dios a orar y arrepentirme: “¡Dios mío! Tras leer Tus palabras, me siento en deuda contigo. Durante los años que te he seguido, me has regado, pastoreado, sustentado y sostenido, por lo que has pagado un enorme precio. Tu amor por mí es muy real, pero el mío por Ti es un mero eslogan, una palabra. Todo era falso, un engaño. No soy digno de presentarme ante Ti. No quiero lastimarte más. Sin importar qué dificultades o situaciones me encuentre en un futuro ni lo difíciles que se pongan las cosas, no te culparé más. Estoy listo para someterme a Tus instrumentaciones y disposiciones”. Los siguientes días, me calmé, comí y bebí las palabras de Dios, miré videos, escuché himnos, y ya no estaba tan dolido como antes.
Un día encontré un pasaje de las palabras de Dios, y fue entonces cuando vi que no podía olvidar la muerte de mi esposa y que albergaba culpas y malentendidos hacia Dios porque mi idea de búsqueda era incorrecta. Las palabras de Dios dicen: “Lo que buscas es poder ganar la paz después de creer en Dios, que tus hijos no se enfermen, que tu esposo tenga un buen trabajo, que tu hijo encuentre una buena esposa, que tu hija encuentre un esposo decente, que tu buey y tus caballos aren bien la tierra, que tengas un año de buen clima para tus cosechas. Esto es lo que buscas. Tu búsqueda es solo para vivir en la comodidad, para que tu familia no sufra accidentes, para que los vientos te pasen de largo, para que el polvillo no toque tu cara, para que las cosechas de tu familia no se inunden, para que no te afecte ningún desastre, para vivir en el abrazo de Dios, para vivir en un nido acogedor. Un cobarde como tú, que siempre busca la carne, ¿tiene corazón, tiene espíritu? ¿No eres una bestia? Yo te doy el camino verdadero sin pedirte nada a cambio, pero no buscas. ¿Eres uno de los que creen en Dios? Te otorgo la vida humana real, pero no la buscas. ¿Acaso no eres igual a un cerdo o a un perro? Los cerdos no buscan la vida del hombre, no buscan ser limpiados y no entienden lo que es la vida. Cada día, después de hartarse de comer, simplemente se duermen. Te he dado el camino verdadero, pero no lo has obtenido: tienes las manos vacías. ¿Estás dispuesto a seguir en esta vida, la vida de un cerdo? ¿Qué significado tiene que tales personas estén vivas? Tu vida es despreciable y vil, vives en medio de la inmundicia y el libertinaje y no persigues ninguna meta; ¿no es tu vida la más innoble de todas? ¿Tienes las agallas para mirar a Dios? Si sigues teniendo esa clase de experiencia, ¿vas a conseguir algo? El camino verdadero se te ha dado, pero que al final puedas o no ganarlo depende de tu propia búsqueda personal” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Las experiencias de Pedro: su conocimiento del castigo y del juicio). Con la lectura de las palabras de Dios vi que no tenía fe para buscar la verdad, sino para recibir bendiciones, beneficiarme y tener paz. Estaba haciendo un trato con Dios. Desde que mi mujer y yo aceptáramos la nueva obra de Dios, yo creía que teníamos fe, seguíamos a Dios y podíamos sufrir y pagar un precio por Él, con lo que, sin duda, Él nos garantizaría paz y salud y, al término de Su obra, podríamos entrar juntos al reino a gozar de sus bendiciones. En cuanto nos hicimos creyentes, cumplimos activamente con un deber para recibir un buen destino. Vi que mi mujer se recuperó de repente de varios problemas graves de salud. Dios nos dio Sus bendiciones y Su gracia. Me motivé más aún y, aunque padecimos la detención del gran dragón rojo y la opresión familiar y nuestros hijos nos echaron de casa, nunca dimos marcha atrás por muy duro que fuera todo, decididos a seguir a Dios hasta el final. Pensaba que esto era firmeza en el testimonio y devoción por Dios y que, al final, nos