42. Días de tortura con descargas eléctricas
Un día de junio de 2004, alrededor de la 1:30 de la tarde, cuando dos hermanas y yo estábamos durmiendo la siesta, alrededor de una docena de agentes de policía irrumpió de repente en la casa. Nos ordenaron que nos sentáramos en cuclillas en una esquina y, sin mostrarnos ninguna identificación, comenzaron a registrar la casa. Revisaron cada rincón de la casa hasta que finalmente encontraron unos CD, libros de las palabras de Dios, un teléfono móvil y un recibo por una ofrenda de 200 000 yuanes. Luego, la policía nos acompañó hasta el Departamento de Seguridad Pública del condado. Oré en silencio a Dios para pedirle que me diera fe y fortaleza y que me ayudara a mantenerme firme en mi testimonio para no convertirme en un judas ni traicionarlo. Entonces, un agente me interrogó y me preguntó mi nombre y dónde vivía. No dije una palabra, así que se me vino encima, me agarró del cabello y me dio siete u ocho fuertes bofetadas. Dijo entre dientes: “Crees que puedes mantener la boca cerrada, ¿eh? ¡Te voy a hacer hablar!”. Me abofeteó con tanta fuerza que se me iba la cabeza y me ardía el rostro. Luego, otro agente me ordenó que me pusiera de pie contra la pared, con la nariz pegada al muro y el cuerpo separado de la pared, y con los brazos levantados a ambos lados, a la altura de los hombros. Estuve de pie en esa postura por más de una hora, sudaba profusamente del agotamiento, me dolía la espalda como si estuviera a punto de rompérseme y los brazos me dolían y pesaban tanto que apenas podía soportarlo.
Aquella tarde, la policía me llevó a una pensión y me torturó esa misma noche para hacerme confesar. Me obligaron a sentarme en el suelo de cemento con las piernas estiradas, los brazos extendidos hacia delante, a la distancia entre los hombros, la mirada al frente y sin bajar la cabeza. No me dejaban doblar los brazos y tenía que permanecer con el torso erguido. Luego, me interrogaron sobre mi nombre, dónde vivía y cuándo había empezado a creer en Dios Todopoderoso. No les dije nada. Entonces, un agente sacó el recibo de la ofrenda de 200 000 yuanes y me dijo: “¿Dónde están los 200 000 yuanes? ¡Canta de una vez! Ya sabemos todo sobre ti. Eres una líder de la iglesia, así que dinos la verdad”. Al oírlos decir esto, sentí un poco de miedo, ya que, como habían encontrado el recibo de la ofrenda y sabían que era una líder, no me soltarían fácilmente y no sabía cómo me torturarían después. En ese momento, pensé en las palabras de Dios: “No debes tener miedo de esto o aquello; no importa a cuántas dificultades y peligros puedas enfrentarte, eres capaz de permanecer firme delante de Mí sin que ningún obstáculo te estorbe, para que Mi voluntad se pueda llevar a cabo sin impedimento. Este es tu deber […]. No tengas miedo; con Mi apoyo, ¿quién podría bloquear el camino?” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Declaraciones de Cristo en el principio, Capítulo 10). Las palabras de Dios me dieron fe. Dios es soberano sobre todas las cosas y, por muy cruel que pudiera ser la policía, estaban en las manos de Dios. Sabía que, mientras acudiera a Dios, confiara en Él y me mantuviera firme a Su lado, Él me guiaría para vencer a Satanás. Cuando pensé en esto, ya no tuve tanto miedo. Inmediatamente después, la policía siguió interrogándome y preguntándome dónde estaba el dinero de la iglesia y quiénes eran los líderes superiores. Permanecí en silencio todo ese tiempo. Enfurecido, uno de los agentes me puso la porra eléctrica sobre el dorso de las manos y comenzó a darme descargas, y no me dejaban moverme mientras me electrocutaba. Las manos me temblaban sin control y, cuanto más temblaban, con más fuerza me electrocutaba. Todo mi cuerpo se sacudía con cada descarga y gritaba de dolor. Entonces, el policía me pisó las canillas y me aplicó corrientes por todas las partes de los pies con la porra eléctrica, lo que hacía que se me contrajeran las piernas por instinto. El agente siguió interrogándome: “¡Dilo de una vez! ¿Dónde están los 200 000 yuanes?”. Yo seguía sin decir nada. Se puso como una furia y comenzó a electrocutarme al azar, en la mandíbula, la espalda y la parte de atrás de la cabeza. Cuando me electrocutó en la parte de atrás de la cabeza, sentí como si me la hubieran golpeado violentamente con algo duro. El dolor era insoportable y la cabeza me daba vueltas. Cuando me electrocutó en la mandíbula, me temblaron los labios y me castañetearon los dientes. Me tiré al suelo por instinto, para protegerme. El policía, lleno de furia, me agarró del cuello de la camisa y me levantó para hacerme sentar de nuevo. Luego, tomó un mando a distancia y me golpeó en ambos lados de la cara unas doce veces. Mientras me golpeaba, me espetaba: “¡A ver cuánto tiempo puedes mantener la boca cerrada! ¡No creo que seas de piedra!”. Finalmente, se cansó de golpearme y me ordenó que me sentara de nuevo con los brazos levantados en la misma posición de antes. Cada vez que mi postura no cumplía con sus exigencias, usaba la porra eléctrica para electrocutarme en las manos y los pies y me golpeaba la cara con el mando a distancia y con unas revistas. El agente siguió torturándome así hasta la medianoche. Después de que la policía me electrocutara y me golpeara de esta manera, sentí que mi corazón estaba débil. Me habían torturado así nada más arrestarme y no tenía ni idea de qué otras torturas podrían usar conmigo después. No sabía si sería capaz de soportarlo. Así que pensé: “Quizás, si les digo algo sin importancia, pueda evitarme un poco de agonía y no padeceré un dolor tan insoportable”. Pero luego lo reconsideré: “Si hablo, ¿no me convertiría en un judas?”. En ese momento, recordé las palabras de Dios: “Ya no seré misericordioso con los que no me mostraron la más mínima lealtad durante los tiempos de tribulación, ya que Mi misericordia llega solo hasta allí. Además, no me siento complacido hacia aquellos quienes alguna vez me han traicionado, y mucho menos deseo relacionarme con los que venden los intereses de los amigos. Este es Mi carácter, independientemente de quién sea la persona” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Prepara suficientes buenas obras para tu destino). Las palabras de Dios me guiaron y me hicieron entender que Su carácter justo no tolera la ofensa y que Él odia a quienes lo traicionan. Si traicionaba a Dios, como un judas, solo para evitar el sufrimiento físico, me convertiría en una pecadora por toda la eternidad y merecería que Dios me maldijera. Cuando pensé sobre esto, tomé la decisión de soportar el dolor y me dije: “Por mucho que me torture la policía, me mantendré firme en mi testimonio para humillar a Satanás”.
