100. Lo que aprendí durante mi tortura

Por Li Xinyu, China

En la mañana del 28 de julio de 2007, durante una reunión con algunos hermanos y hermanas, la policía abrió la puerta de una patada e irrumpió en la casa en la que estábamos. Un oficial gordo con una porra eléctrica en la mano gritó: “¡Que nadie se mueva o les rompemos las piernas!”. La actitud cruel del oficial de policía me enfureció y respondí: “¿Por qué nos arrestan? Los creyentes nos comportamos bien y transitamos por la senda correcta”. El jefe de Seguridad Nacional interrumpió bruscamente y dijo: “¿Dices que creer en Dios es transitar por la senda correcta? ¡Creer en el PCCh es la única senda correcta! En la Brigada de Seguridad Nacional nos encargamos específicamente de capturar a quienes creen en Dios. Llevamos noches en vela en puestos de vigilancia solo para atraparlos. ¡De todas las cosas que podrías hacer, tenías que dedicarte a creer en Dios!”. Luego, con un gesto de la mano, indicó a sus subordinados que empezaran a registrar la casa. Después de completar la búsqueda, nos esposaron y nos llevaron a la oficina de seguridad pública del condado para interrogarnos por separado.

Apenas entré en la sala de interrogatorios, el jefe de Seguridad Nacional me dio varias bofetadas en el rostro, lo que hizo que me mareara y que se me hinchara la cabeza. Me zumbaban los oídos, se me oscureció la visión y sentía el sabor a sangre en la boca. Inmediatamente después, cuatro oficiales que estaban de pie a un lado se abalanzaron sobre mí y comenzaron a darme patadas y puñetazos. Después de un rato, el jefe de Seguridad Nacional dio una calada a su cigarrillo, me señaló con el dedo y dijo: “Por tu aspecto, diría que eres un líder o un miembro importante de tu iglesia. Si nos dices lo que queremos saber, te dejaremos ir, pero si no lo haces, no me culpes si no te trato demasiado bien”. También dijo: “Por tu complexión física, supongo que no podrás soportar demasiada tortura. Basta con que nos digas quién es tu líder y en casa de quién está el dinero de la iglesia”. No dije nada. Solo oré en silencio y sin cesar a Dios con el corazón, pidiéndole que me acompañara y me diera fuerzas. Decidí que, por mucho que la policía me atormentara, no sería un judas ni traicionaría a Dios. Al ver que no decía nada, el jefe de Seguridad Nacional tiró su cigarrillo al suelo y, con un gesto de la mano, gritó: “¡A por él! ¡Mátenlo a golpes!”. A continuación, varios policías comenzaron a darme otra cruel golpiza. Me esposaron las manos por detrás de la espalda, me bajaron los pantalones hasta las pantorrillas, me quitaron los calcetines y me los metieron en la boca para que no pudiera gritar. Después, me metieron la cabeza en los pantalones. Los oficiales se turnaron para darme patadas y puñetazos, mientras se reían a carcajadas. También había policías mujeres que miraban desde un costado y se reían tanto que tuvieron que apoyarse en una mesa cercana. Los oficiales se entretenían conmigo como si fuera un animal, y me sentí increíblemente humillado. Era julio, por lo que hacía muchísimo calor en la sala de interrogatorios y, al poco tiempo, mi ropa ya estaba empapada de sudor. La sangre salía de los cortes que me hicieron las patadas con las botas de cuero del policía y se mezclaba con el sudor en las heridas, lo que me causaba un dolor punzante. También tenía varios hematomas en la cabeza de los puñetazos que me habían dado. Un oficial me agarró del pelo y me dio una bofetada, antes de sacudirme la cabeza de un lado a otro violentamente. Con los dientes apretados, gruñó: “¿Vas a hablar o no?”. Yo dije: “¡No sé nada!”. Se enfureció, me agarró de las esposas y me jaló los brazos violentamente hacia arriba, por detrás de la espalda. Sentí un dolor como si se me hubieran roto los brazos, que hacían unos chasquidos cuando los retorcían. Las esposas me laceraban la piel de las muñecas, que me empezaron a sangrar. Cada vez que me jalaban los brazos hacia arriba, sentía un dolor que era casi insoportable. Oraba a Dios sin cesar con el corazón. Le pedí que me diera fe y me permitiera mantenerme firme en mi testimonio de Él. Al ver que estaba sufriendo mucho, el jefe de Seguridad Nacional se burló de mí con sadismo y dijo: “¿Qué pasa? Te dije que no ibas a poder soportar la tortura. ¡Deja de resistirte y empieza a hablar! ¿Quién es tu líder? ¿Cómo se comunican? ¿En casa de quién está el dinero?”