Después de mi arresto

27 Mar 2025

Por Wang Le, China

Un día de noviembre de 2002, al mediodía, estaba en casa haciendo la comida cuando, de repente, oí que alguien llamaba con fuerza a la puerta. Abrí la puerta y vi a cuatro hombres y una mujer de pie afuera. Uno de ellos se acercó y me preguntó: “¿Eres Wang Le? ¿Crees en Dios Todopoderoso?”. Antes de que pudiera responder, me mostró su identificación y dijo: “Somos de la Oficina de Seguridad Pública. Alguien nos avisó que crees en Dios Todopoderoso y que eres una líder de la iglesia. Hemos venido a investigar”. Antes de que pudiera responder, los cinco irrumpieron en mi casa y comenzaron a rebuscar en el patio y las habitaciones. Encontraron un recibo de una ofrenda de 50 yuanes, un ejemplar de La Palabra manifestada en carne, dos cintas de vídeo y una grabadora pequeña. Me dijeron con dureza: “¡Esto es evidencia!”. Después de decir esto, me metieron a la fuerza en una patrulla policial y me llevaron a la comisaría.

Allí, los policías me llevaron a una sala de interrogatorios en el segundo piso y me esposaron con las manos colgando de la tubería de un radiador, de modo que solo podía pararme en la punta de los pies. Tenía todo el peso del cuerpo en las muñecas, que me comenzaron a doler de forma insoportable. Oí que un policía dijo: “Esta vez atrapamos a una líder”. Se me hizo un nudo en la garganta y pensé: “Saben que soy líder, así que seguro que me torturarán para sacarme información sobre mis hermanos y hermanas. ¿Qué pasará si no soy capaz de soportar la tortura?”. No me atreví a pensarlo por más tiempo y oré de inmediato a Dios para pedirle que me diera fe y sabiduría, y para que me ayudara a mantenerme firme en mi testimonio. Me dejaron colgada así por más de cuatro horas, sin poder apoyar los pies en el suelo y con las esposas cada vez más apretadas. Se me estrujaron las manos hasta volverse negras y moradas, y el dolor era insoportable. Las piernas también se me hincharon y adormecieron. Sentí que apenas podía resistir y comencé a sentirme débil, sin saber cuánto tiempo más me dejarían allí colgada. No me atrevía a dejar que mi corazón se apartara de Dios ni por un instante. Pensé en estas palabras de Dios: “Sin embargo, debo dejar claro que ya no seré misericordioso con los que no me mostraron la más mínima lealtad durante los tiempos de tribulación, ya que Mi misericordia llega solo hasta allí. Además, no me siento complacido hacia aquellos quienes alguna vez me han traicionado, y mucho menos deseo relacionarme con los que venden los intereses de los amigos. Este es Mi carácter, independientemente de quién sea la persona. Debo deciros esto: cualquiera que quebrante Mi corazón no volverá a recibir clemencia, y cualquiera que me haya sido fiel permanecerá por siempre en Mi corazón(La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Prepara suficientes buenas obras para tu destino). Las palabras de Dios me hicieron darme cuenta de que Su carácter no tolera ofensa y que, si traicionaba a mis hermanos y hermanas y a Dios, nunca recibiría Su perdón y seguramente me aborrecería y descartaría. Me propuse que, por mucho que me torturara la policía, ¡nunca me convertiría en una judas!

