Un calvario tras otro
Una mañana de abril de 2009, alrededor de las 9 de la mañana, cuando la hermana Ding Ning y yo salimos a la calle después una reunión, ocho hombres se nos vinieron encima. Sin mediar una palabra, nos inmovilizaron las manos detrás de la espalda y nos confiscaron los bolsos y más de 40000 yuanes de fondos de la iglesia. Me tomaron completamente desprevenida y, antes de que tuviera tiempo de reaccionar, ya me habían escoltado hasta su vehículo. Poco después, oí que una mujer decía: “Las sospechosas están bajo custodia”. Solo entonces me di cuenta de que la policía nos había capturado. Estaba furiosa de que hubieran robado una suma tan grande de fondos de nuestra iglesia y pensé: “Estos agentes nos arrestaron de forma arbitraria y se llevaron nuestro dinero a plena luz del día, ¿dónde está el estado de derecho?”. Estaba un poco asustada y el corazón me latía con fuerza, así que oré a Dios sin cesar y le pedí que protegiera mi corazón para que, si los agentes me torturaban o interrogaban, no traicionara a Dios, como Judas, y pudiera mantenerme firme en mi testimonio por Él. Después de orar, sentí que me invadía una sensación de tranquilidad.
Los agentes nos llevaron a un lugar apartado y nos separaron para interrogarnos. La sala de interrogatorios tenía un ambiente sombrío y amenazante, y los agentes en su interior parecían demoníacos y siniestros. Uno de ellos comenzó el interrogatorio preguntándome: “¿Eres una líder de la iglesia? ¿Cuál es tu relación con Ding Ning? ¿Cómo se conocieron? ¿Es ella tu superior?”. Le respondí: “No soy una líder y no sé quién es esta ‘Ding Ning’ de la que hablas”. Eso lo enfureció, me abofeteó la cara y me dio dos patadas antes de gritarme: “Parece que tendré que hacerte confesar por las malas”. Tras decir eso, comenzó a darme puñetazos en la cara reiteradamente. Perdí la cuenta de cuántas veces me golpeó. La sangre corría por mis labios, tenía el rostro hinchado y casi desfigurado, y me atenazaba un dolor abrasador. Pero ni siquiera entonces se detuvo y siguió golpeándome la cabeza, lo que me dejó un doloroso chichón en la frente. Pensé: “Sus palizas son despiadadas. ¿Qué haré si estas palizas tan brutales me causan una conmoción cerebral? ¿Qué haré si me golpean hasta el punto de causarme daño cerebral? ¿Cómo haré para seguir creyendo en Dios?”. Cuanto más lo pensaba, más miedo tenía. Oré en silencio a Dios y le pedí que protegiera mi corazón. Tras orar, recordé este pasaje de las palabras de Dios: “¿Quién en toda la humanidad no recibe cuidados a los ojos del Todopoderoso? ¿Quién no vive en medio de la predestinación del Todopoderoso? ¿Acaso la vida y la muerte del hombre ocurren por su propia elección? ¿Controla el hombre su propio porvenir?” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Las palabras de Dios al universo entero, Capítulo 11). Dios es el Creador y reina sobre todas las cosas. Mi vida estaba en Sus manos y Satanás no tenía ningún poder sobre el hecho de que las golpizas me dejaran lisiada o me causaran daño cerebral. Estaba dispuesta a poner mi vida en manos de Dios. Al darme cuenta de esto, me sentí un poco más en paz y pensé: “Será mejor que estos demonios renuncien a intentar sacarme la más mínima información. ¡Nunca me rendiré ante ellos!”.
