16. Tras el silencio
Ni soy muy habladora ni es frecuente que me abra y hable desde el corazón. Siempre creí que era por mi personalidad introvertida, pero luego, después de pasar por algunas cosas y ver lo que revelaban las palabras de Dios, me di cuenta de que callar siempre, sin compartir jamás mis opiniones tranquilamente, no era introversión ni una actuación razonable. Lo que aquello ocultaba era la actitud satánica de la astucia.
Hace un tiempo comencé a cumplir con el deber editorial. Vi que los hermanos y hermanas con quienes trabajaba en él tenían bastante experiencia; comprendían los principios y tenían mucha aptitud. Todos tenían discernimiento acerca de quiénes comprendían la verdad y quiénes tenían verdadero talento y una formación sólida. Esto me inquietaba un poco. Mi aptitud era normal y no tenía la realidad de la verdad, así que, si expresaba tranquilamente mis opiniones en nuestras conversaciones, ¿no sería como intentar enseñar a un gato a arañar? Daría igual que tuviera razón al final, pero, de no ser así, todos pensarían que estaba alardeando a pesar de comprender superficialmente la verdad. Me parecía que aquello sería realmente incómodo. Me advertía constantemente que debía pasar desapercibida, escuchar más que hablar. Por eso, cuando analizábamos los problemas todos juntos, casi nunca decía lo que pensaba. En una ocasión, sí hice una sugerencia y todos coincidieron en que no era un planteamiento correcto. Sentí una gran humillación y que no debía exponerme precipitadamente; si lo hacía, probablemente metería la pata y haría el ridículo. Tuve la impresión de que debía proceder con cautela y callar. En conversaciones posteriores, me aseguré de no ofrecerme voluntaria a decir lo que pensaba y dejar que otros opinaran primero.
Más adelante se incorporó al equipo una hermana con bastante aptitud y muy perspicaz, y la asignaron a trabajar conmigo. Una vez, hablando de un problema, se me ocurrieron algunas ideas que quería compartir, pero me preocupaba que, si mi razonamiento estaba equivocado y lo que dijera no era validado, esta nueva hermana pudiera pensar que era simplona e ingenua y yo quedara al descubierto tal como era realmente. ¿Y qué haría si comenzaba a menospreciarme? Decidí olvidarme de ello y limitarme a oírla a ella. Al trabajar en este problema en días posteriores, apenas compartía mi punto de vista, sino que optaba por aceptar el suyo, pues suponía que eso me ahorraría un posible bochorno y facilitaría las cosas. Como no hablaba mucho, nuestro entorno de colaboración era bastante aburrido. A ratos, cuando ella se encontraba con un problema y yo no daba mi opinión, nos atascábamos en él. Nuestra productividad era muy baja y se estaba retrasando el avance del trabajo en general. A medida que pasaba el tiempo, hablaba cada vez menos y, aunque sí tuviera una opinión, le daba vueltas a la cabeza una y otra vez y me lo pensaba muy bien antes de abrir la boca. Estaba muy deprimida y no conseguía casi nada en el deber; sencillamente, estaba atrapada en ese estado, en el que me sentía extraordinariamente triste y preocupada. Fue en esta época cuando me presenté ante Dios en oración, diciéndole: “Dios mío, no percibo el esclarecimiento del Espíritu Santo y apenas progreso en el trabajo. No sé qué actitudes corruptas estoy viviendo en mi interior que te disgustan; te ruego orientación