salvaríamos y perduraríamos. La enfermedad de mi mujer no encajaba con mis nociones y le exigí a Dios que obrara un milagro y la curara. Utilicé mi sufrimiento y mi opresión previos como capital para negociar con Dios, para poner condiciones. El fallecimiento de mi mujer hizo añicos mi sueño de entrar juntos en el reino a gozar de sus bendiciones. Cambié inmediatamente de idea y exigí saber por qué Dios no había protegido a mi esposa. Hasta quise morir para ir a enfrentarme a Dios, con lo que cuestioné Su justicia, y me parecía un sinsentido tener fe. Descubrí que, en mi fe, era como las personas religiosas, que exigen lo suyo. Todo lo hacía para recibir bendiciones y paz. Cuando recibía bendiciones, daba gracias y alabanzas a Dios y celebraba Su justicia. Cuando no me bendecía, lo culpaba, discutía con Él y pataleaba. Lo único que quería en mi fe era recibir la gracia y las bendiciones de Dios, al tiempo que afirmaba amarlo y someterme a Él. ¿No estaba engañándolo y jugando con Él? Dios me concedió la vida y todo cuanto tenía. Dios también dispuso mi matrimonio. Pese a que Dios me había dado tanta gracia y tantas bendiciones, no me conformaba. Cambiaba por completo y me quejaba cuando algo no iba como quería. ¿Dónde estaba mi conciencia? ¿Era siquiera humano? ¡Era peor que un perro! Un perro es capaz de vigilar la casa de su dueño y de serle fiel, pero yo, como creyente y seguidor de Dios, había aceptado gran parte de Su riego y pastoreo y gozado de Su abundante gracia, pero no quería retribuirle Su amor, hasta el punto de engañarlo y tratar de negociar con Él. ¡No tenía nada de humanidad! Descubrí que solo tenía fe para recibir bendiciones, no para alcanzar la verdad, aspirar a transformar mi carácter vital o vivir con sentido. Después de todos esos años de fe, todavía no tenía la menor realidad verdad. En todo momento razonaba con Dios y le ponía unas condiciones plagadas de absurdos deseos. Sin embargo, seguía esperando entrar en el reino a gozar de sus bendiciones. ¡Qué iluso! ¡Qué sueño más delirante! Si no hubiera sido por la revelación de aquella situación, continuaría sin conocerme y no vería lo carente de conciencia y razón que estaba. Siempre pensé que, por ser creyente desde hacía años, orar y leer las palabras de Dios todos los días y no retroceder nunca ante la opresión, era una persona con estatura y devota de Dios, por lo que, en su momento, seguro que me salvaría y entraría en el reino. No obstante, luego supe que, si quería alcanzar la salvación, la clave era poner en práctica la verdad y vivir la realidad verdad. Si no cambiaba mi afán por recibir bendiciones, podría creer hasta el final, pero, sin transformar mi carácter, Dios me rechazaría y aniquilaría.
Cuando posteriormente vi a unos hermanos y hermanas, me compartieron un par de pasajes de las palabras de Dios sobre mi estado. Dios Todopoderoso dice: “Si el nacimiento de uno fue destinado por su vida anterior, entonces su muerte señala el final de ese destino. Si el nacimiento de uno es el comienzo de su misión en esta vida, entonces la muerte señala el final de esa misión. Como el Creador ha determinado una serie fija de circunstancias para el nacimiento de una persona, no hace falta decir que Él también ha organizado una serie fija de circunstancias para su muerte. En otras palabras, nadie nace por azar, ninguna muerte es inesperada, y tanto el nacimiento como la muerte están necesariamente conectados con las vidas anterior y presente de uno. Las circunstancias del nacimiento y la muerte de uno están predeterminadas por el Creador; este es el destino de una persona, su sino. Como hay muchas explicaciones para el nacimiento de una persona, también es cierto que la muerte de una persona naturalmente tendrá lugar bajo una serie