Tras eso, los agentes me llevaron a un hotel y siguieron interrogándome. Una agente me acribilló a preguntas alzando la voz: “¿Cómo te llamas? ¿En cuántas casas de acogida te has alojado? ¿A quién conoces? ¿Dónde guarda los fondos tu iglesia?”. Cuando no le respondí, se abalanzó sobre mí, me dio dos bofetadas, me hizo quitar los zapatos y luego me pisó los dedos de los pies con sus zapatos de cuero. Un dolor abrasador me recorrió todo el cuerpo y no pude evitar gritar de agonía. Ella me pisoteó los dedos ensangrentados mientras decía: “¡Si no puedes soportar el dolor, dinos lo que queremos saber!”. El dolor era realmente insoportable, así que clamé a Dios: “¡Dios mío! Si no obtienen lo que quieren, no me dejarán en paz. Temo que no podré soportar su tortura. Te ruego que me guíes”. Después de orar, recordé de repente que Dios era mi escudo y que, con Su guía, no tenía nada que temer. No importaba lo mucho que me torturara la policía, no traicionaría a Dios ni a la iglesia. Al ver que aún no estaba dispuesta a hablar, otro agente me esposó las manos a la espalda y tiró con fuerza de mis manos hacia arriba mientras me interrogaba. Inmediatamente sentí dolor en el brazo, como si se hubiera dislocado, y, al poco tiempo, los dorsos de las manos se me empezaron a hinchar muchísimo. Otro agente me amenazó: “Si no empiezas a hablar, te desnudaremos, te colgaremos un cartel en el cuello y te pondremos encima de un coche patrulla para pasearte por toda la ciudad. ¡Ya veremos si te queda algo de dignidad después!”. Al oír esto, me preocupé mucho y pensé: “Estos diablos son verdaderamente malvados y parece que no hay nada que no estén dispuestos a hacer. Si realmente me desnudan y me pasean por la ciudad, ¿cómo podré mostrar mi cara en público y seguir viviendo tras eso?”. Justo cuando me sentía más débil y angustiada, recordé el himno de las palabras de Dios: “Dios sufre un gran tormento por la salvación del hombre” Dice que: “Esta vez, Dios se ha hecho carne para llevar a cabo la obra que aún no ha completado, para juzgar y poner fin a esta era, para salvar al hombre de la vorágine del sufrimiento, para conquistar por completo a la humanidad y para transformar el carácter de vida de la gente. Son muchas las noches de insomnio que ha soportado Dios para liberar al hombre del sufrimiento y de esas fuerzas tan oscuras como la noche, y por el bien de la obra de la humanidad. Ha descendido desde lo más alto hasta lo más bajo para vivir en este infierno humano y pasar Sus días con el hombre. Dios jamás se ha quejado de la mezquindad que hay entre los hombres ni nunca le ha pedido demasiado al hombre; por el contrario, Dios ha soportado la mayor de las vergüenzas mientras realizaba Su obra. A fin de que toda la humanidad pueda gozar pronto del reposo, Dios ha soportado la humillación y padecido la injusticia para venir a la tierra y ha entrado personalmente en la boca del lobo a salvar a la humanidad” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. La obra y la entrada). Al reflexionar sobre las palabras de Dios, me sentí profundamente conmovida. Dios es santo. Para salvar a la humanidad que Satanás había corrompido profundamente, Dios vino encarnado en dos ocasiones. Primero vino para redimir a la humanidad, fue crucificado y sufrió terribles tormentos. En los últimos días, ha venido nuevamente encarnado a China para salvar completamente a la humanidad del pecado, y ha sufrido la persecución y el acoso del Partido Comunista, así como la condena, la calumnia y el rechazo del mundo religioso. Dios ha soportado todo esto en silencio y sigue expresando verdades y realizando Su obra para salvarnos. El amor que nos tiene es verdaderamente inmenso. Tuve la suerte de aceptar la obra de Dios en los últimos días y de disfrutar del sustento de Sus palabras, así que sabía que debía retribuir Su amor. Al darme cuenta de esto, supe que el dolor y la humillación tenían sentido y valor, ya que eran soportar la opresión en nombre de la justicia. Oré en silencio a Dios: “¡Dios mío! No importa cómo me humillen los agentes, ¡me mantendré firme en mi testimonio para satisfacerte!”. Después de orar, ya no me sentí tan asustada. Tras eso, no importaba cómo me amenazaran los agentes, no les dije ni una palabra, por lo que no tuvieron otra opción que marcharse.