para conocerme a mí misma”. Un día, haciendo introspección en mis devocionales, de pronto me vino a la cabeza la palabra “escurridizo”. Encontré esto al buscar unas palabras pertinentes de Dios: “Puede que alguien nunca se abra y no comunique a los demás lo que piensa, y que en todo lo que haga nunca consulte con nadie, sino que se cierre y parezca estar en guardia hacia los demás en todo momento. Se protege todo lo posible. ¿No es esta una persona astuta? Por ejemplo, se le ocurre una idea que le parece ingeniosa, y piensa: ‘Por ahora, me la guardo para mí. Si la comparto, a lo mejor la usáis y me quitáis protagonismo. Os la ocultaré’. O si hay algo que no entiende del todo, piensa: ‘No hablaré ahora. Si hablo y alguien dice algo más sublime, ¿no pareceré tonto? Todos me conocerán, verán mi debilidad en esto. No debo decir nada’. Así pues, independientemente de la perspectiva o el razonamiento, sea cual sea el motivo subyacente, tiene miedo de que todos lo conozcan. Siempre se plantea el deber y la gente, las cosas y los acontecimientos con esta perspectiva y esta actitud. ¿Qué tipo de carácter es este? Un carácter torcido, mentiroso y malvado” (La Palabra, Vol. III. Discursos de Cristo de los últimos días. Solo al practicar la verdad se puede poseer una humanidad normal). Esta lectura me dejó apesadumbrada. Las palabras de Dios exponían a la perfección mi verdadero estado y los términos “un carácter torcido, mentiroso y malvado” me resultaban muy desgarradores y desconcertantes. Pensé que, al no decir lo que pensaba de forma directa ni expresar tranquilamente mi opinión, pese a parecer muy sensata, en realidad no hacía más que maquinar. Tenía puntos de vista y opiniones sobre los problemas que afrontábamos, pero, cuando no creía dominar totalmente la situación, temía que rechazaran lo que dijera, quedara mal y los demás me menospreciaran. Por eso me contenía, primero para hacerme una idea de lo que pensaba el resto, y luego ya vería. ¿No estaba siendo escurridiza y astuta? Siempre había pensado que eso solo se decía de aquellos individuos de la sociedad que siempre estaban tramando, que eran traicioneros y astutos. Todos los amigos y compañeros que tenía estaban de acuerdo en que yo era una persona franca cuyos actos no encubrían segundas intenciones. Siempre había detestado de veras a las personas escurridizas como culebras, que continuamente trataban de ver por dónde iban los tiros. Yo nunca me había considerado así. Sin embargo, entonces me di cuenta de que, aunque no dijera ninguna mentira descarada ni hiciera las cosas exactamente como aquellas personas, me impulsaba igualmente mi naturaleza astuta. Procuraba analizar la situación en todo cuanto dijera e hiciera y seguía la corriente porque temía parecer incompetente y que me llegaran a conocer. No era sincera en ningún momento y me camuflaba para preservar mi reputación. Ante cualquier dificultad en el deber, nunca compartía tranquilamente lo que pensaba, sino que era astuta y mentirosa al ocultar mis opiniones y apenas pensar en los intereses de la casa de Dios. Acabé comprendiendo que en realidad era una persona escurridiza y astuta. Siempre había creído que no ser muy habladora no era más que una parte de mi personalidad; no había analizado realmente la actitud satánica que había detrás. Hasta entonces no vi lo poco que me conocía a mí misma.