. No le respondí. Entonces, el policía gordo me dio una patada en la pantorrilla, haciéndome caer de rodillas al suelo. A continuación, me obligó a estirar los brazos hacia adelante y me puso un libro grueso en las manos. Después de un rato de rodillas, no pude soportarlo más y caí al suelo. El policía gordo me levantó, me obligó a arrodillarme de nuevo y empezó a azotarme los dedos con un palillo de madera. Cada vez que me azotaba, sentía un dolor abrasador en los dedos. Mientras me golpeaba, gritaba: “¿Qué te parece esto? No es tan agradable, ¿verdad? ¿Por qué no le pides a tu Dios que venga a salvarte?”. Cuando dijo eso, todos los oficiales se rieron a carcajadas. Sus risas me enfurecieron y maldije a esos demonios con el corazón. Tenía las piernas llenas de moretones por tener que estar de rodillas, y me dolían como si me las estuvieran cortando con un cuchillo. La golpiza me había dejado magullados seis de mis dedos. Varios meses más tarde, se me cayeron las uñas de esos dedos.

Alrededor de las cinco de la tarde, los policías me enviaron a un centro de detención y, antes de irse, dejaron instrucciones específicas al personal que se encontraba allí. “Denle solo un bollo cocinado al vapor y un cuenco de sopa. Déjenlo que piense bien acerca de lo que nos va a contar mañana”. Luego, me encerraron en una pequeña celda de menos de 10 metros cuadrados. Había más de diez personas encerradas en la celda, que estaba sucia y maloliente. Solo había dos tablones de madera en el suelo y ambos los ocupaba el jefe de la celda. Recuerdo que esa noche me acurruqué en una esquina de la celda, con hambre y sed, la cabeza adolorida e hinchada, y un dolor abrasador en el rostro. Pensé: “Hoy me dieron una cruel paliza, pero no consiguieron sacarme ninguna información. Me pregunto qué me harán mañana. Si me siguen torturando, ¿me dejarán lisiado o moriré? Si quedo lisiado, ¿cómo viviré el resto de mi vida?”. Cuanto más lo pensaba, más débil me sentía. Oré a Dios de inmediato para pedir Su ayuda: “Dios mío, ya no puedo soportar mucho más esta tortura, pero no quiero ser un judas ni traicionarte. Te ruego que me ayudes, me des fuerza y me protejas para que pueda mantenerme firme en mi testimonio de Ti”. En ese momento, recordé un pasaje de Sus palabras: “No te desanimes, no seas débil; y Yo te aclararé las cosas. El camino que lleva al reino no es tan fácil. ¡Nada es tan simple! Queréis que las bendiciones vengan a vosotros fácilmente, ¿no es así? Hoy, todos tendréis que enfrentar pruebas amargas. Sin esas pruebas, el corazón amoroso que tenéis por Mí no se hará más fuerte ni sentiréis verdadero amor hacia Mí. Aun si estas pruebas consisten únicamente en circunstancias menores, todos deben pasar por ellas; es solo que la dificultad de las pruebas variará de una persona a otra(La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Declaraciones de Cristo en el principio, Capítulo 41). Al reflexionar sobre las palabras de Dios, me di cuenta de que Él había permitido que padeciera ese sufrimiento para ponerme a prueba. Me estaba ayudando a fortalecer mi determinación frente al sufrimiento. En el pasado, antes de que me arrestaran, siempre pensé que tenía fe en Dios y que estaba dispuesto a satisfacerlo, por mucho que tuviera que padecer. Sin embargo, solo me habían torturado y atormentado durante un día y ya vivía con cobardía y miedo, con la preocupación de que me dejaran lisiado o me mataran. ¿Dónde estaba mi verdadera fe en Dios? Mi estatura todavía era demasiado pequeña. Al comprender la intención de Dios, dejé de sentirme tan timorato y asustado, y me dispuse a confiar en Él para mantenerme firme en mi testimonio de Él.

