68. El dolor provocado por la reputación y el estatus
En marzo del año pasado me ascendieron a líder de grupo, responsable de la labor de riego de varios grupos. Entonces pensé que, como me habían elegido líder de grupo, debía tener más aptitud que mis hermanos. Estaba muy contenta, pero también preocupada. Nunca había sido responsable de ningún trabajo; si no sabía resolver los problemas de mis hermanos ni gestionar el trabajo, ¿qué opinarían de mí mis hermanos? Sería toda una vergüenza ser relevada por no saber ocuparme del deber. Pese a estar un poco preocupada, sabía que era una comisión de Dios, que debía aceptarla y someterme, así que acepté el deber. Al ver que aún no me familiarizaba con el puesto, mi compañera me dio solo dos grupos. Me ponía muy nerviosa de pensar que tenía que reunirme con los demás hermanos. Antes, mi principal deber fue el riego. Si mi enseñanza era algo superficial o no cumplía bien con el deber, se consideraba bastante normal. Sin embargo, ahora era líder de grupo y debía enseñar la verdad para corregir los estados de mis hermanos, y debía ayudarlos en cualquier problema o dificultad que tuvieran en el deber. Solo así me darían su aprobación y dirían que era una obrera con talento. Si no sabía resolver sus problemas, sin duda, sería menospreciada, y tendrían peor opinión de mí. Al pensar en todo esto, tenía menos seguridad en mí y creía que sería mejor seguir en mi deber anterior. Al menos así, mis imperfecciones no quedarían tan expuestas, y conservaría cierta reputación. Los días posteriores, continuaba distraída mientras pensaba en eso. En las reuniones, no lograba sosegar mi corazón. Me preocupaba el menosprecio de mis hermanos si no enseñaba bien, y mis nervios crecían cada vez que lo pensaba. No veía la raíz de los problemas de mis hermanos ni podía ayudarlos, y hasta me asustaba ir a las reuniones. Estaba sumamente angustiada, por lo que me presenté ante Dios en oración muchas veces para pedirle Su guía para comprender mejor mi estado. Entonces vi un pasaje de las palabras de Dios, de “Para resolver el propio carácter corrupto, la persona debe tener una senda específica de práctica”: “Todos los seres humanos corruptos adolecen de un problema común: cuando no tienen estatus, cuando son hermanos y hermanas normales, no se dan importancia al relacionarse o hablar con alguien ni adoptan un determinado estilo o tono discursivo; son, sencillamente, normales y corrientes y no necesitan aparentar. No sienten presión psicológica y saben compartir abiertamente y de corazón. Son accesibles y es fácil relacionarse con ellos; a los demás les parecen muy buena gente. Sin embargo, en cuanto logran estatus, se vuelven petulantes, como si nadie pudiera alcanzarlos; creen merecer respeto y que ellos y la gente normal están cortados por distintos patrones. Desprecian a las personas corrientes y dejan de compartir abiertamente con los demás. ¿Por qué ya no comparten abiertamente? Sienten que ahora tienen estatus y son líderes. Piensan que los líderes deben tener determinada imagen, estar un poco por encima de la gente normal, tener más estatura y ser capaces de asumir más responsabilidad; creen que, en comparación con la gente normal, los líderes deben tener más paciencia, ser capaces de sufrir, de esforzarse más y de soportar toda tentación. Piensan, incluso, que los líderes no pueden llorar, con independencia de cuántos miembros de su familia mueran, y que, si tienen que llorar, deben hacerlo en secreto para que nadie vea en ellos limitaciones, defectos ni debilidades. Llegan a creer que los líderes no pueden decir a nadie que han caído en la negatividad; por el contrario, deben ocultar todas esas cosas. Creen que así debe actuar una persona con estatus. Cuando se reprimen hasta ese punto, ¿acaso el estatus no se ha convertido en su Dios, en su Señor? Y siendo así, ¿poseen todavía una humanidad normal? Cuando tienen tales ideas, cuando se meten en esa cesta y se comportan de esa manera, ¿acaso no se han enamorado del estatus?” (“Registro de las charlas de Cristo de los últimos días”). Las palabras de Dios me revelaron que no podía vivir libre por las limitaciones del estatus y la reputación. Antes de ser líder de grupo, siempre hablaba sobre lo problemas de la obra con todos. Creía que, al ser todos hermanos, nuestra estatura era similar, no me preocupaba lo que opinaran de mí, y podía ser abierta y libre. Sin embargo, en cuanto llegué a líder de grupo, de pronto creí tener más estatus que mis hermanos, que debía de comprender la verdad mejor que ellos, así que solo estaría haciendo mi trabajo si sabía resolver sus problemas y dificultades. Antes de siquiera asistir a una reunión, me preocupaba que mis hermanos me menospreciaran si no sabía resolver sus problemas. Para no hacer el ridículo delante de ellos, no me atrevía a asistir a las reuniones. Estaba muy afligida y angustiada. Me había puesto en un pedestal y no podía renunciar al estatus. Recapacitándolo, comprendí que me preocupaban demasiado mi reputación y mi estatus. Siempre procuraba quedar bien ante todo el mundo, y en cuanto había peligro de que mis debilidades fueran expuestas, me envolvía en un disfraz. Tomé mi ascenso como señal de estatus, y no como una comisión y un deber otorgados por Dios. Quería afianzarme y ganarme la admiración de mis hermanos por medio del estatus. ¡Qué despreciable y lamentable!