Al día siguiente, la policía me llevó a otro hotel y me hicieron sentar en el suelo de cemento, en la misma postura de antes. Un agente de unos treinta años de edad se acercó a mí y me dio varias bofetadas con fuerza para presionarme y que revelara mi nombre completo, dirección y la identidad de los líderes superiores. Además, blasfemó contra Dios. Al ver que seguía sin decir nada, agarró con rabia una porra eléctrica y me dio descargas en las palmas y el dorso de las manos, la parte trasera de la cabeza y la mandíbula. Me electrocutó con tanta fuerza que me tambaleaba mientras estaba sentada en el suelo. Luego, me metió la porra eléctrica en las mangas y me electrocutó ambos brazos. Mis brazos se sacudieron de manera descontrolada y me desplomé en el suelo gritando de dolor. Luego, me pisó la parte baja de las piernas, me metió la porra en las perneras de los pantalones y me electrocutó las piernas. Después de unos cinco minutos así, me derrumbé en el suelo completamente inerte. Estaba empapada en sudor, me dolían las piernas y los brazos y los tenía entumecidos. El dolor era realmente insoportable. Entonces, el agente me agarró por el cuello de la camisa y me levantó para hacerme sentar. Se quitó los zapatos de cuero y me azotó varias veces en las mejillas. Mientras me golpeaba, se burlaba de mí y decía: “Crees en Dios Todopoderoso, ¿no? ¿Por qué no te salva tu Dios?”. Me golpeó tan fuerte que vi las estrellas, las mejillas me ardían muchísimo. Me desplomé en el suelo, incapaz de mover un dedo. Tenía miedo de no poder soportar la brutal tortura de la policía, así que oré en silencio a Dios en mi corazón: “Dios, mi estatura es demasiado pequeña. Te ruego que me des la fe y la determinación para sufrir y que pueda mantenerme firme en mi testimonio de Ti”. En ese momento, recordé un pasaje de las palabras de Dios: “No tengas miedo de esto y aquello, el Dios Todopoderoso de los ejércitos sin duda estará contigo; Él es vuestra fuerza de respaldo y es vuestro escudo” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Declaraciones de Cristo en el principio, Capítulo 26). Las palabras de Dios me dieron fe y fortaleza. Dios es soberano sobre todas las cosas y lo controla todo. Él es mi apoyo y mi respaldo. La policía también estaba en las manos de Dios, así que no tenía nada que temer. Decidí que, por mucho que sufriera o me torturaran, confiaría en Dios para mantenerme firme en mi testimonio.
Al ver que aún no decía nada, la policía comenzó a usar tácticas más suaves conmigo. Esa tarde, alrededor de las 5, un policía de unos cincuenta años se acercó a mí y me habló en un tono calmado: “No hace falta que seas tan terca. Si nos dices lo que sabes, te prometo que podrás irte a casa. Solo crees en Dios, ¿verdad? Eso no es algo tan grave. Si nos dices lo que sabes, podrás irte a casa y seguir con tu vida. Mira cómo estás, no vale la pena que sufras tanto por tu fe. Sabes muy bien lo desagradables que son esas porras eléctricas. ¡Piensa bien en tus opciones!”. Pensé: “Desde que me arrestaron, la policía me ha golpeado, insultado y electrocutado, pero esta persona no ha sido tan dura conmigo. Presiento que los ardides de Satanás están en juego”. En ese momento, pensé en las palabras de Dios: “En todo momento, Mi pueblo debe estar en guardia contra las astutas maquinaciones de Satanás, protegiendo la puerta de Mi casa para Mí […] para evitar caer en la trampa de Satanás, momento en el que sería demasiado tarde para lamentarse” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Las palabras de Dios al universo entero, Capítulo 3). El esclarecimiento de las palabras de Dios me hizo entender que Satanás urde argucias sin cesar. La policía me había estado torturando para intentar forzarme a confesar, vender a mis