especial de varias circunstancias. Esta es la razón de la duración diferente de la vida de cada persona y las distintas formas y momentos de sus muertes. Algunos son fuertes y sanos, pero mueren jóvenes; otros son débiles y enfermizos, pero viven hasta la vejez y fallecen apaciblemente. Algunos mueren por causas no naturales; otros, por causas naturales. Algunos terminan su vida lejos de casa, otros cierran los ojos por última vez con sus seres queridos a su lado. Algunos mueren en el aire, otros bajo tierra. Algunos se hunden bajo el agua, otros se pierden en desastres. Algunos mueren por la mañana y otros por la noche… Todo el mundo quiere un nacimiento ilustre, una vida brillante y una muerte gloriosa, pero nadie puede llegar más allá de su propio destino, nadie puede escapar de la soberanía del Creador. Este es el destino humano. El hombre puede hacer todo tipo de planes para su futuro, pero nadie puede planear la forma y el momento de su nacimiento y de su partida de este mundo. Aunque las personas hacen todo lo que pueden para evitar y resistirse a la llegada de la muerte, aun así, sin que lo sepan, la muerte se les acerca silenciosamente. Nadie sabe cuándo o cómo morirá, mucho menos dónde ocurrirá. Obviamente, la humanidad no es la que tiene el poder de la vida y la muerte ni ningún ser del mundo natural, sino el Creador, cuya autoridad es única. La vida y la muerte de la humanidad no son el producto de alguna ley del mundo natural, sino una consecuencia de la soberanía de la autoridad del Creador” (La Palabra, Vol. II. Sobre conocer a Dios. Dios mismo, el único III). “En esta vida, la gente cuenta con un tiempo limitado para pasar de entender las cosas a tener esta oportunidad, poseer este calibre y satisfacer las condiciones para entablar diálogo con el Creador, a fin de alcanzar un auténtico entendimiento, conocimiento y temor del Creador, y tomar el camino de temer a Dios y evitar el mal. Si ahora quieres que Dios te lleve enseguida, no estás siendo responsable con tu propia vida. Para ser responsable, debes trabajar más duro para dotarte de la verdad, reflexionar más sobre ti mismo cuando te ocurren cosas y compensar rápidamente tus propios defectos. Debes llegar a practicar la verdad, actuar según los principios, entrar en la realidad verdad, saber más de Dios, ser capaz de conocer y entender Su voluntad y no vivir tu vida en vano. Debes llegar a saber dónde está el Creador, cuál es Su voluntad y cómo expresa alegría, rabia, pena y felicidad; aunque no puedas alcanzar una conciencia más profunda o un conocimiento completo, debes al menos poseer un entendimiento básico de Dios, nunca traicionarle, ser compatible con Él en lo fundamental, mostrarle consideración, ofrecerle un consuelo básico y hacer lo que para un ser creado es adecuado y alcanzable de una manera básica. No son cosas fáciles. En el proceso de desempeñar sus deberes, la gente puede llegar a conocerse a sí misma poco a poco, y a partir de ahí conocer a Dios. Este proceso es en realidad una interacción entre el Creador y los seres creados, y debe ser un proceso que merezca la pena recordar a lo largo de la propia vida. Se trata de un proceso que la gente debería ser capaz de disfrutar, en lugar de resultarle doloroso y difícil. Por consiguiente, deberían valorar los días y las noches, los años y los meses que pasan cumpliendo con sus deberes. Deben disfrutar de esta fase de la vida y no considerarla un impedimento o una carga. Han de saborear y obtener conocimiento experiencial de esta etapa de su vida. Entonces, lograrán un entendimiento de la verdad y vivirán la apariencia de un ser humano, poseerán un corazón temeroso de Dios y harán el mal cada vez menos. Entiendes mucha verdad, no haces cosas que apenen o irriten a