Alrededor de las 7 p. m., la cabeza me daba vueltas, sentía un dolor insoportable en todo el cuerpo y me costaba respirar. Los policías vieron que estaba a punto de desplomarme y finalmente me soltaron uno de los brazos para que finalmente pudiera apoyar los pies. En ese momento, un agente de policía me gritó: “Muy bien, dilo de una vez, ¿a quién fue a parar el dinero de la ofrenda de la iglesia? ¿Dónde vive la persona que aparece en el recibo?”. Al ver que no le decía nada, siguió hablando: “Aunque no hables, ya hemos investigado todo sobre ti. ¡Te hemos estado siguiendo e investigando durante bastante tiempo!”. Luego, tomó una hoja de papel de la mesa y leyó en voz alta el tiempo que llevaba creyendo en Dios, el lugar donde vivía y los deberes que realizaba, así como otra información. Pensé: “¿Cómo saben tanto? ¿Algún judas me habrá traicionado?”. Esta idea me puso muy nerviosa, bajé la cabeza de inmediato y pensé en cómo responder. El oficial me miró fijamente y me mostró una foto para preguntarme si conocía a la persona en la foto. Miré de reojo y dije: “No conozco a ese hombre”. Él dijo con una sonrisa falsa: “¿Estás segura de que no lo reconoces? ¿Sabes quién te delató hoy? Es la persona de la foto”. Vi que el de la foto era una persona malvada que la iglesia había expulsado. Luego, el oficial mencionó el nombre de otra hermana para preguntarme si la conocía y le dije que tampoco la reconocía. El oficial se enfureció y dijo: “Déjame decirte algo. Aunque no nos cuentes nada, los materiales religiosos que encontramos en tu casa y los testigos que tenemos nos bastan para condenarte a tres años de reeducación por el trabajo. Te estamos dando la oportunidad de confesar. Cuanto antes confieses, ¡antes podrás irte a casa!”. En ese momento, una oficial de policía hizo una señal para que me soltaran el otro brazo que aún tenía suspendido y, con una falsa expresión de preocupación, me dio un vaso de agua, me tomó de la mano y dijo: “Cariño, sentémonos en el sofá y charlemos. Vi que tus dos hijos son muy adorables y que aún están en una etapa de crecimiento. Como madre, tienes que cumplir con tus responsabilidades y asegurarte de que tengan comidas nutritivas, ya que sus estudios se verán afectados si no comen bien. Las madres llevamos una gran carga sobre los hombros. Tu esposo es un buen hombre que se rompe el lomo para ganar dinero y te permite quedarte en casa para cuidar de los niños. ¿Cómo puedes soportar descuidar a unos hijos tan buenos? ¿No te sientes en deuda con ellos?”. Las palabras de la oficial me debilitaron un poco y sentí que no había cuidado bien de mis hijos y que realmente estaba en deuda con ellos. Al ver que no decía nada, la oficial se me acercó, me dio unas palmaditas en el hombro y dijo: “Cariño, lo mejor sería que confieses. Cuéntanos lo que sabes y te enviaremos ya mismo a casa para que puedas volver a cuidar de tus hijos”. También dijo: “No comprendes la ley, así que puede que pienses que confesar te podría implicar más, pero no es así en realidad. Mientras nos cuentes lo que sabes, podemos solamente registrar tu declaración y podrás irte a casa”. Pensé: “Todo esto no son más que mentiras y engaños. Solo lo dices para que traicione a Dios, pero ¡a mí no me engañarás! Sin embargo, si realmente me terminaban por condenar a tres años de reeducación por el trabajo, ¿qué pasará con mis hijos? Todavía son tan pequeños. ¿Cómo harán para vivir sin que yo cuide de ellos?”. Esos pensamientos me hicieron sentir bastante angustiada, así que oré en silencio a Dios. Recordé estas palabras de Dios: “¿Quién puede en verdad esforzarse verdadera y enteramente por Mí y ofrecer su todo por Mi bien? Todos sois tibios, vuestros pensamientos dan vueltas y vueltas, pensáis en el hogar, en el mundo exterior, en la comida y en la ropa. A pesar de que estás aquí, delante de Mí, haciendo cosas para Mí, en el fondo, sigues pensando en tu esposa, tus hijos y tus padres, que están en casa. ¿Son todas estas cosas tu propiedad? ¿Por qué no las encomiendas a Mis manos? ¿No tienes suficiente fe en Mí? ¿O es que tienes miedo de que Yo haga disposiciones inapropiadas para ti?(La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Declaraciones de Cristo en el principio, Capítulo 59). Sí, Dios tiene soberanía sobre todas las cosas. Dios ya había predeterminado el porvenir y el sufrimiento de mis hijos y no hay nadie que pueda cambiarlos. Tenía que encomendar a mis hijos en las manos de Dios. ¡Era verdaderamente despreciable que la policía utilizara mis afectos para tentarme a traicionar a Dios! Este entorno era una prueba de Dios, donde Él observaba las decisiones que yo tomaba. También era una oportunidad para que diera testimonio de Dios y tenía que mantenerme firme en mi testimonio para satisfacerlo. Al darme cuenta de esto, oré en silencio a Dios: “¡Dios mío! Estoy dispuesta a encomendar totalmente a mis hijos en Tus manos. Te ruego que me ayudes a superar la debilidad de la carne y a mantenerme firme en mi testimonio para humillar a Satanás”. Después de orar, gané fe y, por mucho que la policía intentara tentarme, permanecí en silencio. Al ver que no decía nada, la expresión de la oficial cambió al instante. Me levantó del sofá de un tirón, me miró con furia y dijo: “He intentado ser amable, pero no has querido escuchar. ¡Te has cavado tu propia fosa! ¡Ahora verás cómo te hago hablar!”