hermanos y hermanas y traicionar a Dios, pero ahora habían cambiado su actitud y fingían ser amables para engañarme. ¡Eran verdaderamente siniestros y despreciables! Después de un rato, al ver que seguía sin decir nada, el policía mostró finalmente sus verdaderas intenciones y dijo con un tono severo: “El Estado no permite tu fe en Dios Todopoderoso y el PCCh se opone a ella. Si no confiesas, tus hijos no podrán ir a la universidad ni alistarse en el ejército o unirse al PCCh, y tampoco podrán convertirse en funcionarios públicos… ¿No piensas para nada en ellos? Arruinarás el futuro de tus hijos. ¡Piénsalo bien!”. Cuando mencionó a mis hijos, sentí un dolor desgarrador. “Si mis hijos no pueden estudiar ni encontrar un buen trabajo en el futuro, ¿estarán resentidos conmigo?”. Cuanto más lo pensaba, más angustiada me sentía. En mi dolor y angustia, pensé en un pasaje de las palabras de Dios: “¿Quién en toda la humanidad no recibe cuidados a los ojos del Todopoderoso? ¿Quién no vive en medio de la predestinación del Todopoderoso?” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Las palabras de Dios al universo entero, Capítulo 11). Las palabras de Dios me esclarecieron al instante. El porvenir de mis hijos estaba en las manos de Dios y Él ya había predestinado las situaciones que atravesarían en su vida y todo el sufrimiento que padecerían. Por muy desenfrenado que fuera el gran dragón rojo, no podía cambiar el porvenir de mis hijos. Tenía que encomendar a mis hijos a Dios y someterme a Su soberanía y Sus arreglos. La policía intentaba usar el futuro de mis hijos para tratar de amenazarme, hacer que vendiera a mis hermanos y hermanas y traicionara a Dios. No podía permitir que sus artimañas tuvieran éxito. Alrededor de las 7 p. m., la policía me llevó a una estación de policía municipal, donde la policía local me mostró algunas fotos para que las identificara. Pensé: “¡Nunca conseguirán que venda a mis hermanos y hermanas!”. Así que, por mucho que la policía me preguntó, me limité a negar con la cabeza y permanecí en silencio. Después de mostrarme unas doce fotos, la máquina se averió de repente y no pudo mostrar más, así que la policía tuvo que llevarme de vuelta al hotel. En el camino de vuelta, un capitán de la policía apellidado Qin me volvió a preguntar sobre el paradero del dinero de la ofrenda. Dije que no lo sabía, así que montó en cólera y me dio varios puñetazos en la frente. La cabeza me zumbaba por los golpes. Al pasar por cada pueblo, Qin me preguntaba: “¿Has estado aquí antes?”. Yo solo decía: “Nunca he estado aquí”. Cuando pasamos por el último pueblo, volvió a preguntar: “Seguro que has estado aquí antes, ¿verdad? ¿Cuántas casas de acogida hay aquí? Si colaboras con nosotros y nos ayudas a atrapar a alguien, te dejaremos ir. Esta es tu oportunidad de redimirte”. Pensé: “Ya he padecido su cruel tortura después de que me arrestaran. Nunca venderé a mis hermanos y hermanas para que los arresten y tengan que pasar por este sufrimiento”. Así que le dije: “Estoy perdida y no tengo idea de dónde estamos. No sé si hay casas de acogida por aquí”. Me sentía mareada y a punto de vomitar. Tenían miedo de que ensuciara el coche, así que tuvieron que llevarme de vuelta. Ya eran las 11 p. m. pasadas cuando llegamos de nuevo al hotel. Entonces, la policía me hizo sentar en el suelo en la misma posición de antes. Tenía que tener la mirada hacia adelante y no me dejaban dormir, cinco agentes se turnaban para vigilarme. Cada vez que cerraba los párpados, me daban descargas con una porra eléctrica, me golpeaban con un mando a distancia o me tiraban del pelo de la parte delantera. Cada vez que las manos se me aflojaban, me quemaban las palmas y los dedos con un encendedor. Pasé la noche bajo esta tortura.