Dios. Cuando acudes ante Él, sientes que ya no te odia. ¡Qué maravilla! Una vez que alguien ha logrado esto, ¿acaso no estaría en paz aunque fuera a morir? Entonces, ¿qué pasa con esos que ahora ruegan por su muerte? Lo único que quieren es escapar y no sufrir. Solo quieren un fin rápido a esta vida, de modo que puedan partir y presentarse ante Dios. Quieres presentarte ante Dios, pero Él todavía no quiere que lo hagas. ¿Por qué ibas a presentarte ante Dios antes de que siquiera te llame? No te presentes ante Él sin que te toque aún. Eso no está bien. Si vives una vida significativa y valiosa y Dios te lleva, eso es algo maravilloso” (La Palabra, Vol. III. Discursos de Cristo de los últimos días. Difundir el evangelio es el deber al que están obligados por honor todos los creyentes). Tras leer esos dos pasajes de las palabras de Dios, el corazón se me iluminó considerablemente. Antes creía que, como mi esposa fue creyente durante años y no culpó a Dios ni al borde de la muerte, Él no debería haberla dejado morir tan pronto. Debería haberla dejado vivir para que pudiéramos entrar juntos en el reino y tener un buen destino y un buen resultado. Por eso yo no podía olvidar su muerte y mi corazón estaba plagado de culpas y malentendidos hacia Dios. La lectura de las palabras de Dios me enseñó que tener fe no garantiza que una persona no muera. El nacimiento, la vejez, la enfermedad y la muerte son cosas inevitables. Dios predestina en su totalidad hasta qué edad vive la gente. El nacimiento y la muerte de mi mujer se vieron influidos por su vida pasada y presente y Dios había dispuesto todo eso antes de que siquiera naciera. El momento en que nació, su trayectoria vital, su misión prevista en la vida, la edad hasta la que viviría y cuándo moriría: nada de esto fue casual. Suele decirse que el cielo decide nuestro destino. Es una norma celestial y nadie pueda infringirla. Concluido el ciclo vital de mi mujer, se fue de forma natural, y nadie podría haber alterado eso. Pensaba que, como mi esposa murió, ya no podría salvarse, pero ahora sé que el hecho de que alguien muera no tiene nada que ver con su salvación. La clave de su salvación es si busca la verdad, si vive la realidad de las palabras de Dios. Aquellos que obedecen a Dios y buscan y alcanzan la verdad son los únicos cuyas almas se salvarán tras la muerte. Por ejemplo, Abrahán, Job y Pedro: sus cuerpos fenecieron, pero sus almas se salvaron después de la muerte, y tuvieron un buen resultado y un buen destino. Algunos creyentes no tienen fe verdadera y son como los no creyentes. Aunque ahora estén vivos, no podrán salvarse. Mi esposa creyó muchos años en Dios y yo no podía saber si su fe fue verdadera o falsa. Sin importar qué resultado le dispusiera Dios, si la enviaba al infierno o al cielo, Dios era justo y no se equivocaría. Como ser creado, debía someterme a las instrumentaciones y disposiciones de Dios. He de tener esa clase de razonamiento. Antes, me faltaba claridad y no quería someterme a la autoridad y las disposiciones de Dios. Al morir mi esposa, quise morir y acabar con todo, pero ya he entendido que la muerte de mi mujer la predestinó y permitió Dios. Además, el deseo de morir era un desafío a Dios, no sumisión a Él; era rebeldía contra Él. La muerte de mi mujer me produjo dolor y tristeza, pero detrás estaba la benevolencia de Dios. Para empezar, sacó a la luz mi corrupción y pudo purificar mi impulso interno de negociar bendiciones con Dios. También me ayudó a conocer el carácter justo de Dios. Esos fueron el amor y la salvación de Dios. Dios me iba a permitir continuar viviendo a esta edad avanzada. Debía valorar esta oportunidad y buscar diligentemente la verdad en el ambiente dispuesto por Dios para comprender mi corrupción y Su