. Tras decir esto, comenzó a arrastrarme por el suelo, tirándome del pelo e insultándome: “¡Parece que estás pidiendo a gritos que te den una paliza!”. En ese momento, un oficial levantó un libro de las palabras de Dios y me lo estampó en la cara, insultándome con cada golpe: “¡Habla de una vez! ¿Cuántos años has sido líder? ¿A quién fueron a parar las ofrendas de la iglesia? Dinos lo que sabes. Si no confiesas, me aseguraré de que pases el resto de tu vida en prisión ¡y nunca volverás a ver a tu esposo ni a tus hijos!”. Respondí con serenidad: “No sé de qué están hablando”. La expresión del oficial se endureció y me dio un puñetazo en la mejilla. Luego comenzó a golpearme la cara como un loco. Perdí la cuenta de las veces que me abofeteó. Se me aflojó un diente, me corría sangre por la nariz y de la comisura de los labios, y la cabeza me zumbaba y la tenía hinchada. Me sentía mareada y desorientada, estaba tambaleante y apenas conseguía apoyarme contra la pared para mantenerme en pie. Sentí que no podría soportarlo mucho más tiempo y pensé: “Si esto sigue así, ¿me acabarán matando a golpes? Aunque no me maten, si me dejan lisiada, ¿cómo viviré el resto de mi vida? ¿Tal vez debería decirles algo sin importancia?”. Pero justo cuando estaba a punto de hablar, de repente, pensé en el sino de Judas por haber traicionado al Señor Jesús. Sentí miedo y oré de inmediato a Dios: “Dios, mi carne es tan débil. Te ruego que protejas mi corazón, me des fe y fortaleza, y me guíes para mantenerme firme en mi testimonio”. Después de orar, pensé en un himno llamado “Anhelo ver el día de la gloria de Dios”: “Llevo la exhortación de Dios en el corazón y nunca me arrodillaré ante Satanás. Aunque nos corten la cabeza y corra la sangre, el pueblo de Dios no perderá el coraje. Daré un rotundo testimonio de Dios y humillaré a los diablos y a Satanás. Dios predestina el dolor y las adversidades. Le seré fiel y me someteré a Él hasta la muerte. Nunca más haré que Dios llore ni se preocupe. Ofrendaré mi amor y lealtad a Dios y completaré mi misión para glorificarlo(Seguir al Cordero y cantar nuevos cánticos). Este himno me dio fe y fortaleza. No podía ser una debilucha cobarde. Este sufrimiento era una bendición de Dios y, por mucho que me torturara la policía, me mantendría firme en mi testimonio ¡y nunca me rendiría a Satanás! Sentí que Dios estaba justo a mi lado, me ayudaba y me guiaba en todo momento, y que era mi roca. Mi corazón se conmovió profundamente. El policía vio que no iba a decir nada, así que me dio una fuerte patada en la parte baja de la espalda, lo que me hizo gritar de dolor. Sentí como si se me hubiera roto la cadera. Me acurruqué en el suelo, incapaz de moverme. A través del dolor, miré con ira al policía y dije: “Creo en Dios solo para perseguir la verdad y ser una buena persona. No he hecho nada ilegal, así que ¿por qué me golpean de esta manera?”. El oficial dijo entre dientes: “Te golpeo porque crees en Dios Todopoderoso. Hasta mirarte es detestable. ¡Tú y tu gente son todos criminales políticos!”. Dije: “Nuestra fe solo consiste en reunirnos y leer las palabras de Dios. No nos involucramos en política para nada. No hacen caso a los que consumen drogas y a los que timan y estafan a los demás, pero persiguen a los que creemos en Dios. ¿Acaso existe la ley?”. El agente respondió: “Los adictos y estafadores solo actúan por sus propios intereses, pero ustedes son diferentes. Si no los arrestamos, y las personas los siguen a ustedes y creen en Dios, ¡ya nadie escuchará al Partido Comunista!”. En ese momento, el capitán de la Brigada de Seguridad Nacional me señaló con el dedo y dijo al resto de los oficiales: “Si no confiesa, no habremos completado nuestra misión y no recibiremos nuestras bonificaciones. No podemos permitirle que se salga con la suya. ¡Sigan atizándola hasta que hable!”. A continuación, dos oficiales comenzaron a darme puñetazos en la cara y me hicieron un corte en el labio que sangraba profusamente. Me siguieron golpeando e increpando: “Si no confiesas, te daré tal paliza que te dejaré ciega, sorda, muda ¡y lisiada de por vida! ¡Haré que desees estar muerta!”. Después de más de diez minutos, los dos oficiales que me habían estado atizando ya estaban exhaustos y se sentaron jadeando en el sofá a fumar. Entonces, se pusieron a hablar de mi esposo y mis hijos para tratar de persuadirme y me amenazaron con que, si no confesaba, me condenarían a cadena perpetua. Pensé: “La duración de mi condena no depende de ustedes, sino que está en las manos de Dios. Incluso si me condenan a cadena perpetua, ¡debo mantenerme firme en mi testimonio!”. Ya entrada la noche, los policías aún no me habían sacado ninguna información sobre la iglesia, así que salieron de la sala de interrogatorios desalentados. Ese día me torturaron durante más de diez horas, sin darme una gota de agua para beber ni un bocado de comida. Tenía todo el cuerpo débil y dolorido, y no tenía fuerzas en las piernas para pararme. Más tarde, esa misma noche, dos oficiales me arrastraron hasta un coche y me transportaron a un centro de detención.

