2. La tortuosa senda de un soldado para difundir el evangelio
En 2021, empecé a difundir el evangelio de Dios de los últimos días al poco de aceptarlo. En una ocasión, invité a más de 20 camaradas a escuchar un sermón. Con la lectura de las palabras de Dios Todopoderoso y la enseñanza y testimonio de Su obra de los últimos días, todos acabaron por aceptar a Dios Todopoderoso. Yo estaba exultante, y tenía fe para seguir difundiendo el evangelio.
No mucho después de que empezara a hacerlo, mi jefe de pelotón comenzó a hostigarme. Aseguró que me había extralimitado con mi fe en Dios, y además se dirigió a mí delante de las tropas: “Estaba considerando formarte para ser jefe de escuadrón, pero ahora que crees en Dios y no me escuchas, ¡te vas a arrepentir! De aquí en adelante, no te dejaré cogerte un permiso ni aunque mueran tus padres”. Tras oír las palabras del jefe de pelotón, otros camaradas también se burlaron de mí: “Todo el mundo cree en Buda, al creer en Dios insultas nuestra fe”. Ante las burlas y la humillación de tanta gente, empecé a sentir que flaqueaba y me alejé a toda prisa. Encontré un lugar tranquilo, me arrodillé y oré a Dios: “Dios, el jefe de pelotón me ha increpado y humillado, y mis camaradas se burlan de mí. Soy muy débil, te ruego que me des fe y fortaleza. Sé que se me está poniendo a prueba, y no puedo permitir que esto me afecte o interfiera en mi deber”. Al poco tiempo, la primera línea entró en combate, y la tropa vigilaba estrictamente las habitaciones. Una noche me disponía a ir a regar a los nuevos creyentes, pero pensé que últimamente nos tenían muy controlados, y se castigaría a cualquiera que pillaran escabulléndose. Acabaría molido a golpes y amonestado, o atado fuera durante toda una noche. Me preocupaba que si el jefe de pelotón se enteraba de que salía a menudo, sin duda me sometería a todas esas vejaciones. Así que no me atreví a salir y a regar a los nuevos. Le expresé mis pensamientos a Carter, que era mi compañero. Me dijo: “Te importa mucho tu reputación. Dios ha dispuesto para nosotros semejante entorno a fin de que lo experimentemos, y observar así si podemos aprender alguna lección. Debes orar más a Dios y reflexionar mejor sobre ti mismo. Si te gobierna la vanidad y el amor propio y renuncias a tu deber porque no puedes lidiar con que los demás se burlen de ti, ¿qué clase de problema es ese? Si no vas a la aldea a regar a todos esos nuevos fieles, ¿acaso no te estás tomando el deber a la ligera y eres un irresponsable?”. Me envió también un pasaje de las palabras de Dios: “Cómo consideras las comisiones de Dios es de extrema importancia y un asunto muy serio. Si no puedes llevar a cabo lo que Dios les ha confiado a las personas, no eres apto para vivir en Su presencia y deberías ser castigado. Es perfectamente natural y está justificado que los seres humanos deban completar cualquier comisión que Dios les confíe. Esa es la responsabilidad suprema del hombre, y es tan importante como sus propias vidas. Si no te tomas en serio las comisiones de Dios, lo estás traicionando de la forma más grave. En esto eres más lamentable que Judas y debes ser maldecido. La gente debe entender bien cómo tratar lo que Dios les confía y, al menos, debe comprender que las comisiones que Él confía a la humanidad son exaltaciones y favores especiales de Dios, y son las cosas más gloriosas. Todo lo demás puede abandonarse. Aunque una persona tenga que sacrificar su propia vida, debe seguir cumpliendo la comisión de Dios” (La Palabra, Vol. III. Discursos de Cristo de los últimos días. Cómo conocer la naturaleza del hombre). Al leer este pasaje de las palabras de Dios, entendí la importancia de la actitud de responsabilizarse de cumplir con el propio deber. Dios me elevó y me dio la oportunidad de cumplirlo, así que he de ceñirme a este y dar lo mejor de mí para completarlo. Soy un ser creado y he comido y bebido muchas palabras de Dios y he entendido Su voluntad y Sus exigencias, pero ahora renuncio al