Al día siguiente, la policía me llevó a la Brigada de Seguridad Nacional para continuar su interrogación. El jefe me señaló con el dedo y dijo: “¡Será mejor que te portes bien hoy! ¿Has pensado en una respuesta a las preguntas que te hice ayer?”. Dije que no sabía nada. Se enfureció y me agarró del pelo, antes de darme una bofetada en la cara, mientras gritaba: “¡Veamos quién se rinde primero, tú o mi porra eléctrica! ¡A por él! ¡Mátenlo a golpes!”. Cinco oficiales se me vinieron encima y empezaron a darme patadas y puñetazos. Un oficial me pisó la espalda y me esposó las manos a la fuerza detrás de la espalda, lo que me producía un terrible dolor cuando me retorcían los brazos hacia atrás. El dolor era tan intenso que pronto comencé a sudar. Un oficial gordo tomó una porra eléctrica y la revoleó en el aire, haciendo que la porra chisporroteara con electricidad. Luego, me dio dos descargas eléctricas con ella. Las descargas me hicieron convulsionarme y no pude evitar gritar. El jefe aprovechó para intentar persuadirme y dijo: “Si nos dices quién es tu líder y en casa de quién está el dinero, te dejaré ir de inmediato. Tanto tu esposa y tus hijos como tus padres te necesitan para que cuides de ellos. Incluso si no te importa tu propio bienestar, al menos deberías pensar en tu familia”. Esto me hizo vacilar un poco. Pensé: “Si sigo negándome a decir nada, seguro que me matarán a golpes. Tal vez pueda darles información irrelevante, y así me dejarán ir a casa”. Entonces, de repente me vinieron a la mente las palabras de Dios: “Ya no seré misericordioso con los que no me mostraron la más mínima lealtad durante los tiempos de tribulación, ya que Mi misericordia llega solo hasta allí. Además, no me siento complacido hacia aquellos quienes alguna vez me han traicionado, y mucho menos deseo relacionarme con los que venden los intereses de los amigos. Este es Mi carácter, independientemente de quién sea la persona(La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Prepara suficientes buenas obras para tu destino). Las palabras de Dios me despertaron de inmediato. Casi había caído en la trampa de Satanás. Si traicionaba a Dios y delataba a mis hermanos y hermanas por hacerle caso a mis sentimientos carnales hacia mi familia y por disfrutar de un descanso pasajero, me convertiría en un judas que traiciona a Dios y a los amigos, el tipo de persona que Dios más aborrece. Eso ofendería el carácter de Dios, que me maldeciría y castigaría. Me sentí agradecido con las palabras de Dios, que me esclarecieron y me protegieron de la trampa de Satanás. Oré a Dios y le dije: “¡Dios mío! No importa si me dejan lisiado o me matan, nunca te traicionaré ni seré un judas deshonroso”. Después de orar, me sentí más tranquilo y menos abatido. Cuando el oficial me interrogó, le respondí con firmeza y rectitud: “Creer en Dios es perfectamente natural, justificado, razonable y legal, ¿con qué derecho me han arrestado? La constitución de nuestro país estipula claramente que los ciudadanos tienen derecho a la libertad religiosa. ¿Dónde está la libertad religiosa si me torturan hasta la muerte debido a mi fe?”. Al oír esto, el oficial se enfureció y gritó: “¡La declaración de libertad religiosa es solo para apaciguar a los países extranjeros! En China, el PCCh no te permite creer en Dios, así que tu fe es ilegal. ¡Podemos matar con total impunidad a gente como tú, fanáticos de Dios! ¡Mátenlo a golpes! ¡A ver cuánto tiempo aguanta!”