En la mañana del tercer día, seis o siete agentes me rodearon y me interrogaron sobre mi dirección, mi nombre completo y quiénes eran los líderes superiores. Permanecí en silencio. Uno de los agentes tomó una de mis zapatillas, me agarró del pelo y tiró con fuerza hacia atrás. Luego me golpeó en la cara con la zapatilla siete u ocho veces. Mientras me golpeaba, decía: “No eres de hierro. Hoy, te vamos a atizar hasta que hables”. Luego, dijo a los otros agentes: “¡No le den tregua!”. Después de decir eso, salió hecho una furia. Dos agentes me sujetaron por los brazos, mientras otro dirigía la porra eléctrica a la nuca y la mandíbula y me electrocutaba despiadadamente. Con cada descarga, mi cuerpo temblaba sin control. Después, me metieron la porra en una de las mangas y me electrocutaron el brazo durante unos dos minutos. El brazo se sacudía sin control por las descargas. Después usaron el mismo método para electrocutarme el otro brazo. A esas alturas, tenía el cabello completamente empapado y el sudor me corría por la frente y se me metía en los ojos. Tenía los ojos tan llenos de sudor que ni siquiera era capaz de abrirlos. Solo podía apretar los dientes y resistir. Cuando vieron que seguía sin hablar, me pisaron la parte baja de las piernas y, luego, comenzaron a darme descargas en las piernas con la porra. Me desplomé en el suelo, con todo el cuerpo flácido y empapado en sudor frío. No tenía fuerzas para resistir y solo podía soltar gritos de dolor. La policía vio que estaba completamente agotada y se detuvo. Me preguntaron: “¿Te apetece hablar ahora? Si no, empezaremos de nuevo desde el principio”. Me aterrorizaba volver a recibir una descarga, así que no tuve más remedio que darles mi dirección, mi nombre completo y mi edad. Un agente apellidado Wu dijo triunfante: “Eres exactamente a quien hemos estado buscando. Alguien que transportaba libros te vendió, tú fuiste la que lo envió a llevar los libros. Tienes muchas agallas y hasta te atreves a hacer que la gente imprima libros sobre creer en Dios. ¿De verdad crees que te vamos a dejar libre? Déjame decirte algo. Llevamos dos meses siguiéndote y te hemos tomado fotos, ¡pero nunca esperamos que fueras tan terca! ¡Realmente te lo estás buscando!”. Al escuchar las palabras del agente, me sobrecogió una oleada de miedo. Nunca imaginé que me hubieran estado siguiendo durante dos meses. Eso significaba que sabían con quién había estado en contacto durante ese tiempo, y no sabía si algunos hermanos y hermanas se habían visto implicados. En ese momento, solo podía orar en silencio por mis hermanos y hermanas para pedirle a Dios que los protegiera. El agente Wu me pidió que identificara a mis hermanos y hermanas. Mencionó los nombres de varias hermanas y me preguntó si las conocía. Yo solo me limitaba a decir: “No las conozco”. Se puso de pie de un salto y me abofeteó varias veces, me maldecía a cada golpe: “Dices que no las conoces, ¡pero eres su líder! ¡No seas tan terca! Piénsalo bien y confiesa con sinceridad; si no, ¡te lo vamos a hacer pasar mal!”. Permanecí en silencio. Uno de los agentes me apuntó con una porra eléctrica y gritó: “¡Si no hablas, haré que pruebes el verdadero dolor!”. Luego, levantó la porra y me dio una descarga en la boca. La descarga fue tan fuerte que me temblaron los labios, todo mi cuerpo dio un sacudón y me tambaleé hacia atrás de forma involuntaria. Después, me dio varias descargas en la mandíbula. También me electrocutó el dorso de las manos durante unos dos minutos. Retiré las manos instintivamente y mi cuerpo retrocedió. Luego, me pisó la parte baja de las piernas y me electrocutó los pies con la porra. Recibí una descarga tan fuerte que mis pies pataleaban sin control y yo gritaba de dolor. Tenía todo el cuerpo bañado en un sudor frío y se me volvió a empapar el pelo. Me desplomé en el suelo clamando a Dios desesperadamente en mi corazón. Le pedí que me diera voluntad para soportar ese sufrimiento. Entonces, recordé las palabras de Dios: “Independientemente de lo que Dios haga en las personas, estas deben defender lo que ellas mismas poseen, ser sinceras ante Él, y serle fieles a Él hasta el final. Este es el deber de la humanidad. Las personas deben mantener aquello que deberían hacer” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Debes mantener tu lealtad a Dios). Las palabras de Dios me volvieron a dar fe y fortaleza y obtuve la determinación y la valentía para luchar contra Satanás hasta el final. Apreté los dientes y seguí sin decir nada. Un agente de policía se puso detrás de mí y me dio una fuerte patada en la zona lumbar. Sentí como si la cintura se me rompiese y un dolor punzante me recorrió el