deber en cuanto me enfrento a ciertas dificultades. He traicionado a Dios. Pensé en la gente corriente de aquí, que podía verse abocada a la guerra en cualquier momento y vivía cada día en un estado de ansiedad. Dios me colocó en este entorno para que les difundiera sin demora el evangelio, para que regara a estos nuevos fieles adecuadamente, para que pudieran cimentar el camino verdadero y lograr la salvación, y recibir la protección de Dios en mitad del desastre. Lo que Dios espera de mí es lealtad y que tenga fe y me mantenga firme en mi testimonio, no verme vacilar cuando cumplo con el deber, pero no fui capaz de soportar afrontar la humillación, y traté el deber a la ligera y no asumí mi responsabilidad. Esto es una traición a Dios más grave que la de Judas, y merezco que se me maldiga. Desde que vi las palabras de Dios entendí que sea cual sea la situación, por mucho que sufra o me humillen, y aunque me cueste la vida, debo completar todo lo que Dios me ha encomendado. Esta es la responsabilidad y el deber que debo cumplir. Después de eso, me asocié con dos hermanos para difundir el evangelio y regar a los nuevos. Ese mes convertimos a 27 personas, que luego le fueron entregadas a la iglesia. Agradecí mucho la guía de Dios, y sentí paz en el corazón.
Más adelante, se movieron nuestras tropas y me transfirieron a otro lugar. Algunos de los nuevos no sabían que el jefe de pelotón hostigaba a los creyentes en Dios, así que trataron de difundirle el evangelio, y este empezó a indagar sobre quién lo compartió con ellos. Me asusté: “¿Quedaría al descubierto que fui yo el que lo hizo? ¿Me arrestaría el jefe de tropa y me enviaría a prisión? Seguro que entonces sufriría y me humillarían. Hubiera sido mejor esperar a que se relajaran las cosas antes de volver a difundir el evangelio. De ese modo no me atraparían, no quiero que me humillen de nuevo”. Así que no salí a difundirlo durante tres días. Aunque cada noche asistía a reuniones online, me sentía vacío por dentro. No tenía ya la misma tranquilidad que antes al realizar mi deber.
Más adelante, una de las hermanas vino a interesarse por mi estado y me envió un pasaje de las palabras de Dios: “Creéis que poseéis la máxima sinceridad y lealtad hacia Mí. Pensáis que sois tan bondadosos, tan compasivos y que me habéis dedicado tanto. Pensáis que habéis hecho más que suficiente por Mí, ¿pero habéis alguna vez comparado esto con vuestras acciones? Digo que sois bastante arrogantes, bastante codiciosos, bastante negligentes; los trucos con los que me engañáis son bastante ingeniosos y tenéis bastantes intenciones despreciables y métodos despreciables. Vuestra lealtad es demasiado pobre, vuestra sinceridad es demasiado miserable y vuestra conciencia es aún más deficiente. […] Cuando desempeñas tu deber, estás pensando en tus propios intereses, en tu propia seguridad personal o los miembros de tu familia. ¿Qué has hecho que fuera para Mí? ¿Cuándo has pensado en Mí? ¿Cuándo te has dedicado, a cualquier costo, a Mí y Mi obra? ¿Dónde está la evidencia de tu compatibilidad conmigo? ¿Dónde está la realidad de tu lealtad hacia Mí? ¿Dónde está la realidad de tu obediencia a Mí?” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Deberías buscar el camino de la compatibilidad con Cristo). Leí las palabras de Dios y luego reflexioné sobre mí mismo. Antes pensaba que me dedicaba y gastaba lo suficiente por Dios. Desde que empecé a creer, difundía siempre el evangelio, aunque estuviera en primera línea. Una vez, a mi regreso de regar a los nuevos mi comandante pensó que era el enemigo y se dispuso a dispararme. Por suerte, uno de los hermanos se dio cuenta enseguida de que era yo, y entonces no apretó el gatillo. Creía que difundir el evangelio y gastarme para Dios de este modo, al tiempo que sufría mucho y ganaba a algunas personas, ya demostraba que era leal a Dios, y Él debía estar satisfecho. Pero en realidad, no le era leal en absoluto. Cuando realizaba mi deber, lo primero en lo que