Varios días después, cuando los agentes concluyeron que no me sacarían ninguna información, me enviaron a un centro de detención. Apenas llegué, una agente me humilló a propósito al ordenarme que me quitara toda la ropa y diera vueltas en círculos, además de hacerme poner en cuclillas con las manos detrás de la cabeza y obligarme a hacer saltos de rana. Cuarenta y dos días después, se inventaron un cargo de que había usado “un culto para menoscabar la aplicación de ley”, y me sentenciaron a un año y medio de trabajo forzado. Pensé que iba a ser extremadamente difícil pasar más de un año sin leer las palabras de Dios ni compartirlas y sin reunirme ni cumplir con mi deber. Oré en silencio a Dios: “¡Dios mío! No sé qué tormento me espera ni si podré soportarlo. Te ruego que me guíes para que entienda Tu intención y que pueda resistir en este entorno”. Después de orar, recordé este pasaje de las palabras de Dios: “No te desanimes, no seas débil; y Yo te aclararé las cosas. El camino que lleva al reino no es tan fácil. ¡Nada es tan simple! Queréis que las bendiciones vengan a vosotros fácilmente, ¿no es así? Hoy, todos tendréis que enfrentar pruebas amargas. Sin esas pruebas, el corazón amoroso que tenéis por Mí no se hará más fuerte ni sentiréis verdadero amor hacia Mí. Aun si estas pruebas consisten únicamente en circunstancias menores, todos deben pasar por ellas; es solo que la dificultad de las pruebas variará de una persona a otra. Las pruebas son una bendición proveniente de Mí. ¿Cuántos de vosotros venís a menudo delante de Mí y suplicáis de rodillas que os dé Mis bendiciones? ¡Niños tontos! Siempre pensáis que unas cuantas palabras favorables cuentan como Mi bendición, pero no reconocéis que la amargura es una de Mis bendiciones. Los que participan de Mi amargura ciertamente compartirán Mi dulzura. Esa es Mi promesa y Mi bendición para vosotros” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Declaraciones de Cristo en el principio, Capítulo 41). Las palabras de Dios hicieron que me diera cuenta de que ese entorno me ayudaría a perfeccionar mi fe y a fortalecer mi voluntad para soportar el sufrimiento. Solo al padecer el sufrimiento podría orar, confiar más en Dios y acercarme más a Él. A pesar de que no podría leer las palabras de Dios ni reunirme y hablar con hermanos y hermanas durante el año y medio siguiente, Dios aún estaría conmigo, así que tenía que confiar en Él y mantenerme firme en mi testimonio para humillar a Satanás. Después de entender la intención de Dios, sentí renovadas mi fe y mi fortaleza. Durante mi estancia en el campo de trabajos forzosos, solía orar Dios y reflexionar sobre Sus palabras. Gracias a la guía de las palabras de Dios, pude superar los largos días de confinamiento.
Después de que me liberaran, comencé a cumplir de nuevo con mi deber, pero, en octubre de 2013, me volvieron a arrestar. Ese día, alrededor de las cuatro de la tarde, venía de difundir el evangelio y estaba bajando del autobús, cuando un grupo de tres personas se me vino encima y me sujetó. Uno de ellos dijo: “Han pasado unos años, ¿te acuerdas de mí? ¿Por qué no vienes a dar un paseo en coche con nosotros?”. Inmediatamente entré en pánico y pensé: “Ahora sí que estoy en problemas. Ahora que la policía me ha detenido, es seguro que no me dejarán ir con facilidad”. Me forzaron a entrar en su coche patrulla, se me sentaron a ambos lados, y me sujetaron las manos para que no pudiera moverme. Luego, me enviaron a un centro de lavado de cerebros en el que me acompañaban dos “escoltas” en todo momento. En ese lugar, desde las siete y media de la mañana hasta las siete de la tarde, me obligaban a ver vídeos que blasfemaban contra Dios y desacreditaban a la iglesia, así como vídeos que exaltaban al PCCh para tratar de hacerme traicionar a Dios. Los escoltas me vigilaban las 24 horas del día y no me permitían orar, ni siquiera cerrar la puerta cuando iba al baño. Las largas horas de lavado de cerebro y la constante vigilancia me hacían sentir oprimida. Estaba nerviosa y en tensión todos los días, y estaba aterrada de que, si no tenía cuidado, caería en la trampa de Satanás. Solamente oraba sin cesar a Dios y le suplicaba que protegiera mi corazón.
