76. Una noche de brutal tortura
Un día de abril de 2006, acudí a difundir el evangelio del reino de Dios Todopoderoso a un grupo de cristianos, pero estos no lo aceptaron. Después de eso, volví a compartirles el evangelio, pero soltaron a un perro para ahuyentarme. Varios días más tarde, cuando estaba en el trabajo, dos policías de paisano vinieron a mi lugar de trabajo y me forzaron a conducirlos a donde vivía en ese momento. Fui consciente de que los cristianos, probablemente, me habían denunciado. Sentí ansiedad y miedo; sabía que si la policía encontraba los libros de las palabras de Dios que guardaba en mi apartamento, sin duda me arrestarían. Le oré sin cesar a Dios: “Oh, Dios, si de verdad me arrestan hoy, será con Tu permiso, estoy listo para ponerme en Tus manos. Por favor, protégeme, dame fuerza y fe, y guíame para mantenerme firme en mi testimonio”. Tras llegar a mi apartamento, empezaron a hurgar entre mis posesiones personales sin enseñarme ninguna identificación, hasta que acabaron encontrando una copia de La Palabra manifestada en carne, un libro del evangelio y un reproductor de cedé. Entonces procedieron a llevarme a la oficina de seguridad pública del condado.
Un agente me preguntó: “¿Eres un creyente de Dios Todopoderoso? ¿A cuánta gente le has hecho proselitismo? ¿Quién es tu líder?”. Contesté: “Sí, creo en Dios Todopoderoso, pero practicamos la fe y compartimos el evangelio por voluntad propia. No tenemos líderes”. Esto lo enfadó hasta tal punto que me propinó una patada en el estómago, tan fuerte que me hizo trastabillar varios pasos hacia atrás. Sabía que probablemente no podría evitar que me torturaran y me atormentaran tras ser arrestado, ese día va a llegar a todos los que vivimos en China como creyentes y seguidores de Dios. Tenía que confiar en Dios para sobrevivir a este calvario; no podía hincar la rodilla ante Satanás. El agente me presionó despiadadamente, diciendo: “¿Cuándo te uniste a la iglesia? ¿Quién te dio estos libros? ¿Dónde vive?”. Como no le respondí, me puso las manos detrás de la espalda y me esposó a una silla de metal. Justo entonces, el jefe de la Oficina de Seguridad Pública, el jefe Wang, apareció gritando: “¿Qué demonios estás haciendo? ¡Quítale las esposas ahora mismo!”. Entonces, con una sonrisa, se acercó a mí, me dio unas palmaditas en el hombro y, con un afectado tono sincero, dijo: “Viejo camarada, solo quiero lo mejor para ti. Sé que el trabajo no te ha sido fácil. Si nos dices todo lo que sabes sobre la Iglesia de Dios Todopoderoso, tendrás una recompensa de varios miles de yuanes”. Me di cuenta de que era un plan astuto de Satanás, el agente trataba de hacerme morder el anzuelo para que le diera información sobre la iglesia, traicionara a Dios y vendiera a mis hermanos y hermanas a cambio de una recompensa económica. Pensé para mis adentros: “Aunque me ofrecieras una montaña de oro, no cedería. Nunca traicionaré los intereses de la iglesia”. Al ver que no me convencía, añadió: “Basta con que me digas lo que sabes para que, a futuro, puedas incluso llevarte una parte de nuestras ganancias”. Sentí un asco absoluto hacia él y me limité a ignorar todo lo que me dijo. Cuando se dio cuenta de que no iba a decir nada, enseguida se tornó siniestro. Con una mueca y un tono severo, dijo: “Este no sabe lo que le conviene. Haced con él lo que creáis oportuno”, y entonces salió de la sala furioso. Uno de los agentes me amenazó, diciendo: “Si no nos dices con honestidad lo que sabes, las cosas no van a acabar bien para ti”. Mientras decía eso, me dio un fuerte bofetón en la cara, me pateó hasta tirarme al suelo, me puso los brazos a la espalda y me esposó a la silla de metal. Sentí un poco de miedo cuando pensé en la tortura que me esperaba, así que oré en silencio a Dios: “Oh, Dios, depende totalmente de Ti que muera hoy a manos de la policía. Por favor, infúndeme fe y fuerza, ayúdame a impedir que venda a mis hermanos y hermanas, y que te traicione”. Tras concluir mi oración, recordé de repente la historia de Daniel. A Daniel lo lanzaron al foso del león, pero tenía fe, oró y confió en Dios, así que Dios cerró las fauces de los leones para impedir que estos lastimaran a Daniel. Sabía que yo también debía tener fe y mantenerme firme en mi testimonio de Dios, por mucho que me torturara la policía.