Leí otro pasaje de las palabras de Dios que me sirvió para aclararme mucho las cosas. Dice Dios: “Satanás corrompe a las personas mediante la educación y la influencia de gobiernos nacionales, de los famosos y los grandes. Sus palabras demoníacas se han convertido en la naturaleza-vida del hombre. ‘Cada hombre por sí mismo y sálvese quien pueda’ es un conocido dicho satánico que ha sido infundido en todos y que se ha convertido en la vida del hombre. Hay otras palabras de la filosofía de vida que también son así. Satanás utiliza la cultura tradicional refinada de cada nación para educar a las personas, provocando que la humanidad caiga y sea envuelta en un abismo infinito de destrucción, y al final Dios destruye a las personas porque sirven a Satanás y se resisten a Dios. […] Sigue habiendo muchos venenos satánicos en la vida de las personas, en su conducta y comportamiento; apenas poseen verdad alguna. Por ejemplo, sus filosofías de vida, sus formas de hacer las cosas y sus máximas están todas llenas de los venenos del gran dragón rojo, y todas proceden de Satanás. Así pues, todas las cosas que fluyen a través de los huesos y la sangre de las personas son cosas de Satanás. […] Satanás ha corrompido profundamente a la humanidad. El veneno de Satanás fluye por la sangre de todas las personas, y se puede ver que la naturaleza del hombre es corrupta, malvada y reaccionaria, llena de las filosofías de Satanás e inmersa en ellas; es por entero una naturaleza que traiciona a Dios. Por este motivo la gente se resiste y se opone a Dios” (La Palabra, Vol. III. Discursos de Cristo de los últimos días. Cómo conocer la naturaleza del hombre). Las palabras de Dios hablaban precisamente a los recovecos más profundos de mi corazón. Entendí que defendía las filosofías satánicas desde siempre: “Abre los oídos y cierra la boca” y “El silencio es oro, y quien mucho habla mucho yerra”. Al ser “receptora” en lugar de “megáfono” para con los demás, no tenía que exponer mis debilidades ni parecer tonta. Al tragarme lo que quería decir, muchas de mis ideas equivocadas nunca salían a la luz, por lo que, naturalmente, nadie podía señalar mis defectos ni discrepar de mí. Así podía salvar las apariencias y eso me convencía más aún de que lo más acertado para vivir en este mundo era seguir las ideas de que “El silencio es oro” y “Abre los oídos y cierra la boca”. Tras aceptar la obra de Dios Todopoderoso de los últimos días, todavía no podía evitar que estas cosas continuaran dictando mis relaciones con mis hermanos y hermanas. Creía que, siempre que no dijera mucho o mantuviera la boca cerrada, nadie descubriría mis fallos y defectos personales y podría preservar mi imagen. Vivía según estas filosofías satánicas y, cuando quería compartir mi punto de vista, siempre calculaba lo que ganaría o perdería y lo que opinarían otros. Si creía que cabía la posibilidad de pasar vergüenza, optaba por ir a lo seguro: no decir ni hacer nada. Estos venenos satánicos me volvían cada vez más escurridiza y astuta, y me hacían cuestionar y guardarme más de los demás todo el tiempo. No tomaba la iniciativa de comunicarme y abrirme, y mi trabajo con las otras personas era muy deprimente y monótono. Así era imposible que cumpliera dignamente con el deber.
Al reconocerlo, me presenté ante Dios en oración y le pedí que me orientara para resolver este aspecto de mi carácter corrupto. Desde entonces, hacía un esfuerzo deliberado en las conversaciones con mis hermanos y hermanas para apartarme de mis motivaciones personales y empezar a dar voluntariamente mis ideas sin preocuparme de cómo quedaría. Aquellas ideas no muy bien desarrolladas se las exponía a los hermanos y hermanas para debatirlas y dialogar; cuando nos encontrábamos con dificultades en el deber, todos orábamos y buscábamos juntos, nos comunicábamos entre nosotros. Así podíamos encontrar una salida. Sin embargo, como estaba tan hondamente corrompida por Satanás, muchas veces todavía no podía evitar actuar en función de mi carácter corrupto. En una ocasión, mientras debatíamos un problema en nuestro deber, sucedió que estaban allí un par de supervisores. Pensé: “Está muy bien debatir ideas con los hermanos y hermanas, pero, con los supervisores aquí, ¿qué pensarán estos de mi aptitud si lo que pienso está equivocado, si lo que entiendo está mal? ¿Y si creen que no soy adecuada para este deber y me retiran del equipo? ¿Qué opinarían los demás? Ya no podría ir con la cabeza bien alta”. Atormentada por estas preocupaciones, no dije ni una sola palabra en toda la conversación. Cuando estábamos terminando, uno de los supervisores me preguntó por qué no había dicho nada. Me sentí realmente embarazosa, además de culpable, y no supe qué responder. Finalmente, dije: “Esa ha sido otra muestra de mi carácter astuto. Temía meter la pata si hablaba demasiado, así que no me he atrevido a abrir la boca”. No obstante, después seguí sintiéndome incómoda. Aunque había reconocido la corrupción que manifestaba, ¿haría lo mismo la próxima vez que me encontrara en una situación así? Al reflexionar al respecto, comprobé que, pese a conocerme un poco y haberme enfrentado a las palabras de Dios exponiendo este problema, todavía no podía evitar vivir de acuerdo con esta actitud corrupta ante los desafíos. No me había arrepentido ni transformado de verdad. Me presenté ante Dios para orar y pedirle que me guiara para conocerme realmente.