Un día, Chen, que supervisaba el lavado de cerebros, me trajo un ejemplar de La Palabra manifestada en carne y dijo: “Este es el libro de tu iglesia. ¿Aún piensas que estas son palabras de Dios? Está claro que lo ha escrito una persona común”. Tomé el libro de las palabras de Dios y pensé: “Cada una de las palabras de Dios es la verdad. Ustedes, diablos, no creen en Dios, así que ¿cómo podrían entender Sus palabras?”. Abrí el libro y vi el siguiente pasaje: “En esta etapa de la obra se nos exige la mayor fe y el amor más grande. Podemos tropezar por el más ligero descuido, pues esta etapa de la obra es diferente de todas las anteriores. Lo que Dios está perfeccionando es la fe de las personas, que es tanto invisible como intangible. Lo que Dios hace es convertir las palabras en fe, amor y vida” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. La senda… (8)). Al leer estas palabras, sentí que Dios me animaba y me consolaba. La obra de Dios en los últimos días es la obra de palabras. Él dispone todo tipo de situaciones para que las personas experimenten Sus palabras y permite que esas palabras se conviertan en parte de las personas y en su vida. Así es como Dios salva y perfecciona a la humanidad. Pensé en cómo las palabras de Dios me dieron fe y fortaleza para superar el maltrato de los diablos durante la tortura y el tormento de mi primera detención. Ahora, durante esta detención, cuando me sentía atormentada, angustiada y oprimida debido a la constante vigilancia y al lavado de cerebro con herejías y falacias, Dios había dispuesto que la oficial me mostrara un ejemplar de Sus palabras, lo que me llenó de fe y fortaleza. A pesar de los peligrosos calvarios por los que había pasado en la cárcel infernal, la verdad es que no me sentía sola, ya que sabía que Dios siempre me estaba protegiendo y usaba Sus palabras para guiarme. Tras eso, no importaba la manera en que los oficiales intentaran lavarme el cerebro con las herejías y falacias de Satanás, yo sosegaba conscientemente mis pensamientos ante Dios, oraba y confiaba en Él para no dejarme engañar por los ardides de Satanás. Un oficial me mostró una foto de una hermana y me preguntó si la conocía. Como no respondí, intentó intimidarme y engañarme diciendo: “Los demás ya te han delatado. Nos dijeron que eres una líder, pero tú sigues aquí y aún intentas protegerlos. Ellos ya confesaron y los hemos enviado de vuelta a casa. Es una necedad quedarse callada, ya que te espera una muy larga sentencia en la cárcel. Cuanto antes empieces a hablar, antes podremos enviarte a casa”. Me sorprendió escuchar esto y pensé: “¿Alguien me habrá delatado? Entonces los oficiales deben saber todo sobre mí. Si no empiezo a hablar, podría caerme una larga condena. Quizás pueda darles alguna información insignificante de modo que, si realmente tengo que ir a la cárcel, al menos me darán una sentencia menor y no tendré que sufrir tanto”. Pero luego pensé: “Si les doy información, ¿no estaría traicionando a Dios y vendiendo a mis hermanos y hermanas? Eso no servirá, no puedo decirles nada”. Justo en ese momento, recordé las palabras de Dios que dicen: “En el futuro traeré la retribución a cada persona de acuerdo con lo que haya hecho. He dicho todo lo que hay que decir porque esta es precisamente la obra que hago” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Los malvados deben ser castigados). Las palabras de Dios me ayudaron a entender que Él trata a las personas de acuerdo con cómo han actuado. Si vendiera a mis hermanos y hermanas, estaría actuando como un indigno Judas y Dios me maldeciría y castigaría. Si los demás me han delatado, esa fue su acción malvada, pero yo no puedo traicionar a Dios ni vender a otros hermanos y hermanas. Recordé cómo habían arrestado a una hermana, la habían sometido a una tortura brutal y la habían sentenciado a nueve años de cárcel, pero ella nunca se había rendido ante Satanás y había seguido cumpliendo su deber cuando la liberaron. A pesar de experimentar algo de sufrimiento, ella se mantuvo firme en su testimonio y Dios le dio Su aprobación. También estaba Pedro, a quien, en la Era de la Gracia, lo crucificaron boca abajo tras arrestarlo, y dio testimonio de su amor por Dios. Al recordar estas historias, me sentí profundamente alentada y mi corazón se llenó de fe y fortaleza. Tomé una resolución en silencio: no importa el tiempo que tenga que quedarme en la cárcel, ¡nunca traicionaré a Dios ni venderé a mis hermanos y hermanas!