Después de eso, volvieron a hacerme las mismas preguntas, pero seguí sin responder, así que me arrastraron a un patio, me pusieron cinco o seis libros con las palabras de Dios delante de mí y me colgaron una pancarta al cuello que decía “miembro de una secta”. Me hicieron una foto antes de tomarme las huellas dactilares y llevarme a una sala oculta de tortura. En cuanto entré en la estancia, sentí que se me helaba la sangre: estaba repleta de todo tipo de dispositivos de tortura. Había un potro de tortura de acero soldado, una silla del tigre y grilletes para los pies, además de más de diez cajas, grandes y pequeñas, llenas de todo tipo de dispositivos de tortura. De la pared colgaban látigos de cuero, barras de baquelita, pinzas y muchos otros utensilios más pequeños que nunca había visto. Debía de haber más de cien aparatos de tortura en aquella habitación. Enseguida sentí que se me erizaba el vello de la nuca, y se me aflojaron las piernas. Pensé para mis adentros: “No me habrían traído aquí si no pensaran torturarme. Quién sabe si podré salir de aquí con vida. Quizá si les doy información irrelevante, me dejarán ir y no tendré que sufrir en este lugar. Si no les digo nada, seguro que me someterán a intensas torturas”. Justo en ese momento, recordé la historia de los tres amigos de Daniel: fueron arrojados a un horno de fuego porque no se inclinaron ante un ídolo de oro y afirmaron que preferían morir antes que traicionar a Dios. Dios los protegió a los tres, y ninguno sufrió la más mínima quemadura. Esto me recordó la soberanía todopoderosa de Dios; se renovó mi fe en Él. Sabía que mi destino, ya fuera vivir o morir, estaba en manos de Dios. No importaba cuánto me torturaran, tenía que confiar en Él y permanecer firme en mi testimonio para Él. Después de eso, entraron dos agentes jóvenes y ajustaron el potro de acero a mi altura, colgando mis manos de la barra horizontal para que, de puntillas, mis pies apenas tocaran el suelo. Uno de los agentes gruñó con maldad: “Hemos desperdiciado todo un día tratando de hacerte hablar, ¡ahora es el momento de hacerte sufrir!”. Todo el peso de mi cuerpo se sostenía en mis manos y brazos. Sentía un gran malestar en todo el cuerpo. Al cabo de un rato, las manos y los brazos empezaron a dolerme cada vez más, como si me los estuvieran desgarrando poco a poco. Me dolía tanto que grité de dolor. No había comido en todo el día y tenía mareos y náuseas. La verdad es que era más de lo que podía soportar. En pleno sufrimiento, recordé de repente las palabras de Dios: “Tal vez todos recordáis estas palabras: ‘Pues esta aflicción leve y pasajera nos produce un eterno peso de gloria que sobrepasa toda comparación’. Todos habéis oído estas palabras antes, sin embargo, ninguno de vosotros comprendió su verdadero significado. Hoy, sois profundamente conscientes de su verdadero sentido. Dios cumplirá estas palabras durante los últimos días y se cumplirán en aquellos que han sido brutalmente perseguidos por el gran dragón rojo en la tierra donde yace enroscado. El gran dragón rojo persigue a Dios y es Su enemigo, y por lo tanto, en esta tierra, la gente es sometida a humillación y opresión debido a su fe en Dios, y estas palabras se cumplirán en este grupo de personas, vosotros” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. ¿Es la obra de Dios tan sencilla como el hombre imagina?). A partir de las palabras de Dios, me di cuenta de que Él estaba usando al gran dragón rojo en Su servicio para perfeccionar a Su pueblo escogido. Me estaban torturando para que se perfeccionara mi fe, esta tortura albergaba un significado especial, así que tenía que dejar de ser negativo y débil. Le oré a Dios, diciendo: “¡Oh, Dios! Da igual cómo me torturen o cuánto deba sufrir, nunca venderé a mis hermanos y hermanas ni te traicionaré”. Tras eso, me dejaron allí colgando durante un par de horas.