Oré a Dios de corazón y le dije que abandonaría esas malas metas y nociones. Luego me vino a la mente un pasaje. “Lo que Dios requiere de las personas no es la capacidad de completar cierto número de tareas o realizar algún proyecto grande, y tampoco necesita que lideren ningún gran proyecto. Lo que Dios quiere es que la gente sea capaz de hacer todo lo que esté a su alcance de manera práctica y que viva según Sus palabras. Dios no necesita que seas grande u honorable, ni que hagas un milagro, ni tampoco quiere ver ninguna sorpresa agradable en ti. Dios no necesita estas cosas. Todo lo que Dios necesita es que escuches Sus palabras y, una vez las hayas escuchado, las tomes en serio y las tengas en cuenta mientras practicas teniendo los pies en la tierra, para que llegues a vivir las palabras de Dios y se conviertan en tu vida. Así Dios estará satisfecho. […] Cumplir con un deber no es realmente difícil, ni tampoco lo es hacerlo con devoción y con un estándar aceptable. No tienes que sacrificar tu vida ni hacer nada problemático, simplemente tienes que seguir las palabras e instrucciones de Dios con honestidad y firmeza, sin añadir tus propias ideas o ir por tu cuenta: solo has de caminar por la senda correcta. Si la gente puede hacer esto, básicamente tiene semejanza humana, tiene verdadera obediencia a Dios, y se ha convertido en una persona honesta, que es la semejanza de un hombre real” (‘El correcto cumplimiento del deber requiere de una cooperación armoniosa’ en “Registro de las charlas de Cristo de los últimos días”). En las palabras de Dios comprobé que Dios no nos pide demasiado: no exige una cantidad determinada de trabajo ni de logros, ni que nos volvamos una clase de superhombres omnipotentes. Solo quiere que seamos auténticos seres creados, cumplidores del deber de forma práctica según Sus exigencias. Cuando Dios me ensalzó para ser líder de grupo, no quería que buscara reputación y estatus, sino que aceptara Su comisión y buscara la verdad de manera práctica. Si tenía alguna dificultad en el deber, debía orar a Dios y amaprarme en Él para hallar una senda de resolución. En las reuniones con los hermanos, solo debía hablar de lo que entendiera y, si no tenía claro algo, solo debía ser honesta con ellos y buscar juntos una solución. Entonces podría recibir la guía de Dios. Cuando entendí los propósitos de Dios, tuve la confianza para asumir el deber. Durante las reuniones con mis hermanos, oraba conscientemente a Dios, no me preocupaban la reputación ni el estatus y podía abrirme a mis hermanos acerca de mi corrupción. En los debates, sentía la guía del Espíritu Santo y podía descubrir algunos problemas. Y podía aplicar esa guía a situaciones reales y dar sugerencias. Todavía tenía muchos defectos e imperfecciones, pero hablando con mis hermanos, encontré algunas salidas y me sentí mucho más liberada. Entendí que, si mi intención era la correcta, me centraba en mis tareas y cumplía con el deber según las exigencias de Dios, recibiría Su guía.