pensaba era en mi propia reputación e intereses. Temía que el jefe de pelotón me golpeara, increpara y humillara si me sorprendía saliendo a difundir el evangelio; tenía miedo de dañar mi imagen. Así que dejé de cumplir con mi deber y no volví a difundir el evangelio ni a regar a los recién llegados. El jefe de pelotón indagó quién les estaba difundiendo el evangelio a los aldeanos, y temí que descubriera que era yo y me arrestaran y me metieran en la cárcel, así que dejé de cumplir con mi deber una vez más. Al verme ante semejantes circunstancias una y otra vez, en lo único que pensaba era en mi propia reputación. Cuando algo afectaba a mi reputación o suponía alguna humillación, apartaba mi deber y dejaba de cumplirlo. Observé que, aunque estaba dispuesto a gastarme para Dios, cada vez que mis propios intereses estaban en juego, optaba por cuidar de mí mismo y no defendía en absoluto el trabajo de la iglesia. No era responsable en el cumplimiento de mi deber, y no tenía conciencia ni razón. Ahora reconozco por fin que no era leal, que no era lo bastante sincero con Dios y que era demasiado egoísta y despreciable.
Leí en ese momento un pasaje de las palabras de Dios y me sentí muy inspirado: “La difusión del evangelio es deber y obligación de todos. En cualquier momento, independientemente de lo que oigamos o veamos o del tipo de tratamiento que recibamos, siempre debemos mantener esta responsabilidad de difundir el evangelio. Bajo ninguna circunstancia podemos renunciar a este deber por negatividad o debilidad. El deber de difundir el evangelio no es pan comido, sino que está lleno de peligros. Cuando difundáis el evangelio, no os enfrentaréis a ángeles, extraterrestres ni robots. Solo os enfrentaréis a la humanidad malvada y corrupta, a demonios vivientes, bestias; todos son humanos que sobreviven en este espacio maligno, este mundo malvado, que han sido hondamente corrompidos por Satanás y se oponen a Dios. Por lo tanto, durante la difusión del evangelio hay, ciertamente, todo tipo de peligros, por no hablar de mezquinas calumnias, burlas y malentendidos, que son moneda corriente. Si realmente consideras la difusión del evangelio una responsabilidad, una obligación y tu deber, podrás considerar correctamente estas cosas y hasta ocuparte correctamente de ellas. No renunciarás a tu responsabilidad y obligación ni te desviarás de tu intención original de difundir el evangelio y dar testimonio de Dios por ellas, y jamás dejarás de lado esta responsabilidad, pues es tu deber. ¿Cómo debe entenderse este deber? Es el valor y la obligación principal de la vida humana. Difundir la buena nueva de la obra de Dios en los últimos días y el evangelio de Su obra es el valor de la vida humana” (La Palabra, Vol. III. Discursos de Cristo de los últimos días. Difundir el evangelio es el deber al que están obligados por honor todos los creyentes). Tras leer las palabras de Dios, entendí que difundir el evangelio no es cosa fácil. Dado que lidiamos con la humanidad corrupta, sin duda nos encontraremos con diversos peligros al difundirlo, como que nos golpeen e increpen, nos humillen, se mofen de nosotros y nos difamen; esto es inevitable. Difundir el evangelio es el deber ineludible de todos aquellos que creen en Dios. Sin importar la persecución a la que se le someta, ni cómo le humillen o se burlen de él los demás, uno no puede renunciar a su propio deber, y solo si lo cumple bien Dios lo recordará en el momento crítico. El deber y la responsabilidad que Dios me ha otorgado son de suma importancia, y debo dejar de lado mi vanidad y mi amor propio y seguir difundiendo el evangelio y dando testimonio de Dios, trayendo más gente ante Él para cumplir con mi responsabilidad. Es la mejor manera de dar testimonio de Dios y humillar a Satanás. No importa cómo me increpe o humille el jefe de pelotón, tampoco que mis camaradas se burlen de mí, e incluso que me aten y me cuelguen de un árbol, debo difundir el evangelio y dar testimonio de Dios.