. Con eso, todos se abalanzaron sobre mí y comenzaron a darme patadas y puñetazos. Uno de los oficiales me azotó con fuerza la cara y el cuerpo con un cinturón de cuero. Los azotes me dejaron la cara hinchada y magullada, y me hicieron desplomarme al suelo. En última instancia, cuando vieron que no iba a hablar, no les quedó otra opción que enviarme de regreso al centro de detención. La policía solo me permitió cenar un pequeño bollo al vapor. Estaba tan hambriento que ni siquiera tenía fuerzas para ponerme de pie. Debido a la tortura y el tormento constante, me sentía mareado, con dolor abrasador y una sensación de entumecimiento en el rostro. Me temblaban las piernas y estaba completamente debilitado. Solo era capaz de sentarme en el suelo con la espalda apoyada contra la pared. Sentía que no podía aguantar mucho más y pensé: “Si esto sigue así, o me torturarán hasta la muerte o moriré de hambre”. En ese momento, recordé un pasaje de las palabras de Dios: “En esta etapa de la obra se nos exige la mayor fe y el amor más grande. Podemos tropezar por el más ligero descuido, pues esta etapa de la obra es diferente de todas las anteriores. Lo que Dios está perfeccionando es la fe de las personas, que es tanto invisible como intangible. Lo que Dios hace es convertir las palabras en fe, amor y vida(La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. La senda… (8)). En efecto, la policía quería doblegarme por medio de tormentos, torturas y hambre para hacerme perder la fe y forzarme a traicionar a Dios, pero Él solo estaba usando esa situación difícil para perfeccionar mi fe. Pensé en lo que dijo el Señor Jesús cuando fue tentado: “No solo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios(Mateo 4:4). Creía que las palabras de Dios son la verdad y la vida del hombre, y sabía que debía tener fe en Él, así que le oré en silencio con el corazón: “Dios mío, mi carne puede ser débil y no tener fuerzas, pero quiero vivir según Tus palabras, no hacerle caso a la carne y mantenerme firme en mi testimonio de Ti…”. Después de orar, me sentí un poco más en paz y menos abatido y débil.

En la mañana del tercer día, la policía me llevó de nuevo a la Brigada de Seguridad Nacional para interrogarme. Apenas entré en la sala de interrogatorios, un oficial me tiró al suelo de una patada y me obligó a arrodillarme en el piso de cemento. El jefe de Seguridad Nacional me increpó en voz alta: “Entonces, ¿te lo has pensado? ¿Quién es tu líder? ¿En casa de quién está el dinero de la iglesia? Si no hablas ahora, estos instrumentos de tortura te harán hablar. ¡Te haremos probar cada uno de ellos!”. No dije una palabra, así que me obligaron a seguir de rodillas en el suelo de cemento. Debido a los continuos tormentos y torturas, y a la falta de comida, estaba muy debilitado. Después de estar de rodillas cerca de una hora, estaba completamente agotado y no era capaz de seguir arrodillado. Sentí que la debilidad invadía mi corazón, así que oré a Dios sin cesar: “¡Dios mío! Ya no puedo soportar más esta tortura. No quiero ser un judas ni traicionarte. Te ruego que me ayudes, me des fe y me permitas mantenerme firme”. Después de orar, recordé este pasaje de las palabras de Dios: “Al embarcarse en una tierra que se opone a Dios, toda Su obra se enfrenta a tremendos obstáculos y muchas de Sus palabras no se pueden cumplir enseguida; así, la gente es refinada a causa de las palabras de Dios, lo que también forma parte del sufrimiento. Es tremendamente difícil para Dios llevar a cabo Su obra en la tierra del gran dragón rojo, pero es a través de esta dificultad que Dios realiza una etapa de Su obra, para manifestar Su sabiduría y acciones maravillosas, y usa esta oportunidad para hacer que este grupo de personas sean completadas(La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. ¿Es la obra de Dios tan sencilla como el hombre imagina?). Al reflexionar sobre las palabras de Dios, me di cuenta de que el PCCh me había atormentado y torturado debido a mi fe, y que dar testimonio de Dios durante la persecución y la tribulación es algo glorioso y honorable. Los oficiales utilizaron todos los métodos de tortura posibles para