Tres meses después, me asignaron unos grupos más. Solo de pensar en tener que enseñar a tantos hermanos en las reuniones, me ponía muy nerviosa. Cada grupo tenía una situación distinta, y no conocía a ningún hermano ni hermana que fuera miembro de esos grupos, ni conocía bien sus situaciones. Si iba y no sabía resolver sus problemas, ¿ellos me menospreciarían y dirían que no sabía resolver problemas y que no servía para liderar? Para ganar la aprobación de todos, pasé horas leyendo las palabras de Dios para equiparme con la verdad, pero, en el momento de la reunión, todavía era un manojo de nervios. Al inicio, cuando iba a una reunión, estaba demasiado nerviosa y se me tensaban los músculos faciales. No quería que se dieran cuenta mis hermanos, así que fingía buscar palabras de Dios en la computadora, pero por dentro le oraba frenéticamente para implorarle que me ayudara a calmarme. Les pregunté a algunos hermanos por sus estados y dificultades, y, cuando los compartieron, vi que cada uno tenía un problema distinto, y se necesitarían palabras distintas de Dios. Esto me despistó enormemente: si encontraba pasajes pertinentes y de ayuda para el estado de cada uno, todos estarían contentos, y yo quedaría bien, pero si no encontraba nada, sería una reunión muy apagada. ¡Qué incómodo! Con los nervios, no podía pensar con claridad. Luego de un largo rato, aún no encontraba un pasaje adecuado. En realidad, quería hablar sinceramente a mis hermanos y buscar buenos pasajes juntos, pero también me preocupaba quedar mal si yo, como líder de grupo, no encontraba un pasaje adecuado. Cuando lo pensé, no pude sincerarme, y terminé eligiendo al azar unos pasajes de las palabras de Dios no muy relevantes para los estados de mis hermanos. Nadie habló tras leer las palabras de Dios, y no me sentía iluminada lo más mínimo. Al final, di una enseñanza forzada y doctrinal, pero todos sentimos la incomodidad. La reunión fue un fracaso y así terminó. Al volver de la reunión, escuché a mi hermana colaboradora charlar emocionada de sus conclusiones de la reunión de otro grupo, pero yo tenía el ceño fruncido y sentía tal angustia que apenas podía respirar. Cuanto más lo pensaba, más me parecía no estar preparada para ese deber y solo quería dejarlo. En total miseria, oré reiteradamente a Dios: “¡Amado Dios! Me siento muy desdichada. Siempre me preocupo por la reputación, no sé cómo cumplir con este deber ni tengo voluntad para esforzarme más. Te pido que me guíes para que me comprenda y me libere de este estado negativo”.
Buscando, hallé un pasaje que revela la naturaleza y esencia de los anticristos y me conmovió mucho. Las palabras de Dios dicen: “Para los anticristos el estatus y el prestigio son su vida. Sin importar cómo vivan, el entorno en que vivan, el trabajo que realicen, aquello por lo que se esfuercen, los objetivos que tengan y su rumbo en la vida, todo gira en torno a tener una buena reputación y un puesto alto. Y este objetivo no cambia, nunca pueden dejarlo de lado. Estos son el verdadero rostro y la esencia de los anticristos. Podrías dejarlos en un bosque primitivo en las profundidades de las montañas y seguirían sin renunciar al estatus y al prestigio; puedes dejarlos en medio de un grupo de gente normal e, igualmente, no piensan más que en el estatus y el prestigio. Una vez que adquieren la fe, consideran que su estatus y prestigio son equiparables a la búsqueda de la fe en Dios; es decir, a medida que van por la senda de la fe en Dios, también van en pos del estatus y el prestigio. Se puede decir que creen de corazón que la fe en Dios y la búsqueda de la verdad son la búsqueda del estatus y el prestigio; que la búsqueda del estatus y el prestigio es también la búsqueda de la verdad, y que adquirir estatus y prestigio supone adquirir la verdad y la vida. En la senda de la fe en Dios, si creen no haber adquirido un estatus sustancial —si nadie los venera ni admira, si no son enaltecidos entre los demás y no tienen poder real—, se desaniman enormemente y creen que la fe en Dios carece de trascendencia y valor. ‘¿Desaprueba Dios mi forma de creer? ¿No he ganado la vida?’