Después de eso, siguieron interrogándome y me preguntaron: “¿Con quién estás en contacto? ¿Quién es tu líder superior? ¿Dónde vive?”. Cuando no respondía, me obligaban a ponerme de cara a la pared y hacían turnos de dos horas, con dos oficiales en cada turno, para asegurarse de que no durmiera durante 24 horas. Si me veían cabeceando, gritaban: “¡No te atrevas a cerrar los ojos ni a orar a tu Dios!”. Después de estar de pie durante todo el día, tenía las piernas tan hinchadas que la piel se me estiró y brillaba y los zapatos ya no me cabían y tenía que ir descalza. También me dolía tanto la espalda que pensé que me había roto algo. Me torturaron de esa manera durante siete días y siete noches. Estaba totalmente exhausta, tanto física como mentalmente, y mi cuerpo estaba llegando a su límite, así que oré a Dios en silencio y le pedí que me diera la fe y fortaleza necesarias para superar la brutalidad de esos diablos. Después de orar, recordé las palabras de Dios que dicen: “Durante estos últimos días debéis dar testimonio de Dios. No importa qué tan grande sea vuestro sufrimiento, debéis caminar hasta el final e, incluso hasta vuestro último suspiro, debéis seguir siendo fieles a Dios y dejar que Él os instrumente; solo esto es amar verdaderamente a Dios y solo esto es el testimonio firme y rotundo” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Solo al experimentar pruebas dolorosas puedes conocer la hermosura de Dios). Las palabras de Dios me llenaron de fe. No importaba cómo me torturara la policía, no controlarían mi corazón. Mientras siguiera viva y respirando, me mantendría firme en mi testimonio para humillar a Satanás. Más tarde, uno de los oficiales sacó una declaración que blasfemaba contra Dios y me pidió que la firmara. Cuando me negué a hacerlo, me dieron varias bofetadas y dijeron con crueldad: “Eres solo un pedazo de carne en la tabla de corte y podemos hacerte pedacitos. Cada día que no firmes y no nos digas lo que queremos saber es otro día en el que te lo vamos a hacer pasar mal. Aquí tenemos dieciocho formas de tortura distintas para tu disfrute personal. Podríamos matarte y nadie se enteraría nunca”. Tras decir eso, empezaron a darme patadas y puñetazos. Me golpearon durante más de 10 minutos. Me sentía aturdida, tenía el rostro hinchado, me dolía la cabeza, oía un fuerte zumbido y me sangraba la boca. La cara me dolía tanto que sentía como si alguien me hubiera echado sal en una quemadura reciente. Temía que, si me seguían golpeando de esa manera, era inevitable que muriera. En ese momento, recordé un pasaje de las palabras de Dios: “Cuando las personas están verdaderamente preparadas para sacrificar su vida, todo se vuelve insignificante y nadie puede vencerlas. ¿Qué podría ser más importante que la vida?” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Interpretaciones de los misterios de “las palabras de Dios al universo entero”, Capítulo 36). Las palabras de Dios me dieron fe y fortaleza. Mi vida y mi muerte estaban en manos de Dios y, sin Su permiso, Satanás no podía quitarme la vida. Incluso si me torturaban hasta la muerte, sería con el permiso de Dios. Estaba dispuesta a someterme a las orquestaciones y arreglos de Dios, y me mantendría firme en mi testimonio para satisfacerlo, aunque me llevara a la muerte.