Luego leí este pasaje de las palabras de Dios: “Los anticristos creen que, si les gusta hablar y abrir su corazón siempre a los demás, todos los conocerán y comprobarán que no tienen nada de profundidad, sino que son gente corriente, y dejarán de respetarlos. ¿Qué implica que los demás no los respeten? Implica que ya no ocupan un lugar noble en el corazón del prójimo y parecer muy vulgares, muy simples, muy corrientes. Esto es lo que no quieren los anticristos. Por eso, cuando en un grupo ven que otro siempre se desnuda y dice que ha sido negativo y rebelde hacia Dios, en qué asuntos se equivocó ayer y que hoy está sufriendo y le duele no haber sido una persona honesta, los anticristos nunca dicen esas cosas, sino que las mantienen ocultas para sus adentros. Algunos hablan poco porque son poco aptos, ingenuos y sin muchas ideas, así que son de pocas palabras. Los de la calaña de los anticristos también hablan poco, pero no por eso, sino por un problema de carácter. Hablan poco al observar a los demás, y cuando los demás hablan de un asunto, ellos no dan su opinión a la ligera. ¿Por qué no dan su opinión? En primer lugar, por supuesto, no tienen la verdad y no pueden comprender el fondo de un asunto; en cuanto hablan, cometen errores y los demás ven cómo son. Por eso fingen silencio y profundidad, de modo que los demás no puedan evaluarlos con exactitud e incluso haciéndoles creer que son brillantes y excepcionales. Así nadie pensará que son poca cosa; ante su conducta tranquila y serena, la gente les tendrá mucho aprecio y no se le ocurrirá despreciarlos. Estas son la astucia y la maldad de los anticristos; no dar su opinión fácilmente forma parte fundamental de su carácter. No dan fácilmente su opinión, no porque no la tengan; tienen opiniones falaces y distorsionadas, opiniones que no concuerdan en absoluto con la verdad, y hasta opiniones que no pueden salir a la luz, pero, tengan la opinión que tengan, no la dan abiertamente. No la dan abiertamente, no porque teman que otros puedan arrogársela, sino porque quieren ocultarla; no se atreven a plantear sus opiniones claramente por miedo a que se vea cómo son. […] Conocen su propio nivel y tienen otro motivo, el más vergonzoso de todos: desean que se les tenga en alta estima. ¿No es eso lo más repugnante?” (La Palabra, Vol. III. Discursos de Cristo de los últimos días. Para los líderes y obreros, escoger una senda es de la mayor importancia (4)). Cada una de las palabras de Dios me golpeó en lo más profundo. Siempre me aferré a las ideas de que “El silencio es oro” y “Quien mucho habla mucho yerra”. Parecía que solo protegía mi imagen por temor a decir algo incorrecto y que se rieran de mí y me humillaran, pero el quid de la cuestión era que quería adquirir estatus a ojos de los demás. Quería que todo cuanto dijera, todas las opiniones que expresara, recibieran su admiración y aprobación, su “voto positivo”. Con esa finalidad, era una falsa y me camuflaba, devanándome siempre los sesos, obsesionada con todo lo que decía y hacía para parecer una persona reflexiva y perspicaz. En las conversaciones con los supervisores, me preocupaba especialmente por preservar mi imagen y estatus, por lo que no me atrevía a compartir mis opiniones, pues creía que no sería ningún problema que tuviera razón, pero que, si no la tenía, revelaría mi falta de entendimiento. Entonces, si los supervisores no se dejaban impresionar y yo perdía mi deber, mi estatus ante los demás se hundiría totalmente. Con estas siniestras motivaciones, me limitaba a mantener la boca cerrada por miedo a sincerarme acerca de mis ideas y opiniones, sin atreverme siquiera a pronunciar un simple “no estoy segura de entender esto”. Era indigno, ¡menuda