Para cuando llegamos, ya eran las 2 a. m. El policía dijo a las oficiales de guardia que yo era miembro del Relámpago Oriental y ordenó a la líder de las presas que “me cuidara bien”. Cuando llegué a la celda, una de las oficiales susurró algo que no alcancé a oír a la líder de las presas, quien gritó para despertar al resto de las reclusas que estaban durmiendo y me tiró al suelo. Ella les gritó: “¡Denle una paliza! Es miembro del Relámpago Oriental”. Seis reclusas se lanzaron sobre mí. Algunas me dieron patadas y otras me tiraron del pelo. Lo único que pude hacer fue cubrirme la cabeza con las manos, hacerme una bola y dejar que me azotaran. La líder de las presas se quedó parada a un lado y me increpaba: “¿Por qué te uniste al Relámpago Oriental? ¿Por qué tu Dios no viene a salvarte? Si dejas de creer en Dios, dejaremos de atizarte”. Azotada y retorciéndome en el suelo, me di cuenta de que, cuando el policía le dijo a la líder de las presas que “me cuidara bien”, realmente le había dicho que me torturara. ¡Odiaba a esos diablos desde el fondo del corazón! Me vapulearon durante más de media hora y, luego, la líder de las presas me hizo sentarme junto al inodoro para hacer el turno de noche. Me habían torturado tan brutalmente que ni siquiera tenía fuerzas para levantar la cabeza. Solo pude moverme lentamente y recostarme contra la pared del inodoro. Justo cuando comenzaba a dormitar, oía que la gente se levantaba para usar el baño de vez en cuando. Algunas me propinaban patadas después de orinar. El hedor del inodoro me daba ganas de vomitar. Desde niña, mis padres siempre habían sido muy cariñosos conmigo y, después de casarme, mi esposo había sido bueno conmigo. Nadie me había tratado nunca de esa manera. Solo por creer en Dios, me estaban sometiendo a esa tortura y humillación abyectas. Me sentí profundamente agraviada. No sabía si me seguirían dando palizas, cuánto tiempo tendría que quedarme en ese lugar o si sería capaz de soportarlo. Cuanto más lo pensaba, peor me sentía y no podía evitar romper en llanto. En ese momento, pensé en el himno “Busca amar a Dios sin importar lo mucho que sufras”: “Durante estos últimos días debéis dar testimonio de Dios. No importa qué tan grande sea vuestro sufrimiento, debéis caminar hasta el final e, incluso hasta vuestro último suspiro, debéis seguir siendo fieles a Dios y estar a merced de Su instrumentación; solo esto es amar verdaderamente a Dios y solo esto es el testimonio firme y rotundo(La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Solo al experimentar pruebas dolorosas puedes conocer la hermosura de Dios). Al reflexionar sobre las palabras de Dios, me di cuenta de que, cuando no me habían perseguido ni arrestado, siempre había sentido que mi fe en Dios era muy fuerte y siempre había estado al frente de todo en la iglesia. Cuando cumplía mis deberes, podía soportar sufrimientos que otros no podían padecer y siempre pensaba que era la persona que más amaba a Dios. Pero, ahora que me habían arrestado y torturado, vi la escasa estatura que tenía. Al menor sufrimiento y humillación, ya había querido escaparme de ese entorno, lo que demostraba que no era obediente y tenía muy poca fe en Dios. También recordé que, cada vez que me sentía débil, Dios usaba Sus palabras para guiarme y orientarme, lo que me ayudaba a discernir las tramas de Satanás una y otra vez. El amor de Dios es verdaderamente grande. Tomé una decisión: “¡Mientras respire, jamás me rendiré a Satanás!”.