forzarme a rechazar y traicionar a Dios, pero Dios ejerce Su sabiduría sobre la base de los planes de Satanás. Dios estaba usando ese entorno para perfeccionar mi fe. Me permitía ver el rostro horrendo y la esencia demoníaca del gran dragón rojo para que llegara a odiarlo con todo mi corazón y lo rechazara por completo. Tras entender la intención de Dios, mi mente se despejó y me sentí con fuerzas renovadas. “¡No caeré en las trampas de Satanás ni permitiré que me doblegue! Por muy débil y miserable que se convierta mi carne, ¡debo mantenerme firme en mi testimonio de Dios!”. Al ver que aún no hablaba, un oficial me sirvió un enorme vaso de agua y dijo con una sonrisa fingida: “No has comido bien por varios días, ¿verdad? ¡Debes tener hambre! Con tu constitución, dudo que aguantes mucho más. Date prisa y cuéntanos todo lo que sabes. Ya hemos pedido bollos al vapor y verduras salteadas, así que podemos darte un poco. Vamos a ver, ¿qué necesidad hay de pasar por tanto sufrimiento?”. Me di cuenta de que era una trampa de Satanás y por eso oré en silencio a Dios con el corazón y le pedí que me protegiera de sus engaños. Después de un rato, el oficial me quitó las esposas, trajo algunas verduras, un bollo al vapor y un vaso de agua, y dijo: “Come algo. Cuando termines, puedes contarnos lo que sabes”. Respondí: “No conozco a nadie y no tengo nada que decirles”. El jefe de Seguridad Nacional se enfureció, se levantó de golpe, me agarró del pelo, me dio una bofetada en la cara y me tiró al suelo de una patada mientras gritaba: “¡Que alguien le ponga las esposas por detrás de la espalda y lo mate a golpes! ¡A ver cuánto aguanta!”. Cuatro oficiales vinieron a esposarme las manos detrás de la espalda. Como al principio no conseguían estirarme los brazos hacia atrás para esposarme, tiraron con fuerza, lo que me causó un dolor insoportable que me hizo gritar. Entonces, un oficial empezó a azotarme sin parar con un cinturón de cuero. Sentía un dolor atroz por todo el cuerpo, y el cinturón me dejó varios moretones gruesos de color negro y azul en la piel. Mientras me azotaba, gritaba: “¡No creo que seas de acero y sé que puedo doblegarte!”. Luego se quitó una bota de cuero y comenzó a golpearme la cabeza y el rostro con la suela. La paliza me dejó la cabeza entumecida e hinchada, como si estuviera a punto de explotar. Estaba viendo las estrellas y tenía un zumbido profundo en los oídos, como el de un motor. Al poco tiempo, dejé de oír por completo con el oído derecho. Dije: “Me han dañado el oído derecho. Ya no oigo nada de ese lado”. El oficial exhaló una bocanada de humo despreocupadamente y gruñó con tono siniestro: “Si te quedas sordo, perfecto. Así no podrás practicar tu fe en el futuro”. Al ver que no hablaba a pesar de sufrir semejante golpiza cruel, el jefe de Seguridad Nacional gritó enfadado: “¡No puedo creer que hoy no pueda sacar lo mejor de ti! Si no hablas, te clavaremos un punzón de hierro en la uña. Los dedos están conectados al corazón, ¡no hay forma de que aguantes ese sufrimiento! No seas tonto. Dinos todo lo que sabes y colabora con nosotros. ¡Es tu mejor opción!”. En ese momento, me sentí algo asustado. Hasta una espina pequeña en el dedo es muy dolorosa, así que ¡cuánto más lo sería un grueso punzón de hierro! Solo pensarlo hacía que me temblaran las piernas y se me pusiera el cuero cabelludo de punta. Si realmente me perforaban la uña con ese punzón, ¿podría soportarlo? Oré de inmediato a Dios, pidiéndole ayuda, para que me diera fe y determinación para soportar ese sufrimiento. Justo entonces, recordé un pasaje de las palabras de Dios: “Aquellos en el poder pueden parecer despiadados desde fuera, pero no tengáis miedo, ya que esto es porque tenéis poca fe. Siempre y cuando vuestra fe crezca, nada será demasiado