75. La tortura que sufrí
Alrededor de las 10 de la mañana del 20 de marzo de 2014, había salido a hacer unos recados cuando, de repente, recibí una llamada de mi esposa. Me dijo con urgencia: “Unos agentes de la comisaría han venido a arrestarte. ¡No regreses a casa!”. Al oír esto, me puse muy nervioso y pensé: “¿A dónde puedo ir? Si voy a casa de un hermano o hermana, seguro que les causaré problemas. Mi única opción es buscar refugio en casa de un amigo o un pariente”. Al final, decidí ir a la casa de mi hija. Alrededor de las 2 de la tarde del mismo día, tres agentes vestidos de civil irrumpieron en la casa de mi hija y uno de ellos gritó: “Tú eres Lin Guang, ¿verdad? Somos de la comisaría y llevamos años investigándote”. Sin mostrar ninguna identificación, me obligaron a salir y subir a su coche sedán. En ese momento, estaba bastante asustado de que me dieran una paliza y me obligaran a dar información sobre la iglesia, así que oré a Dios: “¡Dios mío! Te ruego que me des fe y fortaleza. No importa lo que me hagan los agentes, no seré un judas ni te traicionaré”. Después de orar, logré calmarme.
En la comisaría, dos agentes me obligaron a sentarme de inmediato en una “silla tigre”, una silla de metal utilizada para tortura. Me esposaron a la silla, me quitaron los zapatos y calcetines, y me pusieron los grilletes en los pies. Con una voz siniestra y llena de odio, el jefe de la comisaría me dijo: “La orden de arresto llegó hoy, directamente del departamento provincial de seguridad pública, y pidieron que yo mismo te arrestara. ¡Debes ser alguien importante! Será mejor que hables rápido y nos cuentes todo lo que sabes”. Luego, me mostró unas fotos de una pulgada con retratos de medio cuerpo de más de diez personas y me preguntó, una por una, si conocía a alguna de ellas. Reconocí a una hermana, pero respondí de inmediato: “No conozco a ninguna de estas personas”. Luego señaló algunos objetos que habían sacado de mi casa, incluidas dos Biblias, un ejemplar de La Palabra manifestada en carne, varios recibos de custodia de libros de las palabras de Dios y 7400 yuanes, y dijo: “¡Esto es evidencia clara de que crees en Dios Todopoderoso y estás en contra del Partido Comunista Chino!”. Luego tomó los recibos y me preguntó: “¿Dónde guardaste estos libros?”. Al verlo con los recibos en la mano, me puse muy nervioso y pensé: “Esos recibos son de más de mil libros. Si no se lo digo, seguro que no me dejará ir, pero si se lo cuento, ¿no me estaré convirtiendo en un judas?”. Al darme cuenta de eso, oré de inmediato a Dios: “¡Dios mío! Te ruego que protejas mi corazón y me permitas estar tranquilo y sereno ante Ti. No importa lo que me haga la policía, no seré un judas ni delataré a mis hermanos y hermanas”. Después de orar, recordé este pasaje de las palabras de Dios: “De todo lo que acontece en el universo, no hay nada en lo que Yo no tenga la última palabra. ¿Hay algo que no esté en Mis manos?” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Las palabras de Dios al universo entero, Capítulo 1). Pude sentir la autoridad de Dios a través de Sus palabras. ¡Todo está en las manos de Dios y Él es soberano sobre todas las cosas! ¿No fue una señal de la protección de Dios el haber trasladado los libros que tenía guardados hace tan solo una semana? Al darme cuenta de esto, respondí con confianza: “Ya se han entregado esos libros”. Un agente continuó el interrogatorio y me preguntó: “¿Dónde vive la persona que recibió los libros? ¿Cómo se llama? ¿Quién es su líder?”. Respondí: “No lo sé”. Me fulminó con la mirada y gritó: “¿Vas a hablar o no? ¡No te hagas el listo solo porque he sido blando contigo!”. Luego, se me vino encima y me abofeteó ambos lados de la cara con violencia. Entonces, otros dos agentes se acercaron y se turnaron para darme bofetadas. Me abofetearon al menos diez veces. Comencé a ver las estrellas, me zumbaban los oídos y me ardía la cara de dolor. Al ver que aún no hablaba, un agente tomó un cable eléctrico de 2,5 cm de grosor y me azotó más de diez veces en la espalda, lo que me hizo convulsionar de dolor. Oré a Dios en mi corazón y le pedí que me diera fe y fuerza de voluntad para soportar el sufrimiento. Algunos de los agentes gruñeron con crueldad: “Quítale la ropa y pégale fuerte. ¡A ver si se pone a hablar!”. Entonces me quitaron la ropa a la fuerza y continuaron azotándome mientras gritaban: “¿Vas a hablar o no?”. Me azotaron al menos ocho o nueve veces, y un dolor abrasador me recorría el cuerpo con cada golpe. Pero, por mucho que me interrogaron, no les dije ni una palabra. Otros dos agentes se acercaron y se turnaron para darme bofetadas en la cara. Me golpearon hasta que me sentí tan débil que no podía abrir los ojos.
