Finalmente vivo un poco como un ser humano

21 Abr 2018

Por Xiangwang Provincia de Sichuan

Me siento profundamente castigado en mi corazón cada vez que veo que las palabras de Dios dicen: “¡Humanidad cruel! La confabulación y la intriga, robarse y raptarse entre ellos, la lucha por la fama y la fortuna, la masacre mutua, ¿cuándo se van a terminar? A pesar de que Dios ha hablado cientos de miles de palabras, nadie ha entrado en razón. La gente actúa por el bien de sus familias, hijos e hijas, por sus carreras, perspectivas de futuro, posición, vanidad y dinero, por comida, ropa y por la carne. Pero ¿existe alguien cuyas acciones sean verdaderamente por el bien de Dios? Incluso entre aquellos que actúan por el bien de Dios, sólo hay unos cuantos que conozcan a Dios. ¿Cuántas personas no actúan por sus propios intereses? ¿Cuántos no oprimen ni condenan al ostracismo a los demás con el propósito de proteger su propia posición? Así, Dios ha sido condenado a muerte contundentemente en innumerables ocasiones; innumerables jueces bárbaros han condenado a Dios y una vez más lo han clavado en la cruz(La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Los malvados deben ser castigados). Recuerdo cómo no busqué la verdad; cómo, al poner en práctica mi deber, competí repetidas veces con mis compañeros del trabajo; cómo, por el bien de mi reputación y de mi beneficio eliminaría o rechazaría a la otra persona; cómo causé pérdidas tanto en mi propia vida, como en la obra de la familia de Dios. Pero Dios siguió teniéndome lástima, salvándome, y sólo después de repetidos castigos y juicios desperté y comprendí el deseo de Dios de salvarnos, dejando de lado mi búsqueda de una reputación y estatus y comenzando a actuar un poco como un ser humano.

En 1999, acepté la obra de Dios de los últimos días. En ese momento mi familia puso en práctica nuestro deber de hospitalidad y vi cuán bien se comunicaban algunos hermanos y hermanas, utilizando las palabras de Dios para responder cualquier pregunta. Todos queríamos conversar con ellos, y charlábamos abiertamente con estas personas sobre cualquier asunto. Yo los envidiaba, y pensaba: ¿No sería genial si algún día pudiera ser como ellos, rodeado de hermanos y hermanas, resolviendo sus problemas? Y con esa intención comencé a poner en práctica mi deber en la iglesia. En 2007 se me entregó la tarea de líder de distrito. Mis hermanos y hermanas me informaban si los individuos de mi obra estaban en un estado incorrecto, también sobre sus propias dificultades y sobre diversos asuntos de la iglesia. Creía que era el centro del universo y que mis años de trabajo habían valido la pena: ahora podría comunicar algunas verdades y ayudar a mis hermanos y hermanas con sus dificultades. Y si bien el volumen de trabajo era un poco pesado, estaba dispuesto a trabajar duro. Para mantener esta posición y poner en práctica mi vanidad me comportaba de una manera ejemplar y positiva al realizar mi deber. Independientemente de qué tarea nos asignaran los líderes, incluso si mis compañeros de trabajo creían que eran difíciles o no querían cooperar, yo siempre respondía bien, y si tenía dificultades, me quedaba en silencio y estaba activamente de acuerdo con ellos. Incluso si no entendía algunas cosas, les seguía la corriente para ganarme el elogio de mis líderes.

