Sí, es fabuloso vivir con cierta semejanza a un ser humano

7 Feb 2021

Por Tashi, Canadá

Dios Todopoderoso dice: “Hasta que Su plan de gestión de 6000 años llegue a su término —antes de que revele el destino de cada categoría del hombre— la obra de Dios en la tierra será en aras de la salvación; el único propósito es hacer totalmente completos a aquellos que lo aman y hacerlos someterse bajo Su dominio. No importa cómo Dios salve a las personas, todo se logra haciéndolas escapar de su antigua naturaleza satánica; es decir, Él las salva haciéndolas buscar la vida. Si ellas no buscan la vida, entonces no tendrán manera de aceptar la salvación de Dios. […] En el pasado, Su medio de salvación implicaba mostrar el máximo amor y compasión, tanto que le dio Su todo a Satanás a cambio de toda la humanidad. El presente no tiene nada que ver con el pasado: La salvación que hoy se os otorga ocurre en la época de los últimos días, durante la clasificación de cada uno de acuerdo a su especie; el medio de vuestra salvación no es el amor ni la compasión, sino el castigo y el juicio para que el hombre pueda ser salvado más plenamente. Así, todo lo que recibís es castigo, juicio y golpes despiadados, pero sabed que en esta golpiza cruel no hay el más mínimo castigo. Independientemente de lo severas que puedan ser Mis palabras, lo que cae sobre vosotros son solo unas cuantas palabras que podrían pareceros totalmente crueles y, sin importar cuán enfadado pueda Yo estar, lo que viene sobre vosotros siguen siendo palabras de enseñanza y no tengo la intención de lastimaros o haceros morir. ¿No es todo esto un hecho? Sabed esto hoy, ya sea un juicio justo o un refinamiento y castigo crueles, todo es en aras de la salvación. Independientemente de si hoy cada uno es clasificado de acuerdo con su especie, o de que las categorías del hombre se dejen al descubierto, el propósito de todas las palabras y la obra de Dios es salvar a aquellos que verdaderamente aman a Dios. El juicio justo se realiza con el fin de purificar al hombre, y el refinamiento cruel con el de limpiarlo; las palabras severas o el castigo se hacen ambos para purificar y son en aras de la salvación(La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Debes dejar de lado las bendiciones del estatus y entender la voluntad de Dios para traer la salvación al hombre). Yo pensaba que Dios demostraba Su amor otorgando gracia y bendiciones a la gente. No entendía por qué decía Dios que Su juicio y castigo también eran amor. Pero luego pasé por el juicio, desenmascaramiento, trato y refinación de las palabras de Dios y comprendí un poco mi naturaleza satánica, arrogante y engreída. Me volví menos impertinente y logré ser capaz de orar conscientemente a Dios y de buscar la verdad ante los problemas; también logré ser capaz de escuchar las sugerencias de otras personas y de vivir con cierta semejanza humana. Así fue como experimenté realmente que el juicio y castigo de Dios son Su salvación para la humanidad, la modalidad más sincera de amor.

El año pasado, la iglesia se disponía a rodar una película, y los hermanos y hermanas me recomendaron para el deber de directora. Estudié mucho sobre cómo hacer películas y poco a poco logré dominar algunas de esas habilidades. Recuerdo que, cuando comencé en aquel deber, estaba algo nerviosa, pero oré a Dios todo el tiempo, se me fueron calmando los nervios y fui capaz de aventurarme. Luego, los hermanos y hermanas no hicieron sino adoptar mis ideas. Después de ver la película que dirigí, lo tenían en alta estima. La lideresa me dijo que tenía madera de directora. Estaba tan feliz de escuchar eso y pensé para mí misma: “Con algo más de práctica, seré idónea, no cabe duda”. A partir de entonces, en mi trabajo con los hermanos y hermanas no era tan humilde como antes, sino que hablaba con confianza y con la cabeza bien alta. Además, quería tener la última palabra en todo y no me importaba nadie más. En cuanto cuestionaban una idea mía o me sugerían otra cosa, era inflexible e impaciente y los menospreciaba. Creía que superior a ellos en todos los sentidos, que solo debían hacer lo que les decía en vez de armar semejante lío. En mi opinión, solamente planteaban auténticas nimiedades que ni siquiera merecían discusión. Por eso siempre les preguntaba “¿Es esta una cuestión de principios?” para callarles la boca. Una vez, la hermana Zhang, la protagonista, me pidió que echara un vistazo a unos trajes que había elegido. Pensé: “¿Cómo has podido tener tan mal ojo?”. Le mandé elegir otros. Le eché por tierra muchos de los trajes que había elegido. Estaba pletórica con la idea de ser la directora, así que pensé que mi razonamiento era correcto y debían escucharme. Terminé por cohibir a los hermanos y hermanas, que ya no querían hacerme sugerencias. En realidad, sí me sentía mal por ello, pero luego pensaba: “Únicamente tengo en cuenta nuestro trabajo y no puedo estar muy equivocada”. Así pues, no le daba importancia. En aquella época, la lideresa habló conmigo y me dejó en evidencia, afirmando que era demasiado arrogante y que me gustaba controlar a la gente, y me advirtió que no pusiera la vista en los demás, sino que hiciera introspección y practicara la verdad para resolver mis problemas. Sin embargo, por entonces yo no entendía mi naturaleza. Me sentía muy responsable en el trabajo. No hacía más que vivir en aquel estado rebelde y obstinado y ya no podía trabajar correctamente con los hermanos y hermanas. Con el tiempo, en el trabajo continuaron presentándose problemas que nos impedían progresar.