Al amanecer de la mañana siguiente, la líder de las presas se levantó, fue al baño, me dio una patada y me dijo que me levantara y lo limpiara. Después de que la policía me torturara durante más de diez horas, me dolía todo el cuerpo y ni siquiera tenía fuerzas para hablar, mucho menos para limpiar el baño. Al ver que no me movía, la líder de las presas llamó a las otras reclusas para que me dieran otra paliza. Me tiraron al suelo a golpes y casi perdí la consciencia. Una reclusa condenada por asesinato dijo con crueldad: “No se lo pongan tan fácil. ¡Hay que obligarla a que se levante y limpie el baño!”. Tras decir eso, algunas de las reclusas me arrastraron hasta el baño y me forzaron a poner las manos dentro del inodoro. Cuando miré dentro, vi que el inodoro estaba lleno de heces y el hedor repugnante me hizo sentir náuseas y vomitar. Las presas se pararon a un lado, tapándose la nariz y riéndose a carcajadas. Su risa era espeluznante y aterradora. Sonaba como si viniera del infierno. Su humillación no se acabó allí. La asesina me agarró del brazo y me obligó a lavar el inodoro con las manos, mientras me advertía: “¡Te voy a matar a golpes si no dejas este baño impecable! ¡A nadie le importa si una creyente como tú muere a golpes aquí!”. Después de limpiar el inodoro, me obligaron a arrodillarme en el suelo y a fregar el piso. Apenas terminé de fregar la parte del frente de la celda, la líder de las presas volvió a ensuciar a propósito el área que acababa de limpiar y me ordenó: “Friégala de nuevo. Si no está limpia, ¡ni sueñes con comer algo!”. No tuve otra opción que volver a fregarla de nuevo. A la hora de la comida, justo cuando estaba a punto de tomar un bollo al vapor, la líder de las presas me lo arrebató, lo rompió en pedazos y los tiró al suelo. Luego, los pateó mientras decía: “¿Si no confiesas, crees que te mereces comer bollos? ¡Lo único que te mereces es morir de hambre!”. Así siguieron las cosas. Las reclusas me obligaban a limpiar el baño y a fregar el suelo todos los días y, por la noche, no me dejaban dormir.