Tiempo después, trasladaron de nuevo a nuestras tropas a otro lugar y no tenía manera de salir a difundir el evangelio, así que lo hacía online junto a varios de mis hermanos del ejército. Creé un grupo en el móvil y añadí a estos hermanos. En un descuido, el jefe de pelotón me quitó el aparato y me dijo: “Te lo devolveré si firmas en una declaración escrita que no crees en Dios”. Le dije: “No he hecho nada malo, ¿por qué me ha confiscado el teléfono?”. El jefe de pelotón dijo: “Has llevado tu fe en Dios demasiado lejos. La fe del pueblo Wa está en su partido, ¡creer en Dios es ilegal!”. Dicho esto, cogió una pala y me golpeó. Al día siguiente, el jefe de pelotón descubrió en mi teléfono el historial de conversaciones entre mis hermanos y yo, y también halló las palabras de Dios, así como las películas y vídeos de la iglesia. Informó de ello a sus superiores en el cuartel general. El comandante me preguntó: “¿Dónde aceptaste a Dios Todopoderoso? ¿Qué cargo ocupas en la iglesia? ¿A quién le has difundido el evangelio? ¿Cuántos creyentes hay entre nuestras tropas?”. Me asusté ante aquel interrogatorio y me temblaba un poco el cuerpo. Pensé: “Si digo la verdad, entonces estoy traicionando a Dios igual que Judas, pero si no lo hago, entonces el comandante y otra gente les preguntarán a estos hermanos quién les difundió el evangelio, y mi destino será aún peor si les dicen que fui yo”. Le oraba a Dios sin parar en mi corazón, le pedía que me guiara y me diera la fortaleza para mantenerme firme en mi testimonio, para que por mucho que me humillaran o que sufriera, no vendiera a mis hermanos y hermanas ni hiciera como Judas. Y entonces dije: “Mi fe en Dios Todopoderoso implica reunirme y adorar a Dios”. No respondí a más preguntas después de eso.
Al final, me enviaron de vuelta y me encerraron. Nos encadenaron a mí y a otras tres personas por los pies. Los cuatro comíamos, dormíamos e íbamos al baño juntos, y además caminar resultaba difícil. Me flaqueó un poco el ánimo: “Estoy confinado, esposado y con grilletes. ¿Qué les parecería a mis camaradas incrédulos si me vieran así? ¿Dirían también que he llevado demasiado lejos mi fe en Dios?”. Al pensar en ello, me avergonzaba y me parecía que había arruinado mi reputación. Me sentía al borde de un colapso mental. Deseaba que Dios me ayudara a salir de aquel entorno y no quería que me humillaran más. Cuando iba a comer tenía que llevar esposas y otros soldados se burlaban de mí: “¿Por qué no le pides a tu Dios que te quite las esposas?”. Comía con la cabeza gacha, sin atreverme a levantar la mirada, y oraba para mis adentros: “Dios, estoy sufriendo. Mi estatura es demasiado pequeña. Guíame y dame fe y fortaleza de modo que pueda afrontar la humillación de los demás”. Después de orar, me sentí más fuerte, y pensé en un himno llamado “Una elección sin remordimientos”:
1 Cuando Satanás arresta y persigue a los cristianos con más y más violencia, cuando la ciudad está llena de oscuros horrores y yo huyo adonde pueda, cuando los derechos humanos se cercenan sin sentido, cuando mi única compañía es una noche larga de dolor, mi fe en Dios no vacilará, no traicionaré al Creador, el único Dios verdadero. El Dios verdadero todopoderoso, mi corazón te pertenece. La cárcel solo puede controlar mi cuerpo. No me impedirá seguir Tus pasos. En el doloroso sufrimiento, en un camino accidentado, guiado por Tus palabras, mi corazón no tiene miedo, acompañado por Tu amor, mi corazón está satisfecho.