Un día me enteré de que habían despedido a un líder de equipo que conocí por retrasar el trabajo con su arrogancia, por ser incapaz de aceptar la verdad y cohibir a los hermanos y hermanas. Aquello me dio un poco de miedo. Sabía que me comportaba igual que aquel líder de equipo. Supuse que Dios me estaba advirtiendo, así que decidí que no podía seguir demostrando mi poder de aquel modo. Debía, en cambio, controlarme, hablar de forma más amable y hacer lo posible por comunicarme y analizar el trabajo con los demás. Sin embargo, aún no entendía mi propia naturaleza, por lo que no buscaba la verdad para corregirla.

Al poco tiempo, como el equipo progresaba tan despacio, la lideresa le mandó a la hermana Liu trabajar conmigo. Al principio no lo aceptaba. Pensaba que la jefa debía de estar dudando de mi capacidad, pero, como ya lo había organizado, me resigné de mala gana. Desde entonces, en las conversaciones de trabajo me percataba de que la jefa siempre pedía consejo a la hermana Liu. Me inquietaba mucho y sentía que la jefa no me tenía en gran estima. Empecé a guardarle rencor. No obstante, todavía era más renuente a la hermana Liu. No la aceptaba. Así, cuando hablábamos de trabajo, me sentaba allí en silencio con el ceño fruncido. Una vez descubrió algunos problemas en el trabajo del equipo e hizo unas sugerencias que gustaron mucho a todos los hermanos y hermanas, pero yo no pensaba lo mismo. Me negué a escuchar sus sugerencias. Cuando todos me pidieron opinión, contuve la rabia y dije: “Da igual”. Entonces, la jefa me trató diciéndome que no defendía la obra de la casa de Dios. Me sentía realmente mal y sabía que bajo ninguna circunstancia podía seguir descargando mi frustración sobre el trabajo de la casa de Dios, pero realmente era incapaz de digerirlo. Pensé: “Si solo escuchas a la hermana Liu todo el tiempo, ¿de qué hay que hablar?”. Continué creyendo tener la razón en todo, así que, en las siguientes conversaciones de trabajo, me aferraba a mis opiniones y discrepaba de la hermana Liu incluso cuando sus sugerencias eran razonables. Pensaba que estaba luciéndose. En una ocasión recomendó a cierto actor y yo planteé toda clase de problemas al respecto y eché por tierra su sugerencia. Simplemente no quería escucharla. Quería encargarme yo de todo el trabajo. La hermana Liu acabó sintiéndose cohibida por mí y dejó de hacer sugerencias. En aquella época, como vivía con un carácter arrogante y mojigato y no buscaba la verdad, mi espíritu fue cayendo en las tinieblas. Todos los días estaba deprimida y parecía que Dios estaba escondido de mí. No tenía nada que decirle en oración y Sus palabras no hacían mella en mí cuando las leía. Tenía la mente en blanco y estaba torpe en el deber. No veía los problemas. Vivía en un estado de ansiedad y con una sensación constante de que iba a suceder algo.