difícil(La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Declaraciones de Cristo en el principio, Capítulo 75). Las palabras de Dios me dieron fe y fortaleza. Dios es soberano sobre todas las cosas, así que debía confiar en Él y tener fe en que me guiaría para superar el tormento y la tortura de esos demonios. Al darme cuenta de eso, dejé de sentirme tan timorato y asustado. Al ver que seguía sin hablar, me obligaron a estirar las manos sobre una mesa y me agitaron frente a la cara un punzón de hierro de unos 18-20 centímetros. Un oficial procedió a clavarme el punzón en la uña. El punzón estaba muy afilado y, apenas me perforó la uña, sentí un dolor punzante. Clamé a Dios sin cesar para que me diera fuerzas para soportar ese sufrimiento. Justo cuando el oficial estaba a punto de presionar el punzón, otro policía entró corriendo a la habitación y le susurró algo en la oreja al jefe de Seguridad Nacional. El jefe gritó: “Que uno se quede a vigilarlo. ¡Los demás, vengan conmigo!”. Al ver lo que sucedía, di gracias a Dios por orquestar una situación que me permitiera escapar de la tortura cruel y brutal de los oficiales.

Dos días después, un policía me llevó de nuevo a la Brigada de Seguridad Nacional para interrogarme. Un oficial gordo me gritó con hostilidad: “¡Si hoy no hablas, haré que desees estar muerto!”. Yo respondí: “No sé nada. Aunque me maten de verdad, no tengo nada que decirles”. El jefe de Seguridad Nacional se acercó, me tiró al suelo de una patada y gritó: “Aunque no nos cuentes nada, ya sabemos todo sobre ti. Eres un líder de la iglesia y un cabezadura que todavía no quiere hablar”. Luego me agarró del pelo, me dio una bofetada en la cara y dijo: “Vamos a ver qué se rinde primero, ¡tus labios o mis zapatos y mi cinturón!”. Luego vociferó: “¡Mátenlo a golpes!”. Varios oficiales se abalanzaron sobre mí y comenzaron a darme puñetazos y patadas. Un oficial se quitó el cinturón de cuero y comenzó a azotarme. Los azotes del cinturón me dejaron más de diez verdugones en la piel. Después tomó su zapato y comenzó a golpearme fuertemente con la suela. Me sentía mareado, tenía la cabeza hinchada y el dolor era tan intenso que temblaba y gritaba. Finalmente, ya no fui capaz de soportarlo por más tiempo y quise morirme de una vez para acabar con todo. Pensé: “Si muero, al menos acabaré con este sufrimiento”. Así que intenté estrellarme la cabeza contra la pared, pero un oficial interpuso su muslo para bloquear mi cabezazo. Le dolió tanto que saltó de dolor. Entonces, recordé con claridad las palabras de Dios: “Durante estos últimos días debéis dar testimonio de Dios. No importa qué tan grande sea vuestro sufrimiento, debéis caminar hasta el final e, incluso hasta vuestro último suspiro, debéis seguir siendo fieles a Dios y estar a merced de Su instrumentación; solo esto es amar verdaderamente a Dios y solo esto es el testimonio firme y rotundo(La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Solo al experimentar pruebas dolorosas puedes conocer la hermosura de Dios). Las palabras de Dios me dieron una realización repentina: ¿no estaba siendo un cobarde al buscar la muerte por no soportar el sufrimiento? ¿Dónde estaba mi testimonio? Fue entonces cuando entendí que Dios me había protegido a través del oficial que bloqueó mi cabezazo. La intención de Dios no era que yo muriera, sino que quería que me mantuviera firme en mi testimonio y humillara a Satanás durante ese sufrimiento. Al darme cuenta de esto, sentí una motivación enorme e hice una resolución: por mucho que me atormentara la policía, me mantendría fuerte y, aunque solo me quedara un último aliento, ¡seguiría viviendo para mantenerme firme en mi testimonio de Dios! Mi corazón se llenó de fuerza y determinación, así que apreté los dientes y me preparé para soportar tormentos aún más crueles. Para mi sorpresa, el jefe de Seguridad Nacional se acercó, me señaló con el dedo y dijo: “¡Me has vencido! La verdad es que no entiendo qué hay en esos libros que te hace pensar que vale la pena sacrificar tu vida por tu Dios”. Otro oficial dijo: “¡Deberíamos encarcelar a las personas como él, fanáticos de Dios!”