A la mañana del cuarto día, el policía vino a interrogarme de nuevo. Era pleno invierno y, apenas entré en la sala de interrogatorios, el policía me quitó la chaqueta acolchada que tenía puesta y dijo con violencia: “Si no confiesas, ¡hoy vamos a hacer que te mueras de frío!”. Solo llevaba un suéter delgado y no paraba de temblar. El oficial me arrastró hasta la pared y me colgó del radiador, y quedé con las puntas de los pies apenas tocando el suelo. Después de aproximadamente una hora, entró el capitán de la Brigada de Seguridad Nacional, me bajó del radiador, sonrió y dijo: “Yo nunca golpeo a las personas. Quiero que vengas y me cuentes la verdad. ¿Escribirás tu confesión o quieres dictármela? Estos días, hemos investigado tu situación de nuevo. Eres una líder y ahora tenemos testigos y pruebas que lo demuestran, pero queremos que tú misma lo admitas. Si confiesas, te enviaremos de regreso a casa con tu familia de inmediato”. Una oficial de policía también se sentó frente a mí, les siguió la corriente y dijo: “Fuimos a tu casa. Tu esposo estaba destrozado y tus hijos estaban llorando porque extrañan a su mamá. ¿Cómo puedes abandonarlos como madre? ¿Eres digna de serlo? Es mejor que te des prisa y nos cuentes lo que pasa en la iglesia, así te enviamos ya mismo a casa para que te reúnas con tu familia”. Las cosas que dijo la policía me hicieron sentir muy en conflicto. “¿Debería limitarme a confesar para poder ir a casa y cuidar de mis hijos?”. Luego pensé en el final de Judas y me di cuenta de que esta era una trama de Satanás. La policía estaba tratando de usar mis afectos para hacerme traicionar a Dios. ¡Sus métodos eran verdaderamente despreciables! Que no pudiera cuidar de mis hijos ni cumplir con mis responsabilidades como madre era exclusivamente por su culpa. Cumplir con mi deber y creer en Dios es algo perfectamente natural y justificado. No había hecho nada ilegal, pero ellos me habían arrestado y torturado sin ninguna razón válida, y ahora pretendían ser buenas personas y decían que no era una buena madre porque no cuidaba de mis hijos. ¡Estaban distorsionando los hechos y no estaban llamando a las cosas por su nombre! Mis hijos eran mi talón de Aquiles, así que tenía que orar más y confiar en Dios. No podía traicionar a Dios por mis afectos y convertirme en una judas sin conciencia. Al ver que no decía nada, el capitán de la Brigada de Seguridad Nacional me habló en un tono muy amable: “¿Vale la pena sufrir por tu fe en Dios Todopoderoso? Otras personas ya nos han informado que crees en Dios; ¿no es de necios negarse a confesar y seguir encubriendo a los demás?”. Dije con firmeza: “Lo que hayan dicho o dejado de decir no tiene nada que ver conmigo. ¡No sé nada ni conozco a nadie!”. Apenas lo dije, el capitán estrelló el puño contra la mesa, furioso. “Si no confiesas, realmente te condenarán a tres años de reeducación por el trabajo. Te arrestamos para cambiarte, así que deja de insistir en hacer lo incorrecto. ¡Date prisa y confiesa lo que sabes! Todo lo que has comido y bebido hoy te lo ha proporcionado el Partido Comunista, ¿no es cierto?”. Al oír esto, le rebatí con severidad: “El Dios en quien creemos es el único Dios verdadero que creó el cielo, la tierra y todas las cosas. Dios gestiona las cuatro estaciones de primavera, verano, otoño e invierno. Todo lo que comes y bebes lo proporciona Dios, ¿no es cierto? Sin la provisión y el sustento de la creación de Dios para la humanidad, ¿podrías haber vivido hasta ahora?”. Apenas terminé de hablar, la ira le ensombreció el rostro. Me señaló con el dedo y dijo entre dientes: “Hoy te he dicho muchísimas cosas y no has escuchado ni una sola palabra. ¡Eres realmente irredimible!”. Al final, se marchó enfurecido. Poco después, vinieron dos policías más y me colgaron de nuevo del radiador apenas entraron. Uno de ellos me empezó a golpear la espalda con una porra eléctrica. Por instinto, trataba de esquivar los golpes, pero cada movimiento hacía que los dientes de las esposas se me clavaran en la piel, lo que me causaba un dolor insoportable. El policía me increpó mientras me apaleaba: “¿Todavía quieres hacerte la mártir? Aunque hoy no te matemos a golpes, ¡te condenaremos a cadena perpetua!”. Luego, me agarró del cabello y me estrelló la cabeza contra la pared. El impacto me dejó aturdida y desorientada, y enseguida se me formó un chichón grande en la frente y se me hincharon terriblemente los ojos. Después, volvió a agarrarme del cabello y empezó a golpearme como si fuera un saco de arena. Grité de dolor y sentía como si me estuvieran rompiendo los huesos y se me cerrara el pecho, lo que me dificultaba respirar. Mientras me golpeaba, me insultaba: “Te han llenado la cabeza de Dios. Vamos a ver si tu boca es más dura que mis puños. De una manera u otra, ¡hoy te vamos a hacer hablar!”. Cuando dijo esto, me dio un fuerte puñetazo en la cabeza, todo se puso negro y perdí el conocimiento al instante. No sé cuánto tiempo pasó hasta que volví a despertar. El oficial de policía me gritó: “¿Sigues fingiendo estar muerta? Si no confiesas, ¡te sacaré afuera y te daré de comer a los perros guardianes!”. Sabía que mi vida o mi muerte estaban en manos de Dios. Sin el permiso de Dios, la policía no podía hacerme nada. Incluso si torturaba mi cuerpo y me quitaba la vida, mi alma estaba en las manos de Dios. Ese pensamiento me hizo sentir menos temerosa. Tomé la decisión: “Aunque me maten a golpes, me mantendré firme en mi testimonio. ¡Nunca seré una judas!”.