vergüenza! Me di cuenta de que, al colaborar con los demás en el deber y en la relación cotidiana con mis hermanos y hermanas, era tranquila y aparentemente honesta, pero por dentro albergaba astucia. Ocultaba mi perversidad, me camuflaba y engañaba a los demás. Intentaba seguir la corriente incluso en reuniones en las que se hablaba de la verdad y de los problemas, con la esperanza de salvaguardar mi estatus e imagen a ojos del resto. Amaba mi imagen y mi reputación mucho más que la verdad y la justicia; esto era, en toda su extensión, el carácter astuto y malvado de un anticristo que yo revelaba. A estas alturas de mi reflexión, comprobé lo peligroso de mi estado. Recordé que, en la Era de la Gracia, Dios les dijo a aquellos que no hacían Su voluntad: “Y entonces les declararé: ‘Jamás os conocí; apartaos de mí, los que practicáis la iniquidad’” (Mateo 7:23). Tenía fe, pero ni ponía en práctica las palabras de Dios ni actuaba de forma práctica para satisfacerlo; no era capaz de abrirme a los hermanos y hermanas en comunión y ser honesta. Por el contrario, siempre disimulaba mi faceta indeseable y probaba de todo para preservar mi imagen y despistar a los demás con tal de que me admiraran. Me peleaba con Dios por el estatus e iba por una senda, propia de un anticristo, de oposición a Dios. Sabía que, si no me arrepentía, Dios acabaría eliminándome. Al comprender esto, por fin me invadió el rechazo a mi naturaleza corrupta y, además, vi lo peligroso que sería continuar en esa clase de búsqueda. Tenía que presentarme ante Dios y arrepentirme lo antes posible, abandonar la carne y poner en práctica las palabras de Dios.
Cuando posteriormente me sinceré ante mis hermanos y hermanas acerca de mi estado, una hermana me envió un pasaje de las palabras de Dios: “Cuando la gente cumpla con el deber o con cualquier trabajo ante Dios, su corazón debe ser puro como el agua, cristalino; su actitud ha de ser correcta. ¿Qué actitud es correcta? Hagas lo que hagas, eres capaz de compartir con los demás lo que piensas, cualquier idea que tengas. Si dicen que tu idea no funcionará y sugieren otra, la escuchas y dices: ‘Buena idea, ¿a qué esperamos? La mía no era buena, le faltaba perspectiva, no estaba desarrollada’. Por tus palabras y actos, todos verán que tienes unos principios de conducta clarísimos, que no hay penumbra en tu corazón y que actúas y hablas con sinceridad, apoyado en una actitud de honestidad. Llamas a las cosas por su nombre. Lo que es, es; lo que no es, no es. Sin trucos ni secretos, tan solo una persona muy transparente. ¿Acaso no es esa una actitud? Es una actitud hacia la gente, los acontecimientos y las cosas representativa del carácter de la persona” (La Palabra, Vol. III. Discursos de Cristo de los últimos días. Solo al practicar la verdad se puede poseer una humanidad normal). También leí este pasaje de las palabras de Dios: “Dios le dice a la gente que no sea mentirosa, sino honesta, que hable con honestidad y haga cosas honestas. La trascendencia de esto que dice Dios es que así le da a la gente la posibilidad de tener auténtica semejanza humana para no tenerla con Satanás, que habla como una serpiente que repta por el suelo, siempre mintiendo, ocultando la verdad. En otras palabras, lo dice para que la gente, tanto de palabra como de obra, viva con dignidad y rectitud, sin una cara oculta, sin nada vergonzante, con un corazón puro, con armonía entre lo de fuera y lo de dentro; que diga lo que piensa de corazón y no engañe a nadie ni a Dios, sin guardarse nada, con un corazón cual terreno virgen. Este es el objetivo de Dios al exigirle honestidad a la gente” (La Palabra, Vol. III. Discursos de Cristo de los últimos días. El hombre