Poco después de las ocho de la noche, cuatro jóvenes con pasamontañas entraron en la sala y uno de ellos bromeó con maldad: “Bueno, bueno, ¿cómo estamos? ¿Estás cómodo?”. A la vez que decía esto, cogió un látigo de cuero de la pared y empezó a azotarme en los brazos con él. Con cada latigazo, sentía como si me arrancaran la carne de los huesos; era un dolor insoportable. Me azotó al menos cincuenta o sesenta veces y, cuando se cansó, otro tipo tomó el relevo. En aquel momento, me preocupaba un poco que, si me azotaban con tanta fuerza, mis brazos quedaran lisiados y no pudiera llevar una vida normal, así que oré a Dios: “Oh, Dios, lo dejo todo en Tus manos. Tanto si quedo lisiado como si no, me someto a Tus instrumentaciones y arreglos”. Solo cuando se cansaron de los azotes me bajaron del potro. Todo mi cuerpo se había quedado flácido y caí de inmediato al suelo. Pero aún no habían terminado conmigo; acto seguido, me ataron a la silla del tigre y continuaron interrogándome. Uno de los agentes gruñó: “¡No cuentes con salir vivo de aquí si no nos dices la verdad! Cuéntanos sinceramente lo que sabes y te dejaremos marchar. El PCCh siente una hostilidad mortal hacia vosotros: os considera sus enemigos jurados. Quieren destruiros y mataros a todos. Esta es la política del PCCh: ¡pueden quitaros la vida a los creyentes en Dios Todopoderoso con toda impunidad!”. Respondí con firmeza: “No sé nada. No puedo deciros nada”. Al ver que seguía sin cooperar, me soltaron de la silla del tigre y me hicieron echarme en el suelo. A continuación, cada uno de ellos cogió una barra de baquelita negra de 80 centímetros de largo y unos 10 de ancho, llena de bolas de acero, y, colocándose a ambos lados de mí, procedieron a golpearme salvajemente por todo el cuerpo con ellas. Mi cuerpo se estremecía con cada golpe de esas barras. Me retorcía de dolor, gritando en la más absoluta miseria. Me costaba respirar; no hay palabras para describir lo insoportable que era aquel dolor. Me golpearon sobre todo en las nalgas, sin parar, y sentí que me estaban destruyendo las entrañas. Aguantando un dolor insoportable, grité con rabia: “¡Queréis matarme a golpes! ¡Queréis quitarme la vida! ¿Por qué no atrapáis a los verdaderos asesinos y pirómanos? ¿Qué leyes he infringido para merecer esta crueldad? ¿Acaso sois humanos?”. Uno de los agentes se enfureció aún más al oír esto y empezó a golpearme con tanta fuerza que la barra de baquelita se partió en dos, haciendo que las bolas de acero salieran disparadas por el suelo. Todos los agentes estallaron en una cacofonía de risas. Entonces, con los dientes apretados, uno me dijo: “¿No has infringido ninguna ley? El PCCh no permite la existencia de ninguna creencia religiosa. El pueblo chino solo debe creer en el Partido Comunista. Sois los enemigos del PCCh, y os destruirán, os matarán y os erradicarán por completo”. Mientras decía esto, sacaron dos largos látigos de una de las cajas y dijeron: “¿Vas a seguir sin decirnos lo que queremos oír? Entonces, vamos a probar una cosa nueva, ¡a ver si te gusta esto!”