Luego, no pararon de intimidarme y coaccionarme para que firmara una declaración que blasfemaba contra Dios. Cuando me negaba a firmarla, me obligaban a ponerme en cuclillas mientras me golpeaban con una barra de metal en las piernas y la espalda. Una vez, un oficial me golpeó tan fuerte en la espalda que sentí que me había roto algo y grité de forma involuntaria. Luego encendió un cigarrillo y me sopló el humo en los ojos, mientras me obligaba a mantenerlos abiertos. Sentí una dolorosa sensación de ardor en los ojos, las lágrimas me corrían por las mejillas y se me caían los mocos de la nariz. No podía dejar de toser por el humo. Intenté mover la cabeza para apartarme, pero el agente me agarró por el pelo para sujetármela y siguió echándome el humo. Mientras reía como un loco, dijo: “¿Te gusta? Si no lo soportas, solo firma el papel y dinos lo que sabes. Si no hablas, lo vas a pasar mal. Mañana compraré otro paquete de cigarrillos y te ahumaré de nuevo”. Cuando se terminó el cigarrillo, mi ropa estaba completamente empapada en sudor. Entonces, el oficial me obligó a ponerme en cuclillas otra vez, pero estaba completamente exhausta, me temblaba todo el cuerpo y estaba tan débil que sentí que me iba a desplomar en cualquier momento. Siguieron torturándome así durante otras dos horas. Más tarde, me echaron humo en la cara con otros dos cigarrillos. Estaba en completa agonía, sentía una opresión terrible en el pecho y el abdomen, y tenía los dedos rígidos y agarrotados. Me agarraron la mano e intentaron obligarme a que firmara el documento, pero recé en silencio a Dios y no dejé que me movieran la mano ni un centímetro. Al final no firmé ese documento que blasfemaba contra Dios, pero los oficiales no habían terminado conmigo. Para obligarme a firmar, uno de ellos me agarró del pelo y me golpeó la cabeza contra una pared, lo que me dejó un chichón enorme en la cabeza. Después, me dio un fuerte golpe en la cara y me dio patadas en las piernas y en el estómago, lo que me dejó mareada y con todo el cuerpo entumecido. Cuando el oficial se cansó de golpearme, tomó una porra eléctrica y comenzó a electrocutarme en la cara, el pecho y en otras partes del cuerpo. Sentía como si me estuvieran clavando agujas por todo el cuerpo. Oré sin cesar a Dios y le pedí que me diera fe y fortaleza para mantenerme firme. Mientras me electrocutaba, el oficial me amenazó con crueldad: “Te voy a torturar hasta hacerte lesiones internas. Cuando salgas de aquí, estarás plagada de enfermedades y sufrirás una muerte lenta”. Cuanto más hablaban los oficiales, más los odiaba. Recordé las palabras de Dios, que dicen: “¿Cómo puede este diablo, apoplético de ira, permitir que Dios tenga control sobre su corte imperial en la tierra? ¿Cómo puede inclinarse voluntariamente ante Su poder superior? Su odioso rostro se ha revelado tal como es, de manera que uno no sabe si reír o llorar, y resulta verdaderamente difícil hablar de ello. ¿Acaso no es esta su sustancia? Con un alma fea, sigue creyéndose increíblemente hermoso. ¡Esa banda de cómplices criminales! Descienden al reino de los mortales para complacerse en los placeres y causar una conmoción, agitando tanto las cosas que el mundo se convierte en un lugar voluble e inconstante y el corazón del hombre se llena de pánico e inquietud, y han jugado tanto con el hombre que su apariencia se ha convertido en la de una bestia inhumana del campo, sumamente fea, y de la cual se ha perdido hasta el último rastro del hombre santo original. Además, incluso desean asumir el poder soberano en la tierra. Obstaculizan tanto la obra de Dios que esta apenas puede avanzar, y estrechan al hombre tan firmemente como los muros de cobre y acero. Habiendo cometido tantos pecados graves y causado tantos desastres, ¿todavía están esperando otra cosa que el castigo?” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. La obra y la entrada (7)). El PCCh es el diablo que odia y se resiste a Dios. Cuanto más me torturaban, más claramente veía lo feos y repugnantes que realmente eran. Los odiaba con toda mi alma, me rebelé contra ellos y sentí aún mayor motivación para seguir a Dios y satisfacerlo. Tras eso, el oficial intentó intimidarme de nuevo y dijo: “Incluso si no hablas, te condenarán igualmente y te enviarán a la cárcel por más de diez años”. Me indigné y pensé: “Si tengo que ir a la cárcel, que así sea. No importa a cuántos años de condena me sentencien, ¡nunca me rendiré ante ustedes, diablos!”. Al final, no pudieron sonsacarme ninguna información y, en julio de 2014, me acusaron de un cargo inventado, de que “había usado un culto para menoscabar la aplicación de la ley” y me sentenciaron a cuatro años de prisión.
Las dos veces que me han arrestado y encarcelado, el PCCh usó varios métodos para intentar que traicionara a Dios, como brutales golpizas, intimidación, lavado de cerebro y humillaciones. Durante cada uno de esos calvarios, si no hubiera tenido la protección de Dios y la fe y la fortaleza que me infundieron Sus palabras, hace tiempo que los oficiales me habrían torturado hasta la muerte. Por medio de esos calvarios, experimenté de primera mano el amor de Dios y fui testigo de la autoridad y el poder de Sus palabras. Son las palabras de Dios las que me guiaron a través de estas tribulaciones. No importa cuánto me persiga el PCCh, continuaré siguiendo a Dios y cumpliré con mi deber para retribuir Su amor.
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