. Poco después, otro oficial dijo con un tono empalagoso: “Aún estás a tiempo de contarnos lo que sabes. Aquí mando yo, pero una vez que llegues a la cárcel, ya no tendré más autoridad sobre ti. Tienes dos opciones: o vuelves a casa o te vas a la cárcel. ¡Tú decides!”. En ese momento, me sentí un poco débil y preocupado por todo el tormento y la crueldad que me esperaba en mi larga estancia en la cárcel. Además, no sabía si sería capaz de soportarlos. ¿Qué pasaría si me torturaban hasta la muerte? No quería ser un judas, herir el corazón de Dios y quedarme con un remordimiento eterno, pero tampoco sabía cómo debía enfrentar la situación en la que ahora me encontraba. Entonces, oré a Dios con el corazón: “Dios mío, estoy a punto de que me condenen a ir a la cárcel. No sé cómo soportaré esta larga y ardua sentencia. Te ruego que me guíes para someterme a este entorno”. Después de orar, recordé este pasaje de las palabras de Dios: “Para cualquiera que aspire a amar a Dios, no hay verdades imposibles de conseguir y ninguna rectitud por la que no puedan permanecer firmes. ¿Cómo deberías vivir tu vida? ¿Cómo debes amar a Dios y usar ese amor para satisfacer Sus intenciones? No hay asunto mayor en tu vida. Sobre todo, debes tener este tipo de aspiraciones y perseverancia, y no debes ser como esos débiles sin carácter. Debes aprender cómo experimentar una vida que tenga sentido y cómo experimentar verdades significativas, y de esa manera no deberías tratarte a ti mismo de manera superficial(La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Las experiencias de Pedro: su conocimiento del castigo y del juicio). Me sentí avergonzado ante las exigencias de Dios. Pensé en cómo había hecho varias resoluciones ante Dios acerca de que, por mucho sufrimiento que enfrentara, siempre me mantendría firme en mi testimonio de Él y buscaría satisfacerlo. Pero, cuando enfrenté una larga sentencia en la cárcel y un período de tormento, no quería padecer ese sufrimiento y buscaba escapar de ese entorno. ¿Dónde estaba mi sumisión y mi testimonio? Pensé en cómo, cuando Pedro escapó de la cárcel, el Señor Jesús se le apareció y le dijo que lo volverían a crucificar por Pedro. Pedro entendió la intención de Dios, regresó de forma voluntaria a la cárcel, lo crucificaron cabeza abajo por Dios y dio un testimonio rotundo. Pedro realmente amaba a Dios y se sometía de verdad a Él. Yo no tenía la estatura de Pedro, pero debía emularlo y mantenerme firme en mi testimonio de Dios. También pensé en cómo, cuando estaba abatido y débil mientras padecía el tormento y la tortura, las palabras de Dios me esclarecían, me guiaban, me daban fe y fortaleza, y me llevaban a superar el cruel tormento de esos demonios. Cuando estaba en los momentos de mayor sufrimiento y debilidad, casi a punto de rendirme, Dios orquestaba milagros para que hubiera personas, acontecimientos, cosas y el mismo entorno que me abrieran un camino que me impidiera seguir sufriendo más tormento. Realmente sentí que Dios estaba a mi lado, me cuidaba y protegía. El amor de Dios es tan verdadero, que no podía herir Su corazón ni decepcionarlo. Oré en silencio a Dios: “Dios mío, aunque me condenen y deba pasar un tiempo en la cárcel, no me rendiré ante Satanás. Estoy decidido a mantenerme firme en mi testimonio para humillar a Satanás”. Más tarde, sin tener ninguna evidencia, se inventaron un cargo de “alterar el orden público y deslegitimar la aplicación de la ley”, por lo que me sentenciaron a un año y seis meses de trabajo forzado.