es el mayor beneficiario del plan de gestión de Dios). En estos pasajes comprobé que a Dios le agrada la gente honesta. Una persona honesta es sencilla y directa, sin engaño ni astucia hacia Dios, y franca con el prójimo. Habla sin rodeos de lo que piensa, sin tergiversarlo, para que tanto Dios como el hombre vean su auténtico corazón. Así es como debe presentarse una persona: íntegra y sin tapujos. Una persona honesta ama la verdad y las cosas positivas, por lo que es más fácil que reciba la verdad y Dios la perfeccione. Yo, en cambio, no era capaz de decir ni una palabra sincera de corazón en mi relación y colaboración con los demás. No tenía transparencia ni de palabra ni de obra; era turbia y astuta, y era imposible que comprendiera y recibiera la verdad. En realidad, Dios conoce la totalidad de mis aptitudes, así como la amplitud de mi comprensión de la verdad. Tal vez engañe a otros camuflándome, pero jamás a Dios. Dios veía lo malvado y repugnante que era que yo siempre estuviera jugando a ser una falsa, así que de ninguna manera iba a obrar para guiarme. No obstante, no me resultará tan extenuante poner en práctica la verdad, como exige Dios, y ser honesta, sincerarme con los demás, sea mi perspectiva equivocada o no; además, eso alegra a Dios. Por otra parte, abrir la boca es la única manera que tengo de saber en qué me equivoco; otros pueden entonces darme consejos y ayudarme, lo cual es el único modo que tengo de progresar. Aunque quede un poco mal por ello, me será de gran utilidad para comprender la verdad y madurar en la vida.
Antes no sabía comportarme realmente. Sin embrago, una vez que Dios nos tomó de la mano para enseñarnos a hablar y actuar, supimos vivir con semejanza humana. Llegué a comprender los sinceros propósitos de Dios y me sentía muy animada, y adquirí, además, una senda de práctica. Después, al trabajar con los hermanos y hermanas o comunicarme con los supervisores en el deber, empecé a trabajar para abrirme y dejar de ser hermética, dejar de proteger mi reputación y estatus. Trataba de decir lo que realmente pensaba, de ser directa con los hermanos y hermanas. Era capaz de decirles abiertamente que mis ideas no estaban muy elaboradas, que mi comprensión era superficial o mi pensamiento simplista, y que les agradecería que me corrigieran los fallos. Era muy liberador para mí practicar esto. Además, no era humillante decir algo equivocado; de hecho, lo hipócrita y vergonzoso era camuflarme constantemente y crear una falsa fachada para que los demás me admiraran. Pronto comencé a trabajar con la hermana que llevaba más tiempo en el equipo. Ella era muy buena en el trabajo y en la enseñanza de la verdad, por lo que yo era reacia a expresar mis opiniones en el trabajo con ella para no revelar mis defectos y parecer más sensata. Cuando me surgió esa idea, me percaté inmediatamente de que de nuevo quería camuflarme, así que oré a Dios y me abandoné. A partir de entonces, en mis conversaciones de trabajo con esa hermana ya no me reprimía, sino que me ofrecía a compartir mi punto de vista. Estas conversaciones entre nosotras me ayudaban a comprobar si mi punto de vista era realmente válido o no y en qué podía hacer aguas. Ella veía mis debilidades y me hacía las correspondientes sugerencias. Gracias a esta clase de colaboración pude progresar en el trabajo y en la captación de los principios. Mi vivencia fue que, al comunicarme de manera voluntaria y conversar con los demás, al ser una persona honesta y cumplir con el deber directamente ante Dios, la penumbra de mi corazón se desvaneció en buena medida y me sentía mucho más a gusto. Además, empecé a cumplir mucho mejor con el deber. ¡Le doy gracias a Dios de corazón por guiarme!