Para que mis líderes tuvieran una buena opinión de mí y yo sobresaliera de entre mis compañeros de tareas, comencé a pensar en cómo lograr mis metas: cambié la manera de abordar la obra del evangelio, ya no guié pacientemente a mis hermanos y hermanas. Si ellos informaban acerca de cualquier dificultad en la obra del evangelio, yo los podaba o trataba con ellos. Comencé a presionar y a fastidiar a los líderes de la iglesia para obtener resultados. Los resultados mejoraron rápidamente, lo cual me produjo una gran satisfacción. Mejores resultados significaban que era uno de los mejores de entre mis compañeros de tarea y me enamoré de mí mismo. Al poco tiempo se nos asignó un hermano. Era apuesto y su comunicación de la verdad era clara. Los hermanos y hermanos alababan su enseñanza. Esto me molestó: todos alababan su forma de enseñar, ¡lo cual debía significar que la mía no era buena! Hubiera sido mejor que no lo hubieran enviado aquí. Al compararme con él descubrí que realmente era mejor que yo. Pero no estaba dispuesto a darme por vencido. En ese momento estaba preocupado por mi reputación y mi beneficio y no me interesaban los diversos problemas de la iglesia. Empecé a preocuparme por lo que vestía, por cómo hablaba y por cómo actuaba. En las reuniones, alardeaba deliberadamente de mi sabiduría para que mis hermanos y hermanas tuvieran una magnífica opinión de mí. A veces desacreditaba al hermano asignado a trabajar conmigo y observaba qué opinión tenía de mí el objeto de nuestro trabajo. Vivía en un estado equivocado y no podía salvarme. En todas las cosas me comparaba con ese hermano y había perdido por completo la obra del Espíritu Santo. Poco después, fui reemplazado. Cuando me enteré de la noticia fue como si me hubieran clavado un cuchillo en el corazón. ¿Qué sucedió con mi rostro, mi estatus, mi futuro? Dios estaba juzgándome y castigándome, pero yo no entendía mi naturaleza. Por el contrario, especulé con cómo me analizarían los líderes en otros lugares: ¿Cómo enfrentaría a la gente? ¿Qué pensarían aquellos que me conocían? Atrapado en la red de Satanás, comencé a quejarme, lamentando haber puesto en práctica mi deber como líder; que, de no haber aceptado ese papel, esto nunca hubiera sucedido… Cuánto más pensaba, más sufría. Sentía como si cada vez estuviera distanciándome más de Dios, al punto de sentir que mi vida no tenía sentido. En ese momento supe que me encontraba en un estado peligroso, pero no podía liberarme. Entonces, fui delante de Dios y oré: “Oh, Dios, en este momento estoy viviendo en la oscuridad, engañado por Satanás y sufriendo enormemente. No quiero aceptar todo lo que me ha sucedido hoy, quiero escapar de Tu castigo y de Tu juicio, y me he quejado y te he traicionado. ¡Oh Dios! Te ruego que protejas mi corazón, que me hagas capaz de examinarme y comprenderme a mí mismo, que tengas piedad de mi”. Después de esto, vi este sermón: “Dios trata a algunas personas con una gracia y elevación particulares. Son ascendidas para convertirse en líderes u obreros, dándoles tareas importantes. Pero estas personas no le devuelven amor a Dios, viven para su propia carne, para su estatus y reputación, buscando dar testimonio de sí mismas y obtener respeto. ¿Son estas buenas acciones? No. Estas personas no comprenden cómo reconfortar el corazón de Dios, no tienen en cuenta los deseos de Dios. Buscan solamente satisfacerse a sí mismas. Estas son personas que hieren el corazón de Dios, que solamente causan mucho mal, demasiado mal, al corazón de Dios. Dios los promueve como líderes, como obreros, para alentarlos, para perfeccionarlos. Pero ellos no tienen en cuenta los deseos de Dios y obran sólo para sí mismos. No trabajan para dar testimonio de Dios o para obrar por quienes Dios ha elegido que puedan entrar en la vida. Trabajan para dar testimonio de sí mismos, para lograr sus propios objetivos, para tener estatus en el corazón de los elegidos de Dios. Estas son las personas que se resisten más a Dios, que lastiman más el corazón de Dios. Esta es una traición a Dios. En las palabras del hombre no se valora lo que se hace por ellas; en términos