Me colgaron del radiador durante tres días y tres noches. Como había estado colgada tanto tiempo, se me hincharon las piernas y los pies. El dolor que sentía desde la cintura hasta las piernas se volvió insoportable, así que oré a Dios: “¡Dios, no sé cuánto más puedo aguantar! Me preocupa no poder soportar esta tortura. ¡Dios! Te ruego que me quites la vida. Prefiero morir antes que convertirme en una judas”. Después de orar, sentí un escalofrío en todo el cuerpo. Mis piernas y pies perdieron la sensibilidad y ya no sentí ningún dolor. Fui testigo de las obras milagrosas de Dios, ya que Él eliminó mi dolor, así que seguí agradeciéndole en mi corazón. A la mañana siguiente, cuando la policía vio que aún no decía nada, me gritaron: “¿Cuánto más crees que puedes aguantar? Mírate la cara. ¡La tienes tan hinchada que ni siquiera pareces humana! Para no traicionar a la iglesia, estás pasando por todo esto y has abandonado a tu esposo y a tus hijos. ¿De verdad crees que vale la pena?”. Añadió: “Una cosa es que no te importe tu propia vida, pero piensa en tus hijos y tu esposo. Ellos están esperando que vuelvas a casa. Solo confiesa con sinceridad y ya no tendrás que sufrir este dolor nunca más”. Al oír esas palabras, sentí una profunda rabia y pensé: “Está claro que son ustedes los que me impiden creer en Dios, me arrestan, dividen a mi familia y me hacen imposible regresar a casa. Hasta me torturan para atormentarme y luego me acusan de abandonar a mis hijos y a mi esposo en pos de mi fe. ¡Es una completa inversión de la verdad! Son como un ladrón que grita: ‘¡Detengan al ladrón!’”. Recordé lo que Dios dijo: “Durante miles de años, esta ha sido la tierra de la suciedad. Es insoportablemente sucia, la miseria abunda, los fantasmas campan a su antojo por todas partes; timan, engañan, y hacen acusaciones sin razón; son despiadados y crueles, pisotean esta ciudad fantasma y la dejan plagada de cadáveres; el hedor de la putrefacción cubre la tierra e impregna el aire; está fuertemente custodiada. ¿Quién puede ver el mundo más allá de los cielos? […] ¿Antepasados de lo antiguo? ¿Amados líderes? ¡Todos ellos se oponen a Dios! ¡Su intromisión ha dejado todo lo que está bajo el cielo en un estado de oscuridad y caos! ¿Libertad religiosa? ¿Los derechos e intereses legítimos de los ciudadanos? ¡Todos son trucos para tapar el pecado!(La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. La obra y la entrada (8)). El Partido Comunista afirma que defiende la libertad de culto, pero, en China, reprime, arresta y persigue despiadadamente a los cristianos, con el objetivo de destruir la obra de Dios, de hacer que la gente no crea en Él ni lo adore y de controlar a todos para que obedezcan al partido y, en última instancia, mueran junto con él. Tras experimentar la crueldad y la tortura del Partido Comunista, vi su verdadera esencia perversa. Es un demonio que se opone a Dios y hiere a las personas, por lo que desarrollé un profundo odio hacia él. Decidí rebelarme y rechazar por completo al gran dragón rojo. Ese pensamiento me hizo olvidar el dolor en las muñecas y deseé con ansias poder arrodillarme y abrir mi corazón a Dios. En ese momento, mi cuerpo se desplomó de repente y, de milagro, las esposas se abrieron. Me arrodillé en el suelo, llorando y orando en silencio: “¡Dios! He visto Tus obras maravillosas. Aunque mi carne es débil, Tú siempre has estado a mi lado para velar por mí y protegerme. ¡Tu amor es tan real!”. El capitán de la Brigada de Seguridad Nacional se quedó atónito al ver esto. Cuando terminé de orar, justo cuando dos policías estaban a punto de acercarse para volver a ponerme las esposas, el capitán gritó, nervioso: “¡No se muevan, den un paso atrás!”. Los dos policías estaban tan asustados que no se atrevieron a moverse. Entonces, el capitán ordenó: “Está orando y nos está maldiciendo; ¡den un paso atrás, rápido!”. Los dos agentes retrocedieron un poco y se quedaron allí parados, sin atreverse a moverse, y me miraron perplejos. La habitación permaneció en silencio durante una media hora. Más tarde, uno de los oficiales recogió las esposas y preguntó: “¿Cómo se abrieron? ¿Podría existir realmente el Dios en el que cree? ¡Las esposas no están rotas! No me lo puedo creer. ¡Vamos a ponerle otro par de esposas y a colgarla de nuevo!”. Tras decir esto, me volvieron a esposar y me dejaron colgada. A continuación, los dos oficiales empujaron mi cuerpo como si fuera un columpio y, con cada balanceo, las esposas se me clavaban en la carne. Sentía un dolor punzante como si me estuvieran desgarrando las manos y no pude evitar gritar. Los oficiales se quedaron parados a un lado, sonrieron con sorna y dijeron: “¿Todavía estás llorando? ¿No se supone que tu Dios hace milagros? ¿Aún sientes dolor? ¡Hoy te vamos a romper los brazos!”. Al ver cómo esos diablos disfrutaban atormentando a la gente, dejé de llorar y decidí: “¡Aunque me torturen hasta la muerte, debo mantenerme firme en mi testimonio!”. Al final, los policías vieron que no me sacaban nada con los interrogatorios y dijeron desalentados: “La hemos interrogado durante tres días y tres noches y no le hemos sacado nada. Como ya está medio muerta, ¡démosle tres años de reeducación por el trabajo!”. Entonces, la policía me llevó de vuelta al centro de detención.