Días después, la jefa vino a reunirse con nosotros. Expuso mi carácter y dijo que era demasiado arrogante, autoritaria y arbitraria en mi deber y que alteraba enormemente el trabajo. Me mandó a casa a hacer devocionales e introspección con seriedad. Me dejó sorprendida, pero oré sinceramente a Dios, diciendo: “Oh, Dios mío, sea cual sea la situación en que me encuentre, creo que todo lo dispones Tú y quiero someterme”. No dormí nada esa noche, pensando en que había sido directora durante mucho tiempo, pero que al día siguiente ya tendría que irme de aquí. No podía dejar de pensarlo y me alteré mucho, sin poder reprimir el llanto. Quería aprovechar esa oportunidad de trabajar en mis devocionales y hacer introspección para recobrar el ánimo que tenía antes de tropezar, pero, de vuelta en casa, no me concentraba en las palabras de Dios y me costaba mucho trabajo. Lo único que podía hacer era presentarme ante Dios y recurrir a Él una y otra vez. Le decía: “Dios mío, estoy sufriendo enormemente. Te pido que me ayudes y protejas mi corazón para que comprenda Tu voluntad en esta situación y me conozca a mí misma”. Orando constantemente a Dios, al final pude sentir algo de paz.

Al día siguiente, algunos hermanos y hermanas vinieron a ver cómo estaba para hablar conmigo y ayudarme, y aludieron a algunos de mis problemas. Recuerdo que una hermana me dijo: “Te vuelves arrogante después de lograr algunos resultados en tu deber y quieres tener la última palabra en todo. Eres muy controladora y simplemente no se puede trabajar contigo”. Otro hermano me dijo: “En las conversaciones de trabajo estamos todos relajados cuando tú no estás, pero en cuanto apareces estamos nerviosos, con miedo a que eches por tierra nuestras opiniones e ideas”. Cada palabra que pronunciaban era como una puñalada en el corazón. Estaba avergonzada ante ellos y me sentía fatal. Jamás en la vida me había sentido tan fracasada como persona. La situación era tal que los hermanos y hermanas no se atrevían a acercarse a mí y tenían miedo al verme. Pensaba: “¿Sigo siendo una persona normal? ¿Cómo he podido ser tan insensible?”. Nunca me había dado cuenta de que mi carácter arrogante podía cohibir y hacer semejante daño a los demás. Ya sabía que era arrogante y la jefa hablaba conmigo a menudo, pero nunca le había dado importancia. Por el contrario, creía que mi arrogancia se debía a mi aptitud superior. ¿Quién no es arrogante si tiene talento y mucha aptitud? Por eso no buscaba la verdad para corregirla. Sin embargo, con la ayuda y las enseñanzas de los hermanos y hermanas, por fin hallé paz en mi corazón y pude sosegarme para reflexionar sobre mi conducta.