espirituales estas personas son individuos malos que se resisten a Dios” (‘El importante significado de preparar buenas obras’ en “Comunión y predicación acerca de la entrada a la vida II”). Sentí esta comunicación como una espada de doble filo clavada en mi corazón, dejándome profundamente castigado. Fue la gracia y la elevación de Dios lo que me permitieron convertirme en líder, y Él lo había hecho para que yo me convirtiera en alguien perfecto. Pero fui desconsiderado hacia la intención de Dios y no supe cómo compensar Su amor. Vivía para el estatus y la reputación, para dar testimonio de mí mismo, y esto partía de la naturaleza de resistir a Dios y traicionarlo. Dios detestaba todo lo que yo hacía y entonces dio fin a mi servicio, demostrándome que en la familia de Dios reinan Dios y la verdad. Recordé lo que había estado buscando: pensaba que mantener buenas relaciones con mis líderes garantizaría que mantuviera mi posición, así que me arrodillé ante ellos y estuve de acuerdo con cada una de sus palabras. Pero con mis hermanos y hermanas era severo y crítico. ¡Qué despreciable! Habría hecho cualquier cosa por el estatus. Intenté usar a mis hermanos y hermanas para lograr mi meta de sobresalir de entre los demás. No cumplí con mis responsabilidades respecto a las vidas de mis hermanos y hermanas. Presioné y fastidié, hasta el punto en que los objetos de mi obra me tenían temor y me evitaban, sin atreverse a abrirse frente a mí. Sin embargo, no di un paso atrás para examinarme. Dios me había enviado al hermano Wang para que trabajara conmigo y no sólo no aprendí la lección, sino que luché con mayor fuerza por la reputación y el beneficio, exponiendo mi carne, haciendo que Dios me detestara y perdiendo la obra del Espíritu Santo. Y mi reemplazo fue la justicia de Dios que recayó sobre mí: el mejor juicio posible hacia mí, la mejor salvación, el gran amor de Dios. De otro modo, hubiera continuado sin pensarlo en el camino del anticristo. Dios detuvo mis pasos pecaminosos. Lamenté profundamente que mi intención original respecto de mis empeños haya sido incorrecta y que no me hubiera concentrado en resolver ese problema, todo lo cual resultó en este fracaso. Durante ese período, cada vez que cantaba el himno de la experiencia, “La piedad de Dios me hizo renacer”, sollozaba, con lágrimas que rodaban por mi rostro: “Aunque Dios me exaltó para desempeñar mi deber, yo no fui en busca de la verdad, y siempre ambicioné las bendiciones del estatus. Como estaba lleno de demandas disparatadas, jamás consideré la voluntad de Dios, y no me daba cuenta de que lo desafiaba. Dios siempre me ha provisto y me ha pastoreado, pero yo no lo valoraba. Evitaba el juicio y el castigo, y obstinadamente me rebelaba contra Dios. Lastimé el corazón de Dios. Perdí muchas oportunidades de ser perfeccionado. Realmente no estuve a la altura de la buena intención de Dios. Aunque diera la vida por Él, ¿cómo podría compensarlo por lastimar Su corazón? Oh, Dios. ¡Dios Todopoderoso! Quisiera ser una persona nueva y comenzar todo otra vez. Las palabras de vida de Dios influencian mi corazón. Las exhortaciones de Dios me dan una fuerza ilimitada y hacen que de nuevo me levante ante caídas y fracasos. Ahora sé sobre el valor de la vida, y sé por qué fui creado. Enfrentando las exigencias de Dios, ¿cómo podría correr y ocultarme otra vez? Quisiera compensar el amor de Dios con mi lealtad y obediencia. Practicaré la verdad y viviré según la palabra de Dios. Jamás volveré a hacer que Dios se preocupe por mí. Ya sea que me sienta bendecido o que me encuentre ante el desastre, yo sólo buscaré satisfacer a Dios. Quiero entregarle mi verdadero corazón a Él. Aunque yo no tenga destino, seguiré deseando prestar servicio a Dios toda la vida. Compensaré todas mis deudas pasadas y confortaré al corazón de Dios” (Seguir al Cordero y cantar nuevos cánticos). Este refinamiento me acompañó durante más de un año y a pesar del sufrimiento de la vida y de la muerte, que era como ser despellejado vivo, descubrí que mis ansias de estatus y de perspectivas se habían debilitado, y vi cuán valioso era este refinamiento.