. Suelen calcular mentalmente estas cosas; planifican cómo conseguir un puesto en la casa de Dios o en el entorno en que se encuentren, cómo alcanzar una reputación elevada y cierto nivel de autoridad, cómo lograr que la gente los escuche y halague cuando hablen, cómo conseguir que haga lo que ellos digan; cómo pueden tener una opinión unilateral de las cosas y afirmar su presencia dentro de un grupo. Esto es lo que suelen pensar en su cabeza. Por esto se esfuerzan estas personas” (‘Cumplen con su deber solo para distinguirse a sí mismos y satisfacer sus propios intereses y ambiciones; nunca consideran los intereses de la casa de Dios, e incluso los venden a cambio de su propia gloria (II)’ en “Desenmascarar a los anticristos”). Comparé esto con mi estado y mi conducta, y vi cuánto me obsesionaban la reputación y el estatus. Siempre quería distinguirme y sentirme reconocida. Al cumplir con mi deber, solo me importaba ser admirada y afianzar mi propia imagen. No llevaba a Dios en el corazón. Había demostrado tener el carácter de un anticristo. Desde que me volví líder de grupo, empecé a creerme alguien con estatus; me puse en un pedestal y tenía mucho miedo porque, si no sabía resolver problemas y perdía el respeto, perdería el cargo, además de mi estatus e imagen percibidos a ojos de mis hermanos. Al abordar los problemas de mis hermanos, no sabía qué pasajes de las palabras de Dios usar para resolverlos y no estaba dispuesta a abrirme y ser honesta para buscar y compartir juntos. Con tal de proteger mi estatus, guardaba las apariencias y disimulaba con una enseñanza doctrinal para hacer las cosas más fáciles, sin considerar si realmente había resuelto los problemas de mis hermanos. Por eso las reuniones eran ineficaces. Cuando surgían estos problemas, no hacía introspección, sino que incluso me volvía negativa y quería dejarlo, por haber quedado mal. ¡Cuánta humanidad me faltaba! Tras entender esto, tuve tal remordimiento que oré a Dios, dispuesta a arrepentirme y transformarme.
Y vi este pasaje de las palabras de Dios: “En resumen, con independencia de la dirección en que te esfuerces o de la meta por la que lo hagas, independientemente de lo exigente que seas contigo mismo para renunciar a tu estatus, mientras el estatus ocupe un lugar determinado en tu corazón y pueda controlar e influir en tu vida y en las metas por las que te esfuerzas, las transformaciones de tu carácter correrán enorme peligro y la definición definitiva de Dios sobre ti será otra historia. Además, esa búsqueda del estatus afecta a tu capacidad de ser una criatura aceptable de Dios y, naturalmente, a tu capacidad de cumplir con el deber a un nivel aceptable. ¿Por qué digo esto? Nada es más aborrecible para Dios que el hecho de que la gente busque el estatus, pues la búsqueda del estatus es una actitud corrupta; nace de la corrupción de Satanás y, en opinión de Dios, no debería existir. Dios no dispuso que eso se le concediera al hombre. Si siempre compites y luchas por el estatus, si lo valoras constantemente, si siempre quieres usurparlo para tenerlo, ¿esto no comporta cierta naturaleza de animadversión hacia Dios? Dios no dispone que la gente tenga estatus; Él la provee de la verdad, el camino, y la vida, y al final la convierte en criaturas aceptables de Dios, pequeñas e insignificantes criaturas de Dios, no en personas con estatus y prestigio veneradas por miles de personas. Por ello, se mire por donde se mire, la búsqueda del estatus es un callejón sin salida” (‘Cumplen con su deber solo para distinguirse a sí mismos y satisfacer sus propios intereses y ambiciones; nunca consideran los intereses de la casa de Dios, e incluso los venden a cambio de su propia gloria (III)’ en “Desenmascarar a los anticristos”). Al principio me asustó un poco la severidad de las palabras de Dios. Comprendí que nada indigna más a Dios que la búsqueda del estatus. Si uno no se arrepentía, terminaría con daños y la ruina personales. Hacía muchos años que creía en Dios y había gozado mucho de Su gracia y de la provisión de Sus palabras. Y ahora me había elevado a líder de grupo y había aumentado mis cargas, y me enseñó a buscar la verdad y los principios con el cumplimiento del deber, lo que me dio mayor esclarecimiento para comprender la verdad y ganar la entrada en la vida. Sin embargo, nunca pensé en buscar la verdad para devolverle a Dios Su amor. Solo pensé en mi reputación, ganancia y estatus. ¡Carecía de toda conciencia y razón! Para salvar a la humanidad, profundamente corrompida, Dios se encarnó y vino a este mundo, y sufrió una humillación incalculable. Dios es supremo y grande, pero nunca fue un ególatra. Expresó la verdad, y juzgó y purificó nuestro carácter en silencio para que desecháramos la inmundicia y fuéramos salvados. Vi lo humilde y digno de amor que es Dios. Solo soy un minúsculo