Conforme reflexionaba, leí dos pasajes de las palabras de Dios. Dios dice: “Si realmente posees la verdad en ti, la senda por la que transitas será, de forma natural, la senda correcta. Sin la verdad es fácil hacer el mal, y no podrás evitar hacerlo. Por ejemplo, si existiera arrogancia y engreimiento en ti, te resultaría imposible evitar desafiar a Dios; te sentirías impulsado a desafiarlo. No lo haces intencionalmente, sino que esto lo dirige tu naturaleza arrogante y engreída. Tu arrogancia y engreimiento te harían despreciar a Dios y verlo como algo insignificante; causarían que hagas alarde de ti mismo, que te exhibas constantemente y que al final te sentaras en el lugar de Dios y dieras testimonio de ti mismo. Finalmente, considerarías tus propias ideas, pensamientos y nociones como si fueran la verdad a adorar. ¡Ve cuántas cosas malas te lleva a hacer esta naturaleza arrogante y engreída!(La Palabra, Vol. III. Discursos de Cristo de los últimos días. Solo buscando la verdad puede uno lograr un cambio en el carácter). “La arrogancia es la raíz del carácter corrupto del hombre. Cuanto más arrogante es la gente, más propensa es a oponerse a Dios. ¿Hasta dónde llega la gravedad de este problema? Las personas de carácter arrogante no solo consideran a todas las demás inferiores a ellas, sino que lo peor es que incluso son condescendientes con Dios. Aunque algunas personas, por fuera, parezcan creer en Dios y seguirlo, no lo tratan en modo alguno como a Dios. Siempre creen poseer la verdad y tienen buen concepto de sí mismas. Esta es la esencia y la raíz del carácter arrogante, y proviene de Satanás. Por consiguiente, hay que resolver el problema de la arrogancia. Creerse mejor que los demás es un asunto trivial. La cuestión fundamental es que el propio carácter arrogante impide someterse a Dios, a Su gobierno y Sus disposiciones; alguien así siempre se siente inclinado a competir con Dios por el poder sobre los demás. Esta clase de persona no venera a Dios lo más mínimo, por no hablar de que ni lo ama ni se somete a Él” (La comunión de Dios). Con las palabras de Dios comprendí que mi arrogancia y vanidad hacían que me rebelara y opusiera contra Dios. Desde que comencé en el deber de directora, cuando cosechaba algún éxito creía que se debía a mi arduo trabajo, que era mejor que los demás. Empecé a faltarles al respeto y a defenderme con obstinación porque quería tener la última palabra en todo. Cuando no lograba resultados en mi deber, no reflexionaba acerca de si el problema era mío, sino que ponía el foco sobre mis hermanos y hermanas. Trataba y sermoneaba a los demás con condescendencia. Menospreciaba a todo el mundo por arrogancia y vanidad. No veía los puntos fuertes de nadie más y creía que mis ideas eran las mejores. A cada paso echaba por tierra las sugerencias de todos y era controladora. No me conocía por culpa de mi arrogancia y vanidad, e incluso tras ser podada y tratada en muchas ocasiones, no lo aceptaba ni hacía introspección. Carecía por completo de un corazón de búsqueda. Cuando se ralentizaba el progreso de mi trabajo y quedaba claro que no sabía manejarlo, pese a ello no quería trabajar con nadie ni que interfirieran en mis tareas. Creía que eso pondría en peligro mi autoridad y amenazaría mi reputación y posición. Quería encargarme de todo y tener la última palabra. ¿Acaso no iba por la senda de la oposición a Dios? Cuando la hermana Liu tenía algo de éxito en su deber, lo cual amenazaba mi posición, bien sabía yo que ella tenía razón y que lo que sugería favorecería la obra de la casa de Dios, pero no lo aceptaba. En cambio, le buscaba defectos, y cuando veía que los hermanos y hermanas estaban de acuerdo con ella, no lo soportaba y descargaba mi frustración en el trabajo de la iglesia. Estaba dispuesta a ver sufrir la obra de la casa de Dios para proteger mi reputación y estatus. ¿Dónde estaba mi veneración por Dios? ¿Dónde mi conciencia y razón? Entendí que vivía de acuerdo con mi carácter satánico, arrogante y vanidoso, imponiendo mis ideas y opiniones a los hermanos y hermanas como si fueran la verdad, obligándolos a hacerme caso en todo. ¿No era aquel un deseo de estar a la altura de Dios y controlar a los demás? Hacía mucho tiempo que violé los decretos administrativos de Dios: “El hombre no debe magnificarse ni exaltarse a sí mismo. Debe adorar y exaltar a Dios(La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Los diez decretos administrativos que el pueblo escogido de Dios debe obedecer en la Era del Reino). Por fin comprendí que estaba en una posición comprometida. Parecía que cumplía con mi deber cada día, que me entregaba con pasión, pero revelaba un carácter satánico en todos los sentidos. Mis actos eran todo lo contrario a la verdad, alteraba el trabajo de la iglesia. Hacía el mal, me oponía a Dios ¡y ofendía Su carácter! Me preguntaba cómo había llegado a ese punto. Se debía a mi naturaleza, tan arrogante e inflexible. Nunca aceptaba la verdad, por lo que acabé atrayendo la ira de Dios sobre mí. Vi que Satanás me había corrompido muy a fondo y que carecía de toda realidad de la verdad. Dios me encumbró con la oportunidad de asumir un deber tan importante, y si tuve algo de éxito en él, se debió íntegramente a la obra del Espíritu Santo, no porque yo tuviera ninguna habilidad. Vi que, en mi deber, cuando me apoyaba en mi naturaleza arrogante, el Espíritu Santo dejaba de obrar y yo no entendía ni resolvía nada. Pero, pese a ello, seguía creyendo que no me pasaba nada. Era irracionalmente arrogante y no tenía ni un ápice de autoconciencia. Fue entonces cuando empecé a sentir aversión y odio hacia mi naturaleza arrogante.