En 2012, un hermano y yo estábamos a cargo del trabajo de la iglesia en cierto lugar. Puesto que no había hecho obra en la iglesia durante mucho tiempo, tuve una comprensión ligera de algunos principios. Creía que algunos de los problemas que existían en la iglesia y los asuntos eran un tanto difíciles. Pero ese hermano había realizado una obra continua en la iglesia y compensó mi carencia, mostrándome qué debía aprender. Este fue el amor de Dios: no colocó una carga pesada sobre mí. Ese hermano informaba sobre nuestro trabajo, y realizaba la mayor parte de las comunicaciones en relación con esos importantes anuncios. Cuando nos reuníamos con los objetos de nuestra obra, él era el primero en comunicarlo y, con el tiempo, parecía como si yo no existiera, y surgió algo dentro de mí: cuando trabajamos juntos, tú eres mejor en comunicar la enseñanza, pero yo lo soy en la obra del evangelio. Y sin importar cuán bueno eres comunicando la enseñanza, debes ser práctico. Tú hablas, hablas y hablas, alardeando. Sería preferible que nos separáramos de modo que pueda demostrar mis virtudes. No soy una persona incapaz. Puede que pienses que no soy tan bueno comunicando la enseñanza, pero soy mejor que tú en la obra práctica, y, de todos modos, la obra evangélica es mi fuerte. Y en ese momento recibimos una carta de la hermana a cargo de la obra que decía que por razones operativas debíamos separarnos, cada uno siendo responsable de un área. Y si bien los resultados para todo tipo de obra en el área de la cual yo era responsable no eran tan buenos como los del área de mi hermano, de todos modos me puse contento: tendría un lugar dónde usar mis talentos. Y no importaba que los resultados no fueran muy buenos; espera a que termine de trabajar sobre ellos, y te demostraré cuán capaz soy. Una vez separados, me aboqué a mi trabajo y comencé a organizar las cosas, comunicando los arreglos de la obra a los hermanos y a las hermanas y encontrando palabras de Dios para comunicárselas. Y las cosas comenzaron a mejorar. Y no pude evitar pensar: ¿Cómo le estará yendo a mi hermano? ¿Lo está haciendo mejor que yo? Y cuando nos reunimos y me di cuenta de que los resultados del trabajo evangélico dentro del área de la que yo era responsable eran mejores que los suyos, me sentí secretamente complacido. Finalmente, soy mejor que tú y puedo estar orgulloso. Y justo cuando me sentía complacido, fui reprendido en mi interior: “¿Acaso no te estás robando la gloria de Dios?”. Mi corazón se desplomó. Sí, difundir el evangelio es el deber y la responsabilidad de cada una de las personas elegidas por Dios. Y fue gracias a las bendiciones de Dios que nuestra obra del evangelio se desarrolló sin problemas. ¿De qué tenía que alardear? Me ruboricé al pensar en esto. Fui muy despreciable. La santidad de Dios no me permitió contener tal depravación, y cuando me di cuenta de mis condiciones, le di gracias a Dios por haberme hecho entrar en razón. Ya no iría tras la reputación y el estatus. En los días subsiguientes, me concentré en leer las palabras de Dios y cuando me topé con situaciones, las acepté como viniendo de Dios, y gradualmente mi impulso por obtener reputación y estatus se desvaneció. Simplemente comparé mi amor por Dios con el de mis compañeros de trabajo y me aproveché de las fortalezas de cada uno y compensé las debilidades de los demás. Al poco tiempo fui promovido para cumplir con otro deber. Me sorprendió mucho y sabía que esta era la elevación de Dios para mí. Atesoré ese deber, esperando hacer todo lo que estuviera en mi poder para satisfacer a Dios.