. Entonces me ordenaron que me pusiera de pie y dos de ellos comenzaron a azotarme con fuerza, con una furia salvaje, causándome un dolor insoportable. Cuando se cansaron de los latigazos, otros dos oficiales ocuparon su lugar y continuaron la paliza, intercambiándose al menos cuatro veces, y cada tunda duró al menos 30 minutos. Al final, caí paralizado al suelo, pero me volvieron a levantar y continuaron interrogándome. Como no dije nada, siguieron dándome latigazos y patadas en las piernas. Tenía la sensación de que me habían roto las dos. Empecé a sentirme un poco débil y pensé: “Si no les digo nada, seguirán utilizando todo tipo de tácticas de tortura para atormentarme. Incluso podrían llegar a matarme. Pero si digo algo, me convertiré en un judas y el voto que hice ante Dios se tornaría en un engaño. Esto lastimaría a Dios, y peor aún, despertaría en Él un odio acérrimo hacia mí”. Me preguntaba si debía decir algo o no. Justo entonces, recordé la crucifixión del Señor Jesús y rememoré las palabras de Dios: “En el camino hacia Jerusalén, Jesús estaba sufriendo, como si le estuvieran retorciendo un cuchillo en el corazón, pero no tenía la más mínima intención de faltar a Su palabra; siempre había una poderosa fuerza que lo empujaba hacia adelante hacia el lugar de Su crucifixión. Finalmente, fue clavado en la cruz y se convirtió en semejanza de carne de pecado, completando la obra de redención de la humanidad. Se liberó de los grilletes de la muerte y el Hades. Delante de Él, la mortalidad, el infierno y el Hades perdieron su poder, y Él los venció” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Cómo servir en armonía con las intenciones de Dios). Para redimir a toda la humanidad, el Señor Jesús estaba dispuesto a ser crucificado, a ser humillado y torturado, y a ofrecer Su propia vida. ¡El amor de Dios a la humanidad es muy grande! Con esto en mente, me sentí profundamente alentado e hice un voto silencioso: “No me convertiré en un judas ni traicionaré a Dios, ¡aunque signifique que me torturen hasta la muerte!”. Tras eso, continuaron amenazándome, diciendo: “Si no nos dices lo que queremos saber, te daremos una paliza de muerte y te enviaremos al crematorio, donde te reducirán a cenizas. O a lo mejor mandamos tu cuerpo al ladrillar para que lo machaquen y hagan ladrillos contigo”. En ese momento sentí miedo, pero sabía que no dependía de su autoridad decidir si sobreviviría a sus palizas. Todo estaba en manos de Dios, y estaba dispuesto a someterme a Sus instrumentaciones y arreglos. Justo entonces, me vino a la cabeza que los libros de la iglesia seguían en mi posesión y ninguno de mis hermanos y hermanas sabía que me habían arrestado. Si la policía ponía las manos encima de esos libros, sería una enorme pérdida para la iglesia. Empecé a sentir pánico, así que le oré a Dios: “Dios, mi propia vida no es tan importante, pero como guardián de los libros de la iglesia, debo asegurarme de que esos libros estén a salvo. Sin embargo, no sé si saldré vivo de aquí. Deposito todas mis preocupaciones en Tus manos y te pido que me abras un camino”. Tras concluir mi oración, ocurrió algo milagroso. Ya no sentía dolor por los latigazos. Sabía que Dios estaba ayudando a aliviar mi sufrimiento y le estaba increíblemente agradecido. Cuando vieron que me quedaba inmóvil y que había dejado de gritar, se apresuraron a dejar de darme latigazos. Uno de ellos deslizó un dedo bajo mi nariz y luego dijo con nerviosismo: “Está mal. Sacadlo de aquí; si se muere en nuestra guardia, nos meteremos en un buen lío”. Sabía que Dios me había abierto un camino y velaba por mí, pues, de lo contrario, seguramente habría muerto allí dentro.