Durante mi condena en el campo de trabajo forzado, nunca comí bien y tenía que trabajar de quince a dieciséis horas al día. Teníamos la tarea de pulir canicas a un ritmo de seiscientas al día, que luego aumentó a mil al día. Tengo mala vista, así que trabajaba relativamente despacio, por lo que me solían dar palizas por no terminar mis tareas. Una vez, un recluso temía ser golpeado por no terminar su tarea, así que puso sus piezas a medio terminar en mi caja de “completadas”. Cuando el guardia vio las piezas incompletas en mi caja de “completadas”, sin darme tiempo para explicar, me obligó a apoyar la cabeza contra una pared y a quitarme los pantalones. Luego, me azotó con una correa en V. Al primer azote, el cable me dejó de inmediato un gran verdugón en la pierna, mientras que el segundo golpe me tumbó al suelo y no pude levantarme. Los reclusos a ambos lados del pasillo se rieron a carcajadas de mí. De hecho, los otros reclusos me solían acosar. Me hacían dormir junto al inodoro y abrían a propósito la tapa. El olor era tan asqueroso que me daban náuseas y me hacía vomitar. También me golpeaban con las suelas de sus zapatos. A menudo, me despertaban en mitad de la noche con una golpiza que me dejaba la cabeza zumbando por los golpes. Nunca sabía cuándo volverían a golpearme y tenía miedo de dormir por las noches. Siempre estaba en tensión y, en combinación con el agotamiento del trabajo, eso hacía que mi salud se deteriorara cada vez más. Ante ese cruel tormento, la idea de una larga condena me hacía sentirme deprimido. No quería pasar ni un minuto más en esa cárcel demoníaca. Por ese entonces, había un hermano mayor en mi celda y, siempre que podía, compartía conmigo las palabras de Dios en voz baja para consolarme y animarme. Recuerdo que el hermano mayor me recitó este pasaje de las palabras de Dios: “Cuando te enfrentes a sufrimientos debes ser capaz de no considerar la carne ni quejarte contra Dios. Cuando Él se esconde de ti, debes ser capaz de tener la fe para seguirlo, de mantener tu amor anterior sin permitir que flaquee o desaparezca. Independientemente de lo que Dios haga, debes dejar que instrumente como Él desee y estar dispuesto a maldecir tu propia carne en lugar de quejarte contra Él. Cuando te enfrentas a las pruebas, debes estar dispuesto a soportar el dolor de renunciar a lo que quieres y a llorar amargamente para satisfacer a Dios. Solo esto es amor y fe verdaderos(La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Los que serán hechos perfectos deben someterse al refinamiento). Las palabras de Dios me dieron fe y fortaleza. Ese entorno podía afianzar mi determinación y mi resolución para soportar el sufrimiento, lo que era algo bueno. Al entender la intención de Dios, ya no me sentí tan deprimido. Sentí realmente que Dios siempre estaba a mi lado, me cuidaba y me protegía, y que Sus palabras me esclarecían y me guiaban. ¡Debía confiar en Dios para mantenerme firme en mi testimonio y no rendirme ante Satanás!

En el transcurso de esa persecución y tribulación, lo que experimenté más profundamente fue el amor y la salvación de Dios. Varias veces durante episodios de tortura especialmente severos, cuando me sentía abatido y débil, estaba a punto de rendirme y hasta casi pensaba en quitarme la vida, fueron las palabras de Dios las que me dieron la fe y la fortaleza para soportar el sufrimiento, así como la determinación para mantenerme firme en mi testimonio. Sentí realmente que, cuando el gran dragón rojo me perseguía con crueldad, Dios no me abandonaba, sino que me protegía, cuidaba y guiaba para superar los azotes de los demonios. Dios ama a la humanidad por encima de todo y puede salvar y perfeccionar al hombre. Ahora mi fe es aún más firme. No importan las adversidades o persecuciones que deba padecer en el futuro, ¡seguiré a Dios hasta el mismísimo final y me mantendré firme en mi testimonio de Él para humillar por completo al gran dragón rojo!

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