En agosto de 2012, la hermana a cargo de nuestra obra se comunicó conmigo, asignándome poner en práctica mi deber en otro lugar. En ese momento le dije que sí con vehemencia, pero antes de que me retirara, me dijo: “Es recomendable enviar a ese hermano para que trabaje contigo, será lo mejor para la obra de la familia de Dios…”. Me preguntó qué opinaba y dije: “Está bien. Deseo trabajar con él”. Y cuando nos vimos en una reunión, fue abierto conmigo: “No estuve de acuerdo con que te eligieran, ¡tu enseñanza no es tan buena como la mía!”. Esa sola frase me alborotó mucho. Pensé que había dejado atrás mis diferencias con mi hermano, pero al oír eso nuevamente algo apareció dentro de mí: “Es una verdadera pena. No debí haber aceptado ir con él. Él conoce todos mis defectos. ¡Había pensado que al llegar a mi puesto nuevo sería más valorado como un recién llegado! Pero ahora no se puede hacer nada. Hice una sonrisa forzada y actué como si no hubiera pasado nada malo, pensando: No soy bueno para enseñar, pero me eligieron primero porque soy mejor que tú. Si no crees en mí, ¡espera a ver! Viajamos a nuestro nuevo lugar de trabajo y nos dispusimos a hacer nuestro deber. Al principio, cuando conocimos a los objetos de nuestra obra, oré por poder abandonar la carne, por restringirme por el bien de una colaboración armoniosa. Escuché atentamente cómo él se comunicaba con los individuos de nuestra obra sobre sus estados y oré por él, mientras que para la obra del evangelio me comuniqué con ellos. Al cabo de un tiempo, vi cómo su comunicación era más clara que la mía. Cuando nos reuníamos con esos sujetos de nuestra obra yo no quería decir una sola palabra de enseñanza. Deseaba que esas reuniones terminaran temprano y quería huir. Éramos responsables de una gran área en ese entonces, y yo tuve una idea: Si trabajábamos separadamente, yo no sufriría tanto. Cuando se lo expliqué a mi hermano, estuvo de acuerdo: “El tamaño de la región dificulta la obra, estoy de acuerdo en que nos la dividamos”. Cuando me reuní con los sujetos de nuestra obra por mi cuenta, pude hablar mucho, comunicándome y organizando, tomando un gran “peso” por ellos. Pronto vi resultados en todos los aspectos de mi deber, mientras que a mi hermano no le estaba yendo particularmente bien. No hice nada al respecto, como si no me incumbiera. En una reunión, nuestro líder se enteró de que estábamos trabajando separadamente y nos comunicó las responsabilidades de nuestra obra y la verdad de la sociedad armoniosa. Yo estaba dispuesto a aceptarlo y a seguir trabajando juntos. Pero continuamos separados, con la excusa de que ambos conocíamos mejor nuestro propio trabajo. Temiendo que mi líder me criticara, fui a la región de mi hermano, para comunicarme con los sujetos de su obra, pero me sentí fuera de mi propia área. Si me comunicaba bien, parecía que mi hermano obtendría el crédito. Así que me detuve y me excusé, diciendo que tenía una tarea importante para hacer y me fui rápidamente. Mi hermano siguió sin ver ningún resultado, pero no me culpé por ello ni sentí temor. Yo no le tenía reverencia a Dios, e incluso ignoraba varias comunicaciones de nuestro líder. Esto continuó hasta que informamos sobre nuestro trabajo, momento en que me quedé perplejo: si bien mi área había conseguido mucha gente, cuando nuestras dos áreas se agregaron, las cifras eran bajas. Sólo entonces sentí miedo. Había tratado de demostrarme, de satisfacer mi intención de demostrar cuán bien podía trabajar, que era mejor que él en la obra del evangelio. Pero esta obra casi se había detenido en su área. Yo me había convertido en el obstáculo que impedía que se llevara a cabo la obra de Dios. No tuve otra opción más que mirar las palabras de Dios para descubrir la raíz de estas circunstancias. Vi lo siguiente: “Cada uno de vosotros, como personas que sirven a Dios, debe ser capaz de defender los intereses de la iglesia en todo lo que haga, en lugar de tener en cuenta únicamente sus propios intereses. Es inaceptable actuar en solitario, desestabilizándoos unos a otros. ¡Las personas que se comportan así no son aptas para servir a Dios! Esas personas