obra, alcanzar la sumisión a Él, adorarlo y dejar de rebelarme contra Él y de lastimarlo. Sin importar qué hiciera Dios en lo sucesivo, qué ambientes dispusiera, yo debía escucharlo, vivir correctamente, predicar el evangelio y dar testimonio de Dios, vivir para cumplir con el deber de un ser creado y someterme a la autoridad y las disposiciones de Dios. No podía defraudar Sus buenos propósitos. Tenía que eliminar mis ideas de acabar con mi vida. Así pues, oré sinceramente a Dios: “¡Dios mío! No quiero gracia ni bendiciones. Como carezco de la verdad, no pido nada más, solo la verdad. Tengo un carácter satánico corrupto y necesito Tu juicio y castigo para conmigo para mantenerme a raya y no ser un libertino”. Con este entendimiento, sentí una mayor relajación en todo el cuerpo. Pude volver a disfrutar de la comida y a dormir bien. Debido a las circunstancias adversas, no podía reunirme con los hermanos y hermanas, pero hacía devociones habituales y comía y bebía las palabras de Dios. Sus palabras me regaban y sustentaban, y me sentía en calma, en paz y libre. Además, fui recuperando la salud. Gente de la aldea que me veía decía que parecía activo, no un septuagenario. ¡Daba gracias y alababa a Dios de corazón!
Luego leí otro pasaje de las palabras de Dios que me ayudó a entender mejor mi corrupción. Dios Todopoderoso dice: “No importa cuántas cosas le sucedan, el tipo de persona que es un anticristo nunca trata de abordarlas buscando la verdad en las palabras de Dios, y mucho menos trata de ver las cosas a través de ellas, lo cual se debe completamente a que no creen que cada renglón de las palabras de Dios sea la verdad. Por más que la casa de Dios comunique la verdad, los anticristos siguen siendo poco receptivos y, en consecuencia, carecen de la mentalidad correcta, sea cual sea la situación a la que se enfrenten; en particular, en cuanto a la forma de acercarse a Dios y a la verdad, los anticristos se niegan tercamente a dejar de lado sus nociones. El Dios en el que creen es el Dios que realiza señales y prodigios, el Dios sobrenatural. A cualquiera que pueda realizar señales y prodigios —ya sea Bodhisattva, Buda o Mazu— lo llaman Dios. […] En las mentes de los anticristos, Dios debe ser adorado mientras se esconde detrás de un altar, comiendo los alimentos que la gente ofrenda, inhalando el incienso que queman, extendiendo una mano amiga cuando se hallan en problemas, mostrándose omnipotente y prestándoles ayuda inmediata dentro de los límites de lo que a ellos les resulta comprensible, y satisfaciendo sus necesidades cuando la gente pide ayuda y son honestos en sus súplicas. Para los anticristos, solo un dios semejante es el Dios verdadero. Mientras tanto, todo lo que Dios hace en la actualidad se encuentra con el desprecio de los anticristos. ¿Y por qué? A juzgar por la esencia naturaleza de los anticristos, lo que ellos requieren no es la obra de riego, pastoreo y salvación que el Creador realiza sobre las criaturas de Dios, sino prosperidad y éxito en todas las cosas, no ser castigados en esta vida y ascender al cielo cuando mueran. Su punto de vista y sus necesidades confirman su esencia de hostilidad a la verdad” (La Palabra, Vol. IV. Desenmascarar a los anticristos. Punto 15: No creen en la existencia de Dios y niegan la esencia de Cristo (I)). Dios revela que los anticristos odian la verdad. Por más años que coman y beban las palabras de Dios, nunca contemplan nada de acuerdo con ellas. Creen en Dios, pero no buscan la verdad; solo quieren milagros. Siempre exigen que el Dios que llevan dentro resuelva sus problemas y les dé lo que deseen, que todo vaya como quieran en esta vida y vivir por siempre en la próxima. Tienen fe exclusivamente para recibir bendiciones. Mi perspectiva de