ser creado, lleno de inmundicia y corrupción, pero siempre procuro afianzar mi imagen para conseguir respeto y atraer a la gente a mí. Soy demasiado arrogante y desvergonzada. También me acordé de Pablo, a quien le gustaba predicar y trabajar para ganarse la admiración y el respeto ajenos. En sus muchos años de fe, jamás aspiró a transformar su carácter, sino que se esforzó por el estatus, los premios y la corona. Al final, hasta declaró ser Dios, y en vano quiso ser Dios en el corazón del pueblo. Pablo iba por la senda del anticristo, opuesta a Dios, con el tiempo ofendió el carácter de Dios, que lo arrojó al infierno para que padeciera eternamente. Si no cambiaba mis derroteros, correría la misma suerte que Pablo. Una vez consciente de estas consecuencias, me postré ante Dios, arrepentida para pedirle Su guía hacia la senda correcta de práctica.
Luego miré un vídeo de lectura de las palabras de Dios. Dios Todopoderoso dice: “Cuesta renunciar al estatus y al prestigio. La gente debe buscar la verdad. Por un lado, debe conocerse a sí misma y desenmascararse de forma proactiva; por otro, reconocer que carece de la verdad y que le faltan demasiadas cosas. Si tratas de que la gente crea que se te da bien todo, que eres perfecto, esto es peligroso: es muy probable que persigas la reputación y el prestigio. Debes mostrar a la gente que tienes defectos, que tienes debilidades y deficiencias, que hay cosas que no sabes hacer, que superan tu capacidad. Tan solo eres alguien normal, no un superhombre ni omnipotente. Cuando reconoces este hecho y se lo das a conocer también a los demás, lo primero que hace esto es frenar tu conducta competitiva; te permite, hasta cierto punto, controlar tu mentalidad competitiva y tu deseo de competir. Cuando otros te desprecien o ironicen sobre ti, no te opongas a lo que digan solo porque sea desagradable, ni lo rechaces diciéndote a ti mismo que no tienes nada de malo, que eres perfecto; esta no debería ser tu actitud hacia esas palabras. ¿Cuál debería ser tu actitud? Deberías decirte a ti mismo: ‘Tengo defectos, todo es corrupto e imperfecto en mí y, sencillamente, soy una persona normal. A pesar de su desprecio y su ironía hacia mí, si parte de lo que dicen es cierto, he de aceptarlo de Dios’. Si eres capaz de lograrlo, eso demuestra que eres indiferente al estatus, al prestigio y a las opiniones ajenas sobre ti. […] Deberías ser consciente de cuando tienes el constante impulso de competir. Si queda sin resolver, el deseo de competir solo puede llevar a cosas malas, así que no pierdas el tiempo en buscar la verdad, corta de raíz tu competitividad, y sustituye ese comportamiento competitivo por practicar la verdad. Cuando practiques la verdad, tu competitividad, tus aspiraciones descabelladas y tus deseos disminuirán completamente, y ya no interferirán con la obra de la casa de Dios. De este modo, tus actos serán recordados y elogiados por Dios” (‘Cumplen con su deber solo para distinguirse a sí mismos y satisfacer sus propios intereses y ambiciones; nunca consideran los intereses de la casa de Dios, e incluso los venden a cambio de su propia gloria (III)’ en “Desenmascarar a los anticristos”). Con las palabras de Dios, comprendí que solo soy un ser creado corrompido por Satanás, así que es normal que tenga defectos e imperfecciones. Dios jamás me ha exigido ser la mejor obrera, tener una aptitud y una estatura excelentes ni volverme una persona encumbrada y perfecta. Solo desea que tenga un corazón puro y honesto, que busque de forma práctica la verdad, siga la senda de temer de Dios y evitar el mal. En la casa de Dios, los líderes y los líderes de grupo solo se constituyeron porque son necesarios para el trabajo, pero nosotros sólo cumplimos con el deber y nuestro estatus no es diferente al de nuestros hermanos. Dios nos asigna distintos deberes según nuestra aptitud y estatura. Que sea líder de grupo no significa necesariamente que tenga la verdad, pero siempre me exijo llegar al fondo de todos los asuntos y resolver todos los problemas. Esto es muy poco práctico y se deriva de mi arrogancia y falta de autoconocimiento. Debería situarme en el mismo plano que mis hermanos, deberíamos aprender unos de otros y buscar juntos la verdad para resolver los problemas que surjan al cumplir con el deber. Si no entiendo algo, no he de ser falsa, he de sincerarme valientemente sobre mis imperfecciones, y buscar con mis hermanos y hermanas. Entonces podré cumplir aún mejor con el deber.