Luego leí estas palabras de Dios: “Todos vosotros vivís en una tierra de pecado y libertinaje, y todos sois libertinos y pecadores. Hoy, no sólo podéis mirar a Dios, sino lo que es más importante, habéis recibido castigo y juicio, habéis recibido la más profunda salvación, es decir, el amor más grande de Dios. En todo lo que Él hace, Dios es realmente amoroso hacia vosotros. No tiene malas intenciones. Él os juzga por vuestros pecados, para que os examinéis y recibáis esta tremenda salvación. Todo esto se hace con el fin de que el hombre sea completo. De principio a fin, Dios, ha hecho todo lo posible para salvar al hombre y no alberga deseos de destruir completamente al hombre que creó con Sus propias manos. Hoy, Él ha venido entre vosotros para obrar; ¿no es esa salvación aún más grande? Si Él os odiara, ¿seguiría haciendo una obra de tal magnitud para guiaros personalmente? ¿Por qué iba a sufrir así? Dios no os odia ni tiene malas intenciones hacia vosotros. Deberíais saber que el amor de Dios es el más verdadero de todos. Él tiene que salvar a las personas por medio del juicio sólo porque estas son desobedientes; si no fuera por eso, salvarlas sería imposible(La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. La verdadera historia de la obra de conquista (4)). Leí una y otra vez las palabras de Dios. Tenía una enorme sensación de ternura y estaba muy conmovida. Entendí que, al revelarme de ese modo, Dios no me estaba condenando ni descartando y que no me complicaba las cosas a propósito. En realidad lo hacía para mi salvación. Tengo una naturaleza muy arrogante e inflexible y Dios sabía qué necesitaba. Al perder mi deber y experimentar la poda y el trato por parte de mis hermanos y hermanas, llegué a conocer mi carácter arrogante y pude reflexionar sobre la senda que había tomado y arrepentirme de verdad ante Dios para dejar de rebelarme y oponerme contra Él. Aunque durante el proceso experimenté dolor y negatividad, mi adormecido corazón no habría despertado sin esa clase de juicio y castigo. No habría sabido reflexionar sobre mi conducta ni habría llegado a conocer el carácter justo de Dios. No habría podido arrepentirme de verdad ante Dios, sino que únicamente habría seguido rivalizando y oponiéndome contra Él para terminar por ofender Su carácter y ser castigada. Al final experimenté personalmente que el juicio y la revelación de las palabras de Dios fueron Su protección para mí y el amor más auténtico. Estaba muy agradecida a Dios cuando comprendí esto y sentí que, en lo sucesivo, debía buscar la verdad en serio para, en breve, poder abandonar mi carácter corrupto y vivir a semejanza de un ser humano.

Después continué orando y buscando. Me preguntaba cómo podía dejar de vivir de acuerdo con mi carácter arrogante y de oponerme a Dios. Buscando, leí estas palabras de Dios: “Una naturaleza arrogante te hace arbitrario. Cuando la gente tiene este carácter arbitrario, ¿no es proclive a ser arbitraria e imprudente? Entonces, ¿cómo corriges tu arbitrariedad e imprudencia? Cuando tienes una idea, la cuentas, dices lo que piensas y crees al respecto y luego se lo comunicas a todo el mundo. En primer lugar, puedes aclarar tu punto de vista y buscar la verdad; este es el primer paso que pones en práctica para superar este carácter arbitrario e imprudente. El segundo paso se produce cuando otros expresan opiniones contrarias, ¿qué práctica puedes adoptar para evitar ser arbitrario e imprudente? Primero debes tener una actitud de humildad, dejar de lado lo que crees correcto y permitir que todos hablen. Aunque creas que lo que dices es correcto, no debes seguir insistiendo en ello. Esa, para empezar, es una suerte de paso adelante; demuestra una actitud de búsqueda de la verdad, abnegación y satisfacción de la voluntad de Dios. Una vez que tienes esta actitud, a la vez que no te apegas a tu propia opinión, oras. Como no distingues el bien del mal, dejas que Dios te revele y diga qué es lo mejor y lo más adecuado que puedes hacer. Mientras todos comparten juntos, el Espíritu Santo les otorga esclarecimiento” (La comunión de Dios). En las palabras de Dios hallé una senda de práctica. Si no quería vivir en la arrogancia ni ser arbitraria en el deber, tenía que buscar la verdad y venerar a Dios de corazón. Tenía que cooperar con los hermanos y hermanas y, cuando hubiera diferencias de opinión, debía ser capaz de renunciar a mí misma, dejar mi ego de lado, orar a Dios y buscar la verdad. Esa era la actitud con la que más fácilmente recibiría esclarecimiento del Espíritu Santo y nunca llegaría al extremo de rebelarme y oponerme contra Dios y perjudicar el trabajo de Su casa por aferrarme a mis ideas. Comprender todo esto fue como ver brillar una luz en mi corazón. Oré así: “Dios mío, a partir de ahora deseo trabajar armónicamente con mis hermanos y hermanas para que juntos busquemos la verdad y ejecutemos nuestro deber según unos principios”.