tienen un carácter horrendo; no les queda ni un ápice de calidad humana. ¡Son cien por cien Satanás! ¡Son bestias! Todavía siguen ocurriendo esas cosas entre vosotros; incluso llegáis a atacaros al hablar, buscando pretextos a propósito mientras se os enciende el rostro al discutir algún asunto trivial, sin nadie dispuesto a hacerse a un lado, y con todos ocultando lo que piensan a los demás mientras miran fijamente a la otra parte y están siempre en guardia. ¿Es este tipo de carácter propio del servicio a Dios? ¿Es posible que un trabajo como el vuestro provea algo a vuestros hermanos y hermanas? Tú no solo no sabes guiar a la gente hacia una trayectoria vital correcta, sino que, de hecho, infundes tus actitudes corruptas en tus hermanos y hermanas. ¿No estás perjudicando a terceros? Tu conciencia es horrible ¡y está podrida por dentro! No entras en la realidad ni pones en práctica la verdad. Además, exhibes descaradamente tu naturaleza diabólica ante los demás. Sencillamente, ¡no conoces la vergüenza! Se te han encomendado estos hermanos y hermanas, pero los estás llevando al infierno. ¿No eres de esas personas cuya conciencia se ha podrido? ¡No tienes absolutamente ninguna vergüenza!(La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Servid como lo hacían los israelitas). Las duras palabras de Dios expusieron mi verdadera naturaleza y me hicieron sentir avergonzado. Fue debido a la elevación que Dios me dio y a Su gracia que pude poner en práctica ese deber; Dios me encargó que le llevara a mis hermanos y hermanas. Pero no entré en la realidad, no practiqué la verdad, y para obtener reputación y estatus, ignoré los intereses de la familia de Dios. Luché tanto abiertamente como en secreto con mi hermano, al obrar solo. Ha llegado el momento de difundir el evangelio, y Dios espera que quienes lo buscan de verdad, pronto retornen a la familia de Dios. Pero yo eludí mi responsabilidad y no amé a Dios. No tuve en cuenta Su deseo más ferviente y no traje a aquellos que buscan el verdadero camino hacia Dios. Buscaba reputación y estatus, esas cosas sin valor, para probarme a mí mismo, no para ayudar a los demás. No comuniqué los problemas que había en nuestra tarea, con la esperanza de que mi hermano cayera detrás de mí. Envidiaba los aspectos del trabajo en los que mi hermano era más eficiente, o incluso los ignoraba y tomaba el trabajo como un juego. Era demasiado malo, sin nada de humanidad. Dios detesta a esas personas, y si yo no cambiaba, ¿cómo podría servirlo? Si no entraba en la realidad, ¿cómo podría llevar a mis hermanos y hermanas hasta Dios? Llorando, me acerqué a Dios y oré: “¡Oh, Dios! Me equivoqué, fue todo producto de mi rebeldía. No tuve en cuenta Tus deseos y, para demostrarme que luchaba contra mi hermano y derrotarlo, ignoré mi conciencia y no cumplí con mis responsabilidades. Y ahora la obra del evangelio ha sido dañada y yo cometí una transgresión frente a Ti. Pero deseo arrepentirme y cambiar, trabajar en armonía con mi hermano y hacer que la obra del evangelio sea más activa. Si lucho por ganar nuevamente estatus, castígame, Dios. Estoy dispuesto a que Tú me vigiles. ¡Amen!”. Luego de orar, tomé el autobús para ver a mi hermano y me comuniqué abiertamente con él, admitiendo cómo había actuado con rebeldía frente a Dios y cómo planeaba mejorar. Hablamos sobre el entendimiento que teníamos de nosotros mismos. Luego, trabajamos juntos con Dios como si fuéramos uno y comenzamos a mejorar las fallas de nuestra tarea, buscando las omisiones y los errores, resumiendo las experiencias exitosas que yo había tenido y actuando estrictamente según los arreglos de la obra. Pronto mejoró nuestra obra del evangelio. A partir de esto vi el carácter justo de Dios. La santidad de Dios no permite que haya ninguna suciedad o corrupción dentro de mí, y cuando fui controlado por el carácter satánico y no pude salvarme, fue Dios el que me extendió la mano de la salvación y me trajo del borde de la muerte, liberándome de la influencia de Satanás y permitiéndome cambiar. Estoy dispuesto a buscar la verdad y ya no ser rebelde, a ser completamente fiel a lo que Dios me confíe.