Luego, unos hermanos estaban viviendo en la negatividad, y tenía que reunirme a hablar con ellos. Al principio, estaba algo nerviosa. Me preocupaba su opinión de mí si no enseñaba bien, así que me preparaba con tiempo en casa, buscando pasajes relevantes, pues creía que así sería más sencillo trabajar sus problemas en la reunión y ganarme el respeto de todos. Luego me di cuenta de que cumplía con el deber con un propósito erróneo. Solo quería resolver los problemas de mis hermanos para ganar su admiración y respeto; trabajaba por la reputación y el estatus. Por ello, oré a Dios para pedirle que me ayudara a rebelarme contra mis propósitos erróneos. Descubrí un pasaje de las palabras de Dios que decía: “Para que el Espíritu Santo obre dentro de una persona y efectúe un cambio positivo en su estado requiere de esa persona un alto grado de transformación, que se deje ir, sufra y se abandone, para que la persona gradualmente pueda volver. Eso requiere mucho tiempo; pero Dios apenas necesita unos segundos para exponer a alguien. Si no cumples bien con tu deber, sino que siempre buscas el honor, compites por posición, prestigio, reputación y tus propios intereses, entonces, mientras vivas en ese estado, ¿quieres prestar servicio? Puedes servir si quieres pero es posible que seas expuesto antes de que tu servicio termine. Tan pronto como eres expuesto la pregunta ya no es si tu estado puede mejorar; más bien, es probable que tu resultado ya haya sido determinado, y eso será un problema para ti” (‘Entrega tu verdadero corazón a Dios y podrás obtener la verdad’ en “Registro de las charlas de Cristo de los últimos días”). Reflexionando acerca de las palabras de Dios, comprendí que si mi propósito era usar las reuniones y enseñanzas para promocionarme y cosechar admiración, y no para resolver los problemas de mis hermanos en el cumplimiento de su deber, todavía iba por una senda opuesta a Dios. Aunque fuera a una reunión, no tendría la guía de Dios, y la reunión sería ineficaz. Tras reconocerlo, oré a Dios, corregí mis metas y le hablé a mi compañera, fui honesta sobre mi corrupción y mis imperfecciones. En las reuniones, solo me ofrecía a enseñar lo que entendía y mis hermanos también compartían lo que entendían. Compartiendo juntos, descubrimos una senda de práctica, y así mejoraron sus estados. Percibía la obra y guía del Espíritu Santo y me sentía muy relajada y libre. Vi que, soltando mi preocupación por el estatus y la reputación, y cumpliendo con el deber con mis hermanos, podía recibir las bendiciones y la guía de Dios.
Con esta experiencia, he aprendido que me preocupaba demasiado por el estatus y que Dios ocupa un hueco muy pequeño en mi corazón. No amaba ni me sometía a Dios en mi corazón, e iba por la senda equivocada. Gracias a la guía de Dios y al juicio y la revelación de Sus palabras, por fin he empezado a conocerme y he mejorado mis intenciones y actitud al cumplir con el deber. Ya tengo claro que buscar la reputación, el estatus, y la admiración no tiene sentido ni valor; únicamente hace daño. Lo correcto es concentrarse solo en practicar la verdad, aspirar a transformar nuestro carácter y cumplir bien con el deber para satisfacer a Dios.