Al poco tiempo me pidieron escribir unos renglones de caligrafía para mi deber. Cuando lo supe, pensé: “Unos pocos caracteres caligráficos no son nada. He estudiado caligrafía, así que tengo mucha confianza para hacer esto”. Escribí un par de versiones y, cuando las vio la hermana Liu, dijo: “Supongo que no está mal”. En ese preciso momento volví a sentir aversión hacia ella, y pensé: “Lo dices de muy mala gana. ¿Realmente era tan mala mi caligrafía? Estudié esto, se me da bien. ¿No sé más de ello que tú? Te digo yo que no tienes ojo para este tipo de cosas y las estás criticando a propósito”. Pero mientras se me pasaban por la cabeza aquellos pensamientos, de pronto comprendí que me equivocaba. ¿No estaba revelando de nuevo un carácter arrogante? Sin perder tiempo, me presenté ante Dios en oración: “Oh, Dios mío, quiero una actitud de búsqueda y obediencia, sustraerme de todo y darlo todo por mi deber”. Escribí otra versión con esa actitud y, al verla, la hermana Liu me hizo más sugerencias para que la dejara más pulcra. De hecho, varios hermanos y hermanas dijeron que estaba bien así. Tal como era antes, si creía tener razón y otros también me la daban, no había más que hablar y me mantenía más en mis trece. No obstante, en aquel momento no pensé así. Pensé: “Los hermanos y hermanas plantean distintos puntos de vista porque reflexionan sobre nuestro deber. Ninguno lo hace para complicar las cosas a nadie y mis ideas no son necesariamente correctas. Al final tenemos que decidir cómo lograr los mejores resultados en el deber”. Teniendo esto presente, tomé la iniciativa y dije: “¿Y si preparo otra versión y deciden cuál es la mejor? Usen la que más les guste”. Mientras escribía con aquella actitud, sentía mucha calma y paz, ni siquiera pensaba que me humillarían. Cuando terminé, les pedí más reacciones y los hermanos y hermanas me hicieron más sugerencias, todas ellas válidas. Entonces entendí que en realidad había tenido muchos fallos y los hermanos y hermanas tenían muchos puntos fuertes que yo no. Muchas de sus ideas y sugerencias compensaban mis puntos débiles, así que, con ayuda de todos, compensando los respectivos puntos débiles, al final tuvimos un mayor éxito en el deber. Después de un tiempo trabajando así con los hermanos y hermanas, empecé a sentirme realmente en paz y mucho más cerca de los demás. Tampoco era tan impertinente ni orgullosa como antes y no resultaba difícil acercarse a mí. Además, descubrí que no me costaba tanto aceptar sugerencias de los hermanos y hermanas y era capaz de tomarme bien que me comentaran mis defectos. Sucedían cosas que no me gustaban y, sí, revelaba cierta arrogancia, pero, advertida por los hermanos y hermanas, podía presentarme inmediatamente ante Dios. Estaba dispuesta a sustraerme de todo, buscar la verdad y cumplir con el deber según unos principios. Después de pasar por todo esto, lo que realmente tuve de corazón fue una sensación de auténtica felicidad. Vi que por fin sabía poner en práctica algunas de las palabras de Dios, lo que antes me costaba mucho. Me costaba mucho hacerme a un lado y aceptar sugerencias ajenas, pero ahora soy capaz de practicar un poquito las palabras de Dios. Por fin sé vivir con cierta semejanza a un ser humano. No soy tan impertinente como antes. No soy tan detestable para Dios ni cohíbo a los demás como lo hacía. Cada vez que recuerdo todo aquello, le estoy muy agradecida a Dios. De no haber sido por el trato y la poda de Dios para conmigo, por el juicio y las revelaciones de Sus palabras, no sé lo arrogante y depravada que sería ahora. La pizca de entendimiento y transformación que he conseguido hoy se debe íntegramente al juicio y castigo de las palabras de Dios.

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