Vi que la palabra de Dios dice: “Cuando coordináis juntos, deberíais aprender a buscar la verdad. Podéis decir: ‘No tengo un claro entendimiento de este aspecto de la verdad. ¿Qué experiencia tienes tú con ello?’. O podéis decir: ‘Tú tienes más experiencia que yo en este aspecto; ¿podrías guiarme, por favor?’. ¿No sería esa una buena manera de ocuparse de ello? Habéis oído multitud de sermones y tenéis algo de experiencia con hacer servicio. Si no aprendéis unos de otros, os ayudáis y subsanáis los defectos de los demás cuando hacéis obra en las iglesias, entonces, ¿cómo vais a aprender ninguna lección? Cada vez que afrontéis algo, debéis hablar unos con otros para que vuestras vidas se beneficien. Además, deberíais hablar detenidamente de todo tipo de cosas antes de tomar decisiones. Ese es el único modo de responsabilizarse de la iglesia, en vez de limitarse a actuar sin interés. Tras visitar todas las iglesias, debéis reuniros a hablar de todos los asuntos que descubráis y de cualquier problema de trabajo, y luego comunicar el esclarecimiento y la iluminación que hayáis recibido; esta es una práctica de servicio indispensable. Debéis conseguir una cooperación armoniosa a efectos de la obra de Dios, para beneficio de la iglesia y para estimular a vuestros hermanos y hermanas. Debéis coordinaros con otros, corrigiéndoos mutuamente y alcanzando un mejor resultado de trabajo, con el fin de atender a la voluntad de Dios. Esta es la verdadera cooperación y solo aquellos que se dediquen a ella lograrán la verdadera entrada(La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Servid como lo hacían los israelitas). En las palabras de Dios vi una manera de practicar la entrada y supe cómo servir junto a otros. Comprendí los deseos de Dios: todos tienen sus puntos fuertes, y Dios quiere que los usen en la obra de la familia de Dios, y, al hacerlo, serán compensadas las debilidades de todos. Trabajar con ese hermano era justamente lo que yo necesitaba. Yo era débil para comunicar la verdad, y debido al amor de Dios, me pusieron a trabajar con el hermano, así que su fuerza pudo compensar mi debilidad. Pero no vi esto y cuando estuve con mi hermano no le pedí ayuda cuando no entendía algo. A veces, cuando él se comunicaba conmigo, yo no estaba dispuesto a escuchar. Competía con él por una posición, dañando mi propia vida y a la vez, la obra del evangelio. En los días subsiguientes practiqué entrar en este aspecto de la verdad, consultando a mi hermano sobre cosas que no comprendía o que no podía ver con claridad: me gustaría que te comunicaras conmigo sobre este aspecto de la verdad, ya que no me resulta claro. También lo consulté sobre dificultades en mi tarea: no comprendo esto muy bien, ¿podrías aconsejarme? A partir de ese momento, aprendimos uno del otro y nos complementamos cuando íbamos a las iglesias, y cuando nos enfrentábamos con un problema, lo hablábamos, encontrando juntos las palabras de Dios para resolver los problemas de las iglesias. Nos volvimos compañeros en el espíritu, aceptándonos, cuidándonos y entendiéndonos el uno al otro. A veces nuestras opiniones diferían, pero siempre y cuando beneficiaran la vida de nuestros hermanos y hermanas y la obra de la familia de Dios, podíamos estar de acuerdo. Incluso si perdíamos estatus, dejábamos de lado nuestros propios deseos. Trabajábamos juntos felices, y cada aspecto de nuestra obra mejoró.

Le agradezco a Dios Todopoderoso por cambiarme a través de Su juicio y castigo, por hacerme ver cómo Satanás me daña por medio de la fama, los beneficios y el estatus. Ahora busco lo que es correcto y vivo como un ser humano. Si bien tengo mucha corrupción dentro de mí que debe ser purificada y atravesar más juicio y castigo, he visto el juicio y castigo de Dios como la mejor salvación para el hombre, el amor más verdadero de Dios hacia el hombre. Quiero experimentar más de eso, quiero el juicio y el castigo de Dios que me acompañen mientras avanzo, hasta que finalmente sea apto para ser siervo de Dios.

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