2 Cuando la tortura perniciosa de los diablos de Satanás sea cada vez peor, cuando el dolor mordaz me golpee una y otra vez, cuando la agonía de la carne está a punto de llegar a su límite, en el último momento, cuando estén a punto de quitarme la vida, nunca me entregaré al gran dragón rojo, nunca seré un Judas, una mancha de vergüenza para Dios. El Dios verdadero todopoderoso, te seré fiel hasta la muerte. Satanás solo puede torturar y destruir mi cuerpo. No puede destruir la fe y el amor que tengo por Ti. La vida y la muerte estarán siempre bajo Tu dominio. Abandonaré todo para dar testimonio de Ti. Si puedo dar testimonio de Ti y avergonzar a Satanás, moriré sin queja alguna.
¡Cuán honrado soy de seguir a Cristo y perseguir el amor de Dios en esta vida! Debería retribuir al amor de Dios con el alma y el corazón; estoy dispuesto a abandonarlo todo para testificar de Él. Mientras viva, nunca me arrepentiré de haber elegido darle todo mi ser a Dios.
Seguir al Cordero y cantar nuevos cánticos
Esta canción me imbuyó de fe. Por muy mal que me trataran los demás, no podía traicionar a Dios. Seguir a Dios es una elección de la que no me arrepentiré en toda mi vida. He de desprenderme de mi reputación y arriesgarlo todo para mantenerme firme en mi testimonio de Él.
Siempre me había parecido que era algo humillante que te persiguieran por tu fe en Dios, pero luego recordé un pasaje de las palabras de Dios que cambió mi punto de vista. Dios Todopoderoso dice: “Eres un ser creado, debes por supuesto adorar a Dios y buscar una vida con significado. Si no adoras a Dios, sino que vives en tu carne inmunda, ¿no eres solo una bestia, vestida de humano? Como eres un ser humano, ¡te debes gastar para Dios y soportar todo el sufrimiento! El pequeño sufrimiento que estás experimentando ahora, lo debes aceptar con alegría y con confianza y vivir una vida significativa como Job y Pedro. En este mundo, el hombre usa la ropa del diablo, come la comida del diablo, trabaja y sirve bajo el campo de acción del diablo, pisoteado completamente en su inmundicia. Si no captas el significado de la vida u obtienes el camino verdadero, entonces, ¿qué significado tiene vivir así? Vosotros sois personas que buscáis la senda correcta, los que buscáis mejorar. Sois personas que os levantáis en la nación del gran dragón rojo, aquellos a quienes Dios llama justos. ¿No es esa la vida con mayor sentido?” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Práctica (2)). A partir de las palabras de Dios, empecé a entender que los demonios que arrestaban y perseguían a los cristianos eran enemigos de Dios, y que los gobiernos en las dictaduras no permitían a la gente creer y seguir a Dios, solo adorar a Buda y al presidente y al Partido Unido del Estado Wa. Hacían a la gente valerse por sí misma para forjarse un buen futuro y transformar su destino si estudiaban y ganaban dinero. Difundir