Al cabo de un rato, un agente entró con una palangana llena de agua. Arrojó unos pantalones sucios al agua y, luego, los sacó de la palangana con un palo y me salpicó, sin parar, la cabeza y el cuerpo con agua, lo que me dejó helado y dolorido. Al ver que todavía no hablaba, tomaron una vara de bambú del grosor de un dedo meñique y comenzaron a apretarme y retorcerme los pezones durante dos o tres minutos, lo que me provocó un dolor abrasador. Apreté los puños y rechiné los dientes, pero sentí que ya no podía soportarlo más, así que oré a Dios: “¡Dios mío! Te ruego que me des fe y fuerza de voluntad para soportar el sufrimiento. Permíteme superar este dolor y mantenerme firme en mi testimonio de Ti”. Durante la oración, pensé en cómo los soldados golpearon al Señor Jesús hasta dejarle todo el cuerpo cubierto de cortes y moretones. Lo obligaron a marchar encadenado al lugar de Su crucifixión y finalmente lo crucificaron despiadadamente. El Señor Jesús sacrificó Su vida para redimir a la humanidad. ¡El amor de Dios es tan grande! El amor de Dios me motivó profundamente. Al pensar en cómo Pedro también había sido crucificado boca abajo, me di cuenta de que el sufrimiento que yo estaba padeciendo era muy insignificante en comparación. Sabía que debía emular a Pedro y mantenerme firme en mi testimonio. Por mucho que me torturara la policía, incluso si significaba sacrificar mi vida, debía satisfacer a Dios. Al darme cuenta de todo esto, gané fe, sentí que el dolor de mi cuerpo disminuía y comencé a experimentar una sensación de calma. Tras eso, la policía siguió alternando entre torturarme con la vara de bambú y el cable eléctrico, pero, al ver que todavía no hablaba, gritaron: “¡Vaya que eres terco! ¡Nunca hemos tenido a alguien tan terco como tú! ¡Incluso un héroe se habría rendido a estas alturas! ¿Qué es lo que te sostiene?”. Me sentí muy feliz cuando le oí decir eso. Sabía que Dios me había dado la fe y la fuerza de voluntad para soportar el sufrimiento, lo que me había permitido superar la tortura. Sentí que Dios estaba a mi lado y tenía más fe: me mantendría firme en mi testimonio de Dios, incluso si significaba mi muerte. Declaré con firmeza: “¡La palabra de Dios me sostiene!”. Al oír eso, los agentes inmediatamente intensificaron su tortura, me abofetearon, me apretaron y retorcieron los pezones, y me golpearon las manos con la vara de bambú hasta que se me entumecieron y se me pusieron negras y azules. Entonces, un agente me dijo: “Si no hablas, esta noche te mataremos a golpes. A nadie le importará si te matamos. ¡Todos los creyentes deberían ser asesinados!”. Me enfurecí cuando dijo eso y pensé: “Incluso si me matas, no diré ni una palabra. ¡No esperes obtener la más mínima información de mí!”.