búsqueda en mi fe era justo la misma que la de un anticristo. Adoraba a Dios como a un ídolo. Normalmente, cuando nos topábamos con una dificultad o un problema de salud, oraba pidiéndole a Dios que velara por nosotros y resolviera nuestros problemas. Creía que Dios debía darnos lo que necesitáramos, que debía cumplir todas nuestras exigencias. Eso era Dios en mi opinión. Aprovechar a Dios para que cumpliera mis exigencias, ¿no era engañarlo y blasfemar contra Él? Ya no es la Era de la Gracia, así que Dios ya no realiza la obra de sanar a enfermos y expulsar demonios. Su obra actual es el juicio y castigo. Pretende corregir el carácter corrupto de la humanidad, salvarnos de la influencia de Satanás, pero yo no amaba la verdad ni valoraba la obra de Dios. No hacía más que exigirle gracia y bendiciones a Dios. En esencia, era un no creyente. Había seguido a Dios durante años, mientras gozaba del riego, el sustento de la palabra de Dios, y Su cuidado y protección, pero no buscaba la verdad ni procuraba retribuir Su amor. Llegué a exigirle cosas irracionales a Dios. Esa clase de búsqueda de mi parte suponía ser enemigo de Dios y, desde luego, habría acabado siendo castigado por Él. Me aterró darme cuenta. No quería continuar por esa senda equivocada, sino confesar y arrepentirme.
Posteriormente, leyendo sobre la vivencia de Job, aprendí aún más. Aprendí a afrontar y pasar por las pruebas cuando tengan lugar. Leí más palabras de Dios: “Job no habló de negocios con Dios, y no le pidió ni le exigió nada. Alababa Su nombre por el gran poder y autoridad de este en Su dominio de todas las cosas, y no dependía de si obtenía bendiciones o si el desastre lo golpeaba. Job creía que, independientemente de que Dios bendiga a las personas o acarree el desastre sobre ellas, Su poder y Su autoridad no cambiarán; y así, cualesquiera que sean las circunstancias de la persona, debería alabar el nombre de Dios. Que Dios bendiga al hombre se debe a Su soberanía, y también cuando el desastre cae sobre él. El poder y la autoridad divinos dominan y organizan todo lo del hombre; los caprichos de la fortuna del ser humano son la manifestación de estos, e independientemente del punto de vista que se tenga, se debería alabar el nombre de Dios. Esto es lo que Job experimentó y llegó a conocer durante los años de su vida. Todos sus pensamientos y sus actos llegaron a los oídos de Dios, y a Su presencia, y Él los consideró importantes. Dios estimaba este conocimiento de Job, y le valoraba a él por tener un corazón así, que siempre aguardaba el mandato de Dios, en todas partes, y cualesquiera que fueran el momento o el lugar aceptaba lo que le sobreviniera. Job no le ponía exigencias a Dios. Lo que se exigía a sí mismo era esperar, aceptar, afrontar, y obedecer todas las disposiciones que procedieran de Él; creía que esa era su obligación, y era precisamente lo que Él quería. Nunca había visto a Dios ni le había oído hablar palabra alguna, emitir mandato alguno, comunicar una enseñanza o instruirlo sobre algo. En palabras actuales, que fuera capaz de poseer semejante conocimiento de Dios y una actitud así hacia Él, aun cuando Él no le había facilitado esclarecimiento, dirección ni provisión respecto a la verdad, era algo valioso; que demostrara estas cosas bastaba para Dios, que elogió y apreció su testimonio. Job nunca le había visto ni oído pronunciar personalmente ninguna enseñanza para él, pero para Dios su corazón y él mismo eran mucho más preciados que esas personas que, delante de Él, solo podían hablar de profundas teorías, jactarse, y departir sobre ofrecer sacrificios, pero nunca habían tenido un conocimiento verdadero de Dios ni le habían temido en realidad. Y es que el corazón de Job era puro, no estaba escondido de Dios, su