De vuelta en la celda, las presas se quedaron atónitas al ver la paliza que me habían dado y murmuraban entre ellas con incredulidad: “¿Cómo han podido atizar a alguien así? Nosotras, que somos asesinas y adictas, nos merecemos estas golpizas, pero ella es solo una creyente, no ha hecho nada ilegal y le dan semejante paliza. ¡Qué lugar tan horrible es este mundo!”. Una reclusa me dijo: “Tienes muchas agallas para creer en Dios. Por tus palabras y actos, está claro que eres una buena persona. Yo he matado a gente, así que nunca tendré la oportunidad de creer en Dios en esta vida, pero, en la próxima, también creeré en Dios y seré una buena persona”. Al escuchar a las reclusas decir estas cosas, supe que no era por mi propia bondad, sino por el efecto de las palabras de Dios que me guiaban.

La policía no pudo sacarme nada en los interrogatorios así que, en última instancia, me condenó a tres años de reeducación por el trabajo. Cuando supe que tenía que cumplir una condena de tres años más, me sentí muy débil. No sabía cuándo terminaría todo eso, así que oré a Dios para pedirle que me guiara para mantenerme firme en mi testimonio. Pensé en un himno de las palabras de Dios titulado “Solo quienes tienen una fe auténtica obtienen la aprobación de Dios”: “Cuando Moisés golpeó la roca y brotó de ella el agua conferida por Jehová, fue gracias a su fe. Cuando David tocó la lira para alabarme, a Mí, Jehová —con el corazón lleno de alegría— fue gracias a su fe. Cuando Job perdió su ganado que llenaba las montañas y enormes cantidades de riqueza y su cuerpo se cubrió de dolorosas llagas, fue debido a su fe. Cuando él pudo escuchar Mi voz, la voz de Jehová, y ver Mi gloria, la gloria de Jehová, fue gracias a su fe(La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. La verdadera historia de la obra de conquista (1)). Pensé en Job, David y Moisés, quienes vieron las obras maravillosas de Dios gracias a su fe. Hoy, yo padecía esas adversidades debido a mi fe en Dios. Dios las había permitido y yo estaba dispuesta a someterme y experimentarlas.

En junio de 2003, la policía me transfirió al campo de trabajo. Durante mi estadía en el campo de trabajo, me levantaba todas las mañanas a las 5 a. m., trabajaba entre diecisiete y dieciocho horas al día y a menudo tenía que trabajar horas extras hasta las dos o tres de la madrugada. Si no trabajaba bien, me hacían quedarme parada como castigo, alargaban mi sentencia y no podía descansar hasta terminar el trabajo. Cada noche, antes de ir a dormir, tenía que memorizar las reglas del campo y no me dejaban dormir si no podía memorizarlas. Las horas interminables de trabajo físico agotador, combinadas con el estrés mental, hacían que me sintiera mareada todos los días y, con mi presión arterial alta, me dolía a menudo el corazón, me daba pánico cuando me sobresaltaban y tenía una hernia de disco. Estaba sumida en un dolor muy intenso, pero la policía solo me daba algún medicamento antes de obligarme a continuar trabajando. Éramos como esclavos en el campo de trabajo, estábamos completamente a su merced y no teníamos derechos humanos ni libertades. Lo único que me consolaba era que había más de diez hermanas en el campo de trabajo que creían en Dios y, a menudo, nos pasábamos notas a escondidas para compartir canciones y las palabras de Dios para animarnos mutuamente. Una hermana me pasó una carta a hurtadillas y, cuando vi la carta de los hermanos y hermanas y las palabras de Dios copiadas a mano, me sentí realmente reconfortada y conmovida. Leí este pasaje de las palabras de Dios: “Que Pedro haya podido seguir a Jesucristo, fue debido a su fe. Que pudiera ser clavado en la cruz por Mí y dar testimonio glorioso de Mí, también fue debido a su fe. Cuando Juan vio la imagen gloriosa del Hijo del hombre, fue debido a su fe. Cuando vio la visión de los últimos días, fue, aún más, a causa de su fe(La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. La verdadera historia de la obra de conquista (1)). Me conmovió tanto que no pude evitar llorar. Dios conocía mis debilidades y, aún más, las necesidades de mi alma. Él había dispuesto que la hermana me enviara esa carta para animarme y ayudarme, y me estaba guiando y orientando con Sus palabras para darme fe y fortaleza. Sentí lo inmenso que es verdaderamente el amor de Dios y el sufrimiento dejó de parecerme tan terrible como antes.

En septiembre de 2005, me pusieron en libertad y regresé a casa. Debido a la tortura que había padecido, desarrollé una grave cardiopatía y tenía la presión arterial alta. En los días lluviosos, me dolían muchísimo los brazos, la cintura y las piernas. Debido al uso prolongado de las esposas en las muñecas, aún no podía levantar objetos pesados. Aunque me liberaron de la cárcel después de cumplir mi condena, la policía no dejó de enviar personas para seguirme y monitorearme, y hacía que mis familiares y vecinos me vigilaran todo el tiempo. De vez en cuando, enviaban gente a mi casa para preguntar si aún creía en Dios y, si no estaba en casa, preguntaban adónde había ido. No podía cumplir mis deberes con normalidad ni asistir a reuniones, lo que me causaba mucho estrés. Haber sido personalmente arrestada y perseguida por el Partido Comunista me mostró lo despreciable y cruel que es y me permitió reconocer con claridad su esencia diabólica de resistirse a Dios y odiarlo. Lo detesto y rechazo desde lo más profundo de mi corazón. Al mismo tiempo, doy gracias a Dios por guiarme paso a paso para desentrañar las tramas de Satanás, lo que fortaleció mi fe y me permitió superar el daño que me infligieron los demonios y salir con vida del cubil de los diablos. Probé verdaderamente el amor y la salvación de Dios, y estoy decidida a esforzarme al máximo para cumplir bien con mis deberes y retribuir Su amor.

Ahora ya han aparecido varios desastres inusuales, y según las profecías de la Biblia, habrá desastres aún mayores en el futuro. Entonces, ¿cómo obtener la protección de Dios en medio de los grandes desastres? Contáctanos, y te mostraremos el camino.

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