Más tarde, al ver que todavía no hablaba, los policías usaron la vara de bambú para apretarla y retorcerla contra mis dedos gordos de ambos pies, y usaron un cable eléctrico para azotarme los pies. Siguieron alternando entre los azotes, el uso de la vara de bambú para apretarme y retorcerme los pezones y los dedos gordos, y las bofetadas. Sentía un dolor tan intenso que rechinaba los dientes y me castañeaban. Un policía dijo entonces: “Si no hablas, mañana te pasearemos por las calles. Tus parientes, amigos y familiares te odiarán y te rechazarán. Si hablas, nadie sabrá que te arrestamos y podrás mantener tu reputación”. Me di cuenta de que ese era el siniestro plan de Satanás y pensé en lo que dijo el Señor Jesús: “Bienaventurados aquellos que han sido perseguidos por causa de la justicia” (Mateo 5:10). Que se burlaran de mí, me insultaran y calumniaran por creer en Dios eran formas de persecución por la justicia. No era una humillación, sino algo glorioso. No me preocupaba lo que pensaran los demás. Solo quería satisfacer a Dios. Al darme cuenta de esto, simplemente ignoré al agente. Entonces, otro agente me amenazó y dijo: “¿Vas a hablar o no? Si no lo haces, esta noche te mataremos a golpes y te arrojaremos a la autopista. Los coches te convertirán en carne picada y nadie sabrá lo que ocurrió”. Al escuchar esto, pensé: “Estos agentes son verdaderamente malévolos y no hay nada que no me vayan a hacer. Si me matan, nadie lo sabrá jamás”. Pensé en mi padre, que, con más de 80 años, estaba en casa. También pensé en mi esposa, que sufría muchas enfermedades. “Si me matan, ¿cómo se las arreglarán mi padre y mi esposa?”. Me sentí fatal al pensarlo, así que oré a Dios. Más tarde, recordé este pasaje de las palabras de Dios: “En cada paso de la obra que Dios hace en las personas, externamente parece que se producen interacciones entre ellas, como nacidas de disposiciones humanas o de la perturbación humana. Sin embargo, detrás de bambalinas, cada etapa de la obra y todo lo que acontece es una apuesta hecha por Satanás ante Dios y exige que las personas se mantengan firmes en su testimonio de Dios” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Solo amar a Dios es realmente creer en Él). Las palabras de Dios me ayudaron a darme cuenta de que Satanás estaba tratando de usar la debilidad de la carne y mi afecto por mi familia para que delatara a mis hermanos y hermanas y traicionara a Dios. No podía dejarme engañar por sus trucos. Entonces recordé algo más que dijo el Señor Jesús: “El que ha hallado su vida, la perderá; y el que ha perdido su vida por mi causa, la hallará” (Mateo 10:39). Las palabras de Dios me dieron fe y fortaleza. Aunque me mataran a golpes, mi alma estaba en manos de Dios. Aunque tuviera que sacrificar mi vida, debía mantenerme firme en mi testimonio de Él. El hombre no controla su suerte, y Dios tiene soberanía sobre nuestro porvenir. Por eso, el futuro de mi familia también estaba en Sus manos. Estaba dispuesto a someterme a las orquestaciones y arreglos de Dios, así que le oré: “¡Dios mío! Todas las cosas y los acontecimientos están en Tus manos, incluida mi propia vida. Por mucho que me torture la policía y aunque signifique mi muerte, jamás te traicionaré ni delataré a mis hermanos y hermanas”.
Al ver que todavía no hablaba, los policías sacaron los pantalones harapientos de la palangana con agua y me salpicaron la cabeza varias veces, me retorcieron la vara de bambú en los pezones y los dedos gordos de los pies, y me golpearon fuerte en el empeine. Cada vez que me golpeaban, el dolor era tan intenso que se me adormecía todo el cuerpo, me daban convulsiones en el corazón y no podía respirar. Apreté los dientes, oré en silencio a Dios y no dije ni una palabra. Entonces, un agente tomó un calcetín maloliente, lo arrojó a la palangana para que absorbiera el agua sucia y luego me lo frotó en la boca. Cerré la boca con fuerza, así que solo pudo frotármelo en los labios. Luego, cuando relajé ligeramente la boca, me metió el calcetín en la boca y comenzó a frotármelo contra los dientes mientras decía: “¡Toma, déjame que te enjuague la boca!”