el evangelio de Dios en un lugar como este conlleva persecución y dificultades. Aquí, los que creen en Dios y difunden el evangelio se enfrentarán a la persecución, la burla, los golpes y la reprimenda, e incluso a la cárcel. Pero sufrir persecución en aras de la justicia; ese es un sufrimiento que tiene sentido. Si cuando me someten a tortura y me ridiculizan y humillan, siento que he perdido prestigio y no puedo mirar a nadie a los ojos, entonces mi punto de vista sobre las cosas no es el correcto. Soy un ser creado, y creer y adorar a Dios es algo perfectamente natural y está justificado. Difundir el evangelio y dar testimonio de Él es la misión y la responsabilidad que nos encomendó el Creador, y también es lo más justo que hace la humanidad. Que te persigan por difundir el evangelio no es algo humillante, ya que es en aras de la justicia. Pasa lo mismo con Job y Pedro. Cuando Job se enfrentó a las pruebas, los bandidos le robaron todos los bienes familiares, sus hijos murieron y a él le salieron llagas por todo el cuerpo. Los incrédulos se burlaban de él, decían que el Dios en el que creía era falso, e incluso su esposa le dijo que abandonara a Dios y muriera, pero él oró a Dios todo el tiempo, alabó Su nombre y se mantuvo firme en su testimonio de Él. Pedro también fue víctima de persecución en su difusión del evangelio, y al final, lo clavaron cabeza abajo en la cruz, pero eso a él no le pareció una humillación. Todo lo contrario, pensó que como miembro de la humanidad corrupta no era digno de ser clavado en la cruz como el Señor Jesús, así que eligió ser crucificado cabeza abajo, dando un alto y claro testimonio de Dios. Sus vidas fueron de lo más significativas; ser llamados justos es el honor más grande. Yo también comprendí la voluntad de Dios. Me preocupaba demasiado mi reputación, y no me atrevía a cumplir con mi deber por miedo a que me humillaran. Al disponer este tipo de entorno para mí, Dios me permitía reconocer y resolver mi propio carácter corrupto y mi punto de vista erróneo sobre las cosas dentro de estos entornos. Quería perfeccionarme y salvarme, y también me mostró que el gobierno del pueblo Wa era un demonio que odiaba la verdad y se resistía a Dios, y que por más que me persiguieran y obstaculizaran, no podía ceder ante ellos. Dios está al mando de este mundo y de la humanidad, y mi destino está en Sus manos. Ningún gobierno de ningún país puede cambiar mi destino ni mi futuro. No hacía falta que me preocupara. Por difícil que fuera, siempre seguiría a Dios y me mantendría firme en mi testimonio de Él. En cuanto fui consciente de esto, vi que valía la pena creer en Dios y todo el sufrimiento que conlleva. Ya no temía que nadie me ridiculizara y humillara, y ya no me daba vergüenza mirar a los demás cuando iba a comer. A menudo oraba a Dios y sentía que me hacía compañía, y cada día era más feliz que el anterior.