Después, dos agentes me arrastraron afuera y me tiraron en un campo, donde me abandonaron. Me quedé en el suelo, inmóvil. Debían de ser las dos de la madrugada. En ese momento solo albergaba un pensamiento: tenía que informar a mis hermanos y hermanas de que había que mover los libros antes del amanecer para que no acabaran en manos de la policía. Traté de levantarme, pero estaba muy malherido. Hice uso de hasta la última reserva de energía que tenía, pero ni siquiera podía ponerme en pie. Estaba tremendamente preocupado y me invadía el pánico, así que le oré a Dios enseguida, pidiéndole fuerza. Tras mi oración, recordé un pasaje de las palabras de Dios: “No temas, el Dios Todopoderoso de los ejércitos sin duda estará contigo; Él guarda vuestras espaldas y es vuestro escudo” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Declaraciones de Cristo en el principio, Capítulo 26). Las palabras de Dios me dieron fe. Pasados unos 30 minutos, traté de volver a levantarme, y tras cuatro o cinco intentos, al fin lo conseguí. El sol no había salido aún y estaba completamente oscuro en los caminos. Me arrastré, sufriendo un dolor insoportable mientras cojeaba pasito a pasito hacia la casa del hermano Cheng Yi. Al llegar, le conté inmediatamente lo sucedido y le pedí que diera instrucciones a los hermanos y hermanas para que movieran los libros de las palabras de Dios. Después de informarle, volví cojeando a mi apartamento. Eran alrededor de las tres de la mañana. Cuando encendí la luz, descubrí que el lugar estaba totalmente destrozado. ¿Qué le había pasado a mi casa? Mis edredones, mis almohadas, mi colchón y mi ropa estaban tirados por el suelo. Todo el apartamento estaba patas arriba. Al examinar mis propias heridas, me di cuenta de que estaba gravemente mutilado: la carne de las piernas se me había adherido al interior de los pantalones y una porción de mi recto, de unos 10 centímetros, se había prolapsado y parecía estar necrosándose. Sentía un dolor insoportable, la respiración entrecortada y la sensación de estar en las últimas. Mis lesiones eran muy graves: no podía moverme y ni siquiera podía beber un trago de agua. Pensé para mis adentros: “¿Podré sobrevivir a todas estas lesiones? Aunque lo haga, ¿quedaré lisiado? ¿Podré seguir funcionando por mi cuenta? Tanto mi mujer como mis hijos han sido desorientados por las mentiras del PCCh y se oponen a mi fe. Si me quedo inválido, no se ocuparán de mí…”. Cuanto más pensaba, peor me sentía, así que oré a Dios. Mientras oraba, recordé las palabras de Dios: “De todo lo que acontece en el universo, no hay nada en lo que Yo no tenga la última palabra. ¿Hay algo que no esté en Mis manos?” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Las palabras de Dios al universo entero, Capítulo 1). Ciertamente, mi destino estaba en manos de Dios. Él tenía la decisión total de si viviría o moriría y de si acabaría o no incapacitado. Sabía que debía entregarme a Dios y dejarle presidir los arreglos. Aunque terminara incapacitado, me sometería. Aunque mi mujer y mis hijos no cuidaran de mí, sabía que Dios estaba conmigo, y mis hermanos y hermanas se ocuparían de mis cuidados, así que sobreviviría igualmente. Al darme cuenta de esto, no me sentí tan atormentado y angustiado.
El hermano Yu Zhijian llegó a mi casa a las cuatro de la mañana. Cuando entró, al advertir que yo estaba tumbado en la cama sin poder moverme, retiró la manta y se encontró con mis pantalones cubiertos de manchas de sangre, mis extremidades inferiores llenas de cortes profundos y carne viva, y mi recto y los pedazos de carne pegados a mis pantalones. Al ver esto, se echó a llorar y me trajo una palangana de agua caliente, sin detener su llanto. Después de cortarme los pantalones y aplicar una compresa caliente, separó lentamente los pantalones de mi carne, pedazo a pedazo. La piel bajo mis rodillas era un amasijo de heridas abiertas tan profundas que el hueso quedaba al descubierto. Hasta el día de hoy, no me atrevo a recordar esa experiencia. Tenía heridas muy graves, pero no me atreví a ir al hospital por miedo a que la policía me encontrara y me arrestara cuando me registrara con mi identificación. También pondría en peligro a mis hermanos y hermanas. Durante ese tiempo, no podía ocuparme de mí mismo en absoluto, y Zhijian se arriesgaba a ser arrestado al venir a cuidarme todos los días. Era nuevo en la fe, y me preocupaba que se asustara y se desanimara al ver cómo me habían golpeado. Le dije: “Pasar por este calvario fue algo bueno para mí: me ha permitido ver a Satanás como lo que realmente es”. Para mi sorpresa, Zhijian dijo: “No te preocupes por mí. Ahora he visto con mis propios ojos que el PCCh es un demonio que se resiste a Dios y que inflige crueldad a la humanidad. Debemos mantenernos firmes en nuestro testimonio para Dios”. En el curso de esa semana, me limpié la parte prolapsada del recto todos los días con agua salada y también apliqué un remedio casero. Al fin, hacia el octavo día después de la detención, el prolapso se curó. Al cabo de dos semanas, pude volver a caminar.