. Después, sacaron un cubo de agua fría del refrigerador y me lo arrojaron en la cabeza. Tras eso, como todavía me negaba a hablar, tomaron un martillo, me forzaron a abrir la boca con el mango de madera y, luego, trajeron medio cuenco de aceite de pimienta picante e intentaron echármelo por la garganta. Cuando vieron que no podían hacérmelo tragar porque había cerrado la boca con todas mis fuerzas, simplemente me lo frotaron en los labios y en los cortes que tenía en los pezones, y no pararon hasta haber usado todo el aceite. El dolor abrasador era casi insoportable, así que temblaba y me sacudía sin parar en la “silla de tigre”. Los grilletes de hierro me raspaban los pies hasta que finalmente me abrieron dos heridas en los talones que me comenzaron a sangrar. El dolor era tan intenso que preferiría morir y me sentía completamente desesperado. Pensé: “Si van a golpearme así, que me maten de una vez y acaben con mi sufrimiento”. Cuando pensé en desear la muerte, me di cuenta de que estaba equivocado. Si moría, ¿cómo podría dar testimonio de Dios? En ese momento, pensé en un pasaje de las palabras de Dios: “No puedes morir aún. Debes apretar los puños y continuar viviendo con determinación. Debes vivir una vida para Dios. Cuando las personas tienen la verdad en ellas, poseen esta determinación y nunca más desean morir. Cuando la muerte te amenace, dirás: ‘Oh, Dios, no estoy dispuesto a morir. Sigo sin conocerte. Aún no te he retribuido Tu amor. No puedo morir hasta que no te conozca bien’. […] Si no comprendes la intención de Dios, y piensas meramente en el sufrimiento, entonces, mientras más pienses en ello, más incómodo se hace y más negativo te sientes, como si tu senda de vida estuviera llegando al final. Empezarás a sufrir el tormento de la muerte. Si pones el corazón y todo tu esfuerzo en la verdad, y eres capaz de entenderla, entonces tu corazón se iluminará, y experimentarás el gozo. Encontrarás paz y alegría dentro de tu corazón en la vida, y cuando la enfermedad te golpee o la muerte te aceche, dirás: ‘Aún no he obtenido la verdad, así que no puedo morir. Debo gastarme bien por Dios, dar buen testimonio de Él, y retribuir al amor de Dios. No importa cómo muera al final, porque habré vivido una vida satisfactoria. Pase lo que pase, aún no puedo morir. Debo persistir y seguir viviendo’” (La Palabra, Vol. III. Discursos de Cristo de los últimos días. Cómo conocer la naturaleza del hombre). Las palabras de Dios tuvieron un impacto profundo y conmovedor en mí. Dios usó esa adversidad para perfeccionar mi fe y mi amor, y para permitirme alcanzar la verdad. Yo quería morir y escapar del sufrimiento tras haber soportado solo un poco de dolor. ¿Dónde estaba mi testimonio? Pensé en Pedro y cómo, sin importar el sufrimiento que padeció o las adversidades que enfrentó, nunca se quejó de Dios. En su lugar, oró para buscar la intención de Dios y se sometió a todo lo que venía de Él hasta que, en última instancia, logró tener un amor supremo por Dios, se sometió hasta la muerte, fue crucificado boca abajo por Dios y dio un testimonio maravilloso y rotundo. Tenía que emular a Pedro. Por mucho que sufriera, debía seguir viviendo y dar testimonio hasta mi último aliento para humillar a Satanás. Tras eso, un agente trajo un ventilador, lo puso al máximo y me lo colocó enfrente durante más de diez minutos, lo que me dio tanto frío que empecé a temblar. Pensé para mí mismo: “No importa el método que usen, jamás hablaré”. Me torturaron así desde las 3 de la tarde hasta las 4:30 de la mañana del día siguiente. A pesar de que no lograron sacarme una sola palabra, terminaron tan agotados que se dieron por vencidos y se marcharon.
A la mañana del segundo día, me llevaron al centro de detención. Tenía los pies tan hinchados que no podía ponerme los zapatos y solo podía andar cojeando, con los pies a medio meter dentro de los zapatos. Cada paso que daba me causaba un dolor abrasador. Cuando un agente me hizo quitarme la ropa para examinarme y vio que estaba cubierto de cortes y moretones, me preguntó: “¿Quién te ha golpeado así?”. Estaba a punto de responder cuando el subjefe interrumpió con rapidez y dijo: “Esas son marcas de gua sha, la práctica de medicina tradicional china, no son de golpes”. Cuando entré en la celda donde iba a ser detenido, un preso con sobrepeso me dijo: “Los recién llegados deben lavarse de pies a cabeza con seis palanganas de agua. Esas son las reglas”. Al oír esto, me sentí un poco nervioso y pensé: “Hace tanto frío que será una tortura lavarme con seis palanganas de agua. ¿Cómo voy a soportarlo?”. Pero, para mi sorpresa, cuando me quité la ropa y vio que estaba cubierto de cortes y moretones, les dijo a los demás presos: “Tiene la espalda, los pies y la cara llenos de moretones azules y negros. Tiene heridas profundas y ensangrentadas en ambos talones. Le han dado una paliza demasiado fuerte, así que queda eximido de las seis palanganas de agua”. Me sentí profundamente aliviado y no paré de agradecer a Dios en mi corazón.