Después de medio mes de encierro, se comprobó que estaba infectado con COVID-19, así que me llevaron al cuartel general de la brigada para ponerme en cuarentena. De camino hacia allí, me trataron peor que a un asesino. Me colocaron tres grilletes en los pies. El jefe de pelotón y los demás se burlaron de mí: “¿Acaso no crees en Dios? ¿Cómo has podido entonces contagiarte de COVID-19? Dices que hay un Dios, pero en realidad no existe”. Al oír estas palabras, no me sentí tan débil. Por mucho que se burlaran de mí el jefe de pelotón y los demás y cómo me considerara la gente, yo estaba dispuesto a someterme. Entonces, el jefe de pelotón dijo que iba a enviarme a la cárcel de la zona de seguridad. Me invadió el miedo, ya que esa zona era muy estricta, y también me preocupaba que me humillaran en la cárcel. Además, si estaba encerrado, no podría volver a casa. Pasé todo ese tiempo metido en una habitación. No tenía mi móvil y no podía leer las palabras de Dios. Allí había una guitarra, y lo único que podía hacer era tocarla y cantar himnos. Tenía muchas ganas de leer las palabras de Dios y oré para rogarle que me ofreciera una salida. Varios días después, cogí prestado el móvil de mi hermano Ivan y vi una película llamada Mi historia, nuestra historia. A los hermanos de la película los arrestaba el Partido Comunista de China por creer en Dios y difundir el evangelio. Los torturaban y atormentaban gravemente, y mucha gente los sometía a humillaciones. Los condenaron a prisión y estuvieron encerrados una serie de años, algunos más de diez. No gozaban de ninguna libertad, y los explotaban a diario con trabajos forzados, pero en la cárcel podían seguir orando a Dios y se pasaban unos a otros Sus palabras. Adoptaron la actitud de someterse a Dios y sabían que caminaban por la senda correcta en la vida. Todos tenían fe y se mantenían firmes en el testimonio de Dios. Me conmovió especialmente oírles leer Sus palabras. Los admiraba mucho. Tras tanto sufrimiento se mantenían firmes en su fe, seguían a Dios sin dar un paso atrás. Pero cuando a mí me humillaron, me pegaron y me increparon, no pude soportarlo. Tenía miedo de que me encarcelaran, me quedé sin fuerza de voluntad en cuanto sufrí un poco, y quise que Dios me ayudara a liberarme de ese entorno. Me parecía que tenía una deuda con Dios y esperaba que Él me diera otra oportunidad. Por muchos años que permaneciera encarcelado, y por muy grande que fuera la humillación, me sometería y lo afrontaría. Tras pasar 10 días en cuarentena, resulta que a los que regresaban de primera línea les tocaba un mes de permiso. Lo que no me esperaba era que el ejército también me lo concediera a mí. Un camarada incrédulo dijo: “Fíjate, Ayden cometió un error y está en el reformatorio, pero resulta que le han dado vacaciones incluso antes que a nosotros”. Le estaba muy agradecido a Dios. Pensé que me pasaría encerrado varios años, no esperaba poder irme de vacaciones y regresar a casa. Contemplé los prodigios de Dios, Su omnipotencia y Su gobierno. Antes de irme, el comandante me dijo que no difundiera el evangelio cuando volviera a casa. Pensé: “Me has controlado y golpeado por difundir el evangelio en el ejército. Ahora que vuelvo a casa, dispongo de una magnífica oportunidad para dar testimonio de Dios, ¿cómo iba a desaprovecharla? Voy a dedicar todas mis energías a difundir el evangelio; no dejaré que me afecte nada de lo que digas”. Cuando llegué a casa, empecé a reunir a los hermanos y hermanas para visitar una aldea y difundir el evangelio. En aquella ocasión, seis personas aceptaron la obra de Dios de los últimos días. Pasados más de 10 días desde mi reincorporación al ejército, el jefe de pelotón me asignó a un puesto de guardia en un control. Le estaba muy agradecido a Dios. El ejército me tenía antes muy ocupado y me faltaba tiempo para difundir el evangelio. Desde que empecé en este puesto, ya no estaba tan atareado y disponía de más tiempo para difundirlo. Aunque nunca cesó la persecución del ejército, seguí difundiendo el evangelio y dando testimonio de Dios, y conduje a más personas ante Él para obtener Su salvación.
En el transcurso de la difusión del evangelio, aunque lo pasé un poco mal, me humillaron, golpearon e increparon, y también me encarcelaron, constaté mi propia corrupción y mis carencias, así como el amor de Dios. Fueran cuales fueran las circunstancias a las que me enfrentaba, las palabras de Dios estaban siempre ahí para guiarme, para que me desprendiera de mi vanidad y mi reputación, y tuviera fe y fortaleza para seguir adelante. Tales experiencias me demostraron de primera mano que sufrir y ser perseguido en nombre de la difusión del evangelio es algo lleno de significado. No hay una vida más significativa que la de seguir a Dios, gastarse para Él y cumplir con el deber.