Después de aquello, la policía venía a interrogarme cada 15 días. Cada vez, me presionaban con preguntas sobre la iglesia y me preguntaban si seguía en contacto con otros miembros. Incluso me amenazaron diciendo: “Si no dices lo que sabes, jamás dejaremos este caso”. Pensé: “Ya os veo tal y como sois. Da igual cuánto me coaccionéis o amenacéis. Nunca cederé ante vosotros. ¡Más os vale olvidaros de que vaya a traicionar a Dios!”. En los apenas dos años que pasaron desde que me arrestaron en 2006 hasta 2008, la policía vino a interrogarme al menos 25 veces. Como me vigilaban continuamente, no me atrevía a reunirme con mis hermanos y hermanas por miedo a meterlos a ellos en problemas, así que me vi obligado a regresar a mi casa familiar en el campo.
Más tarde, el recto y la espalda se me curaron por completo, pero seguía padeciendo secuelas de las lesiones sufridas en las piernas. Todavía tengo mucho dolor y debilidad en la pierna derecha y cojeo cuando está nublado o llueve. Las peores secuelas afectan a mi piel. Se me desprendieron las costras de todos los cortes, dejando al descubierto manchas negras y descoloridas, y todo mi cuerpo está cubierto de antiestéticas pústulas, bultos densamente concentrados con pequeños forúnculos blancos que pican una barbaridad. Cuando me ducho o me acaloro, esa sensación de picor de los forúnculos es peor que la sal en una herida abierta. Me pica tanto que apenas puedo soportarlo; a veces tengo que frotar las zonas afectadas con guijarros de la ribera o utilizar un cuchillo para drenar el pus y poder sentir algo de alivio. Llevo más de 15 años sufriendo este dolor día y noche. Durante este tiempo, he visitado a varios médicos de medicina tradicional china en clínicas privadas, gastando 10500 yuanes en facturas médicas sin conseguir ninguna mejora. Con un increíble tormento físico y sin poder contactar con mis hermanos y hermanas ni llevar una vida de iglesia normal, experimentaba una gran agonía y a menudo oraba a Dios con lágrimas en los ojos, pidiéndole que permaneciera a mi lado y me diera fe y fuerza. Si no hubiera contado con la protección y la guía de Dios durante esos días oscuros, nunca habría salido adelante.
Han pasado 15 años desde que me arrestaron, y al reflexionar sobre ello me doy cuenta de que, si bien he sufrido bastante, también he alcanzado a ver al gran dragón rojo tal y como es en realidad, y a reconocer de verdad su esencia demoniaca. Ahora leo las palabras de Dios que dicen: “Miles de años de odio están concentrados en el corazón, milenios de pecaminosidad están grabados en el corazón; ¿cómo no podría esto infundir odio? ¡Venga a Dios, extingue por completo a Su enemigo, no permitas que siga más tiempo fuera de control, que reine como un tirano! Ahora es el momento: el hombre lleva mucho tiempo reuniendo todas sus fuerzas; ha dedicado todos sus esfuerzos y ha pagado todo precio por esto, para arrancarle la cara odiosa a este diablo y permitir a las personas, que han sido cegadas y han soportado todo tipo de sufrimiento y dificultad, que se levanten de su dolor y se rebelen contra este viejo diablo maligno” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. La obra y la entrada (8)). Al considerar las palabras de Dios, he visto con incluso mayor claridad lo cruel y salvaje que es el PCCh. Aseguran que respetan la libertad religiosa, pero arrestan y persiguen deliberadamente a los cristianos, buscan reprimir a conciencia la obra de Dios para la salvación de la humanidad y convertir a China en un país ateo. Son una camarilla demoniaca que desprecia la verdad y se resiste a Dios. He visto de verdad el feo rostro del PCCh y he llegado a despreciar y rebelarme contra él por completo. Mediante esta experiencia, he llegado también a reconocer que Dios siempre me está cuidando y protegiendo. Cada vez que sentía dolor o estaba débil, las palabras de Dios me instruían y guiaban, y me daban fuerza y fe. Experimenté el auténtico amor de Dios por la humanidad y Su prodigio y omnipotencia. Esto fortaleció hondamente mi fe en Dios. No importa lo tortuoso que sea el camino ante nosotros o cuánto deba sufrir mi cuerpo, ¡seguiré a Dios hasta el mismísimo final!