A las 2 de la tarde del tercer día de mi detención, tuve un repentino dolor de cabeza muy fuerte, empecé a tener taquicardia y perdí el conocimiento en mi cama de cemento. En ese momento, sentía una presión en el pecho, como si lo tuviera anudado con una cuerda, y una sensación pesada, como si tuviera una enorme losa de piedra encima. Sentía un malestar extremo y el dolor de cabeza era tan intenso que creía que me estaba a punto de explotar. Un preso llamó de inmediato a un agente, que me tomó el pulso y dijo: “Le está latiendo tan rápido el corazón que ni siquiera puedo medirle el pulso”. Entonces, me enviaron al hospital y me hicieron una examinación que determinó que me latía el corazón a 240 latidos por minuto y que había sufrido un ataque cardíaco. Me ingresaron en el hospital, me colocaron una máscara de oxígeno y me inyectaron un cardiotónico. Estuve hospitalizado durante cuatro días y, como la policía temía que intentara escaparme, me esposaron a la cama y pusieron a dos guardias armados en la puerta de mi habitación. Por la noche del cuarto día, me llevaron de vuelta al centro de detención. Varios agentes preguntaron sobre mi situación, a lo que el agente que me acompañaba solo negó con la cabeza y dijo: “Este ya no sirve para nada, está acabado”. Recordé haber escuchado a otros presos decir que los detenidos con lesiones o enfermedades graves podían ser liberados tras unos diez días. Pensé que, dado lo enfermo que estaba, probablemente no me detendrían por mucho tiempo. Tal vez Dios me estaba abriendo un camino. Oré a Dios y le dije que estaba dispuesto a poner mi enfermedad en Sus manos. Independientemente de que viviera o muriera, si seguía encarcelado o si me ponían en libertad, estaba dispuesto a someterme a Su soberanía y arreglos. Durante los días siguientes, pasé todo el tiempo acostado en la cama con un dolor intenso y los compañeros de celda se turnaron para cuidarme durante una semana. Sabía que Dios había orquestado y dispuesto a personas, acontecimientos y cosas para ayudarme, así que no paraba de agradecérselo. Debido a que tenía una cardiopatía avanzada y podía dejar de respirar en cualquier momento, los oficiales del centro de detención temían tener que cargar con la responsabilidad si moría en la cárcel, así que, tras veintinueve días bajo arresto, llamaron a mi esposa para gestionar mi libertad bajo fianza y me liberaron para que regresara a casa. Recuerdo que, al salir, el subjefe me advirtió: “Te hemos liberado, pero sigues bajo nuestro control. Tu esposa es tu garante. Si vuelves a contactar con creyentes, la próxima vez los arrestaremos a los dos. A partir de ahora, deberás presentarte todos los meses en la comisaría local”. En ese momento, no respondí y solo pensé: “Pueden vigilarme y controlarme, pero no pueden controlar mi corazón que sigue a Dios. Seguiré creyendo en Dios después de que me hayan puesto en libertad”.
Tras salir del centro de detención, mi enfermedad se agravó y los episodios se volvieron más frecuentes. Cada vez que tenía un episodio, el dolor me irradiaba desde el corazón hacia la espalda y desde la columna hasta la cabeza. Mis dolores de cabeza eran tan intensos que sentía como si alguien me apretara la cabeza con un torno. Además, los oídos me zumbaban más fuerte que una máquina de fábrica. Sentía una sensación de opresión extrema en el corazón, como si lo tuviera atado con una cuerda, y me costaba respirar. Solo podía sentir cierto alivio al respirar de forma profunda y lenta. Si los episodios no mejoraban por sí solos, tenía que ir al hospital para que me dieran una inyección. No podía hacer ningún trabajo manual, y hasta cargar con una palangana de agua era demasiado esfuerzo para mi corazón. Además, debido a que tomé medicamentos durante mucho tiempo, desarrollé serios problemas estomacales. Era prácticamente un inválido y no podía hacer el más mínimo trabajo. Para colmo, las facturas médicas suponían una enorme carga económica para mi familia y nos hacían la vida extremadamente difícil. Siempre que pensaba que, como hombre, no podía trabajar ni mantener a mi familia, me sentía una carga para ellos. Además, tener que soportar a diario el dolor y el tormento de mi enfermedad me hacía sentir terriblemente afligido y miserable. Siempre que sufría de esa manera, pensaba en las experiencias de Job y Pedro. Leí este pasaje de las palabras de Dios: “Pasar por las pruebas de Job es pasar también por las pruebas de Pedro. Cuando Job fue probado, se mantuvo firme en el