humanidad era honesta y bondadosa, y amaba la justicia y lo que era positivo. Sólo un hombre así, con un corazón y una humanidad semejante era capaz de seguir el camino de Dios, de temerle y apartarse del mal. Este tipo de hombre podía ver la soberanía, la autoridad y el poder de Dios, a la vez que tenía la capacidad de lograr la obediencia a Su soberanía y a Sus disposiciones. Sólo un hombre así podía alabar realmente el nombre de Dios, porque no consideraba si Él lo bendecía o traía el desastre sobre él, porque sabía que Su mano lo controla todo, y la preocupación del hombre es señal de necedad, ignorancia e insensatez, de dudas hacia la realidad de la soberanía de Dios sobre todas las cosas, y de no temerle. El conocimiento de Job era precisamente lo que Dios quería” (La Palabra, Vol. II. Sobre conocer a Dios. La obra de Dios, el carácter de Dios y Dios mismo II). En las palabras de Dios vi que Job creía que Dios gobernaba todos los asuntos y cosas. Recibiera bendiciones o padeciera calamidades, todo venía de Dios. Cuando fue probado, le arrebataron la riqueza de su familia y a todos sus hijos y él se llenó de llagas malignas, siguió sin quejarse de nada, sino que alabó el nombre de Dios: “Jehová dio y Jehová quitó; bendito sea el nombre de Jehová” (Job 1:21).* En la fe de Job no había transacciones ni exigencias. Alabó la autoridad de Dios porque creía en Su soberanía. Creía que todo lo que hacía Dios era bueno. Job era intrínsecamente honesto y amable, lo que me hizo sentir culpa y vergüenza. En comparación con Job, me faltaban muchas cosas. Job solo conocía a Dios por lo que había oído; no había experimentado el riego y sustento de las palabras de Dios, pero, ante las pruebas, no lo culpó. Recibiera bendiciones o afrontara una hecatombe, era capaz de admitirlo de parte de Dios y someterse. En comparación, yo había comido y bebido muchas palabras de Dios, pero no sabía retribuirle Su amor. Cuando recibía la gracia y las bendiciones de Dios, creía en Su poder y autoridad. Cuando enfermó y murió mi esposa, empecé a dudar del poder y la autoridad de Dios. No me sometía a Dios. Además, discutía con Él. No llevaba a Dios en el corazón y no creía en Su autoridad ni en Sus disposiciones. Vi que mi alabanza a la autoridad y el poder de Dios se basaba en mi evaluación de mis bendiciones y calamidades. No era capaz de someterme incondicionalmente a la autoridad y las disposiciones de Dios. Cuando surgía una dificultad, discutía tanto con Dios que me resistía y pataleaba. En comparación con Job, no tenía la menor humanidad ni razón. Eso le resultaba repugnante e infame a Dios. No quería lastimarlo más. Juré que, sin importar qué situación dispusiera Dios después, me bendijera o padeciera desgracias, seguiría el ejemplo de Job y nunca más negociaría con Dios, con lo que me sometería a Su autoridad y Sus disposiciones. Aunque no alcanzara la verdad y acabara rechazado, no me quejaría. Con el tiempo, ya no me hallaba en una situación tan peligrosa y pude volver a asistir a reuniones. Podía comer y beber las palabras de Dios con los hermanos y hermanas y tener vida de iglesia. Además, la iglesia me dispuso un deber. Ahora estoy contentísimo.
La muerte de mi esposa reveló gran parte de mi rebeldía. El juicio y las revelaciones de las palabras de Dios me permitieron descubrir mi despreciable afán de bendiciones en mi fe. Dejé de invertir esfuerzos en esa senda equivocada. Asimismo, logré entender que mi esposa murió porque había acabado su ciclo vital. Por afrontarlo correctamente, el dolor desaparece. Lo que he de hacer ahora es buscar diligentemente la verdad y transformar mi carácter. Reciba bendiciones o padezca desgracias, debo escuchar las palabras de Dios y someterme a Su autoridad y Sus disposiciones.