testimonio, y al final Jehová apareció ante él. Solo después de mantenerse firme en el testimonio fue digno de ver el rostro de Dios. ¿Por qué se dice: ‘Me oculto de la tierra de inmundicia, pero me muestro al reino santo’? Eso significa que solo cuando eres santo y te mantienes firme en el testimonio, puedes ser digno de ver el rostro de Dios. Si no puedes ser testigo de Él, no eres digno de ver Su rostro. Si te retiras o te quejas contra Dios frente a los refinamientos, no te mantienes firme en el testimonio de Él y eres el hazmerreír de Satanás, no obtendrás la aparición de Dios. Si eres como Job, quien en medio de las pruebas maldijo su propia carne, no se quejó contra Dios y fue capaz de detestar su propia carne sin quejarse ni pecar por medio de sus palabras, eso es mantenerse firme en el testimonio. Cuando pasas por refinamientos hasta un cierto grado y puedes seguir siendo como Job, totalmente sumiso delante de Dios y sin otras exigencias de Él y sin tus propias nociones, Dios se te aparecerá” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Los que serán hechos perfectos deben someterse al refinamiento). Al reflexionar sobre las palabras de Dios, me di cuenta de que, a pesar de que el tormento del PCCh me había dejado plagado de enfermedades, Dios estaba usando ese entorno para perfeccionar mi fe y mi amor. Él quería ver si me sometía a esa orquestación y arreglo, y si me mantenía firme en mi testimonio de Él durante ese refinamiento. Cuando Job pasó por las pruebas, perdió todos sus bienes y vio morir a sus propios hijos en un solo día. Luego, le salieron llagas en todo el cuerpo, pero mantuvo un corazón temeroso de Dios y, a pesar de enfrentar semejante sufrimiento y adversidad, nunca se quejó de Dios y hasta alabó Su nombre. También está el caso de Pedro, que pasó por cientos de pruebas, pero nunca perdió su fe en Dios. Finalmente, fue crucificado boca abajo y se sometió a Él hasta la muerte. El sufrimiento, las pruebas y el refinamiento que ellos vivieron fueron mucho mayores que los míos. Aun así, nunca se rebelaron contra Dios ni se le resistieron y pudieron someterse a Él por propia voluntad y sin quejarse, independientemente de si recibían bendiciones o sufrían infortunios. Yo estaba dispuesto a emularlos y a no quejarme de Dios, sin importar cuán grande fuera el sufrimiento y el refinamiento que enfrentara. Con determinación, me mantendría firme en mi testimonio de Dios.
Al padecer esa persecución y detención, llegué a ver con claridad la esencia demoníaca del PCCh, que odia la verdad y a Dios. Son tal como Dios dice: “¡Esa banda de cómplices criminales! Descienden al reino de los mortales para complacerse en los placeres y causar una conmoción, agitando tanto las cosas que el mundo se convierte en un lugar voluble e inconstante y el corazón del hombre se llena de pánico e inquietud, y han jugado tanto con el hombre que su apariencia se ha convertido en la de una bestia inhumana del campo, sumamente fea, y de la cual se ha perdido hasta el último rastro del hombre santo original. Además, incluso desean asumir el poder soberano en la tierra. Obstaculizan tanto la obra de Dios que esta apenas puede avanzar, y encierran al hombre tan firmemente como los muros de cobre y acero. Habiendo cometido tantos pecados graves y causado tantos desastres, ¿todavía están esperando otra cosa que el castigo?” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. La obra y la entrada (7)). Dios nos creó, así que creer en Él y adorarlo es algo perfectamente natural y justificado. Sin embargo, el PCCh utiliza todos los métodos posibles para perseguir y arrestar a los creyentes. Los obliga a traicionar a Dios y seguir al partido, mientras fantasea con controlar a la humanidad, la creación de Dios. ¡Qué desvergonzado es! En última instancia, ¡Dios maldecirá y castigará a esos demonios! Durante mi experiencia, también fui testigo de las obras milagrosas de Dios, Su omnipotencia y soberanía. Cada vez que sentía que no podía soportar más el sufrimiento que me infringía la tortura y el tormento del PCCh, oraba a Dios y confiaba en Él, y el sufrimiento de mi carne disminuía. Cuando me sentía miserable y negativo, las palabras de Dios me guiaban para que tuviera fortaleza y la muerte no me limitara. Dios también orquestó y dispuso a personas, acontecimientos y cosas para ayudarme, lo que me permitió sentir que estaba a mi lado, compadeciéndose de mi debilidad. Todo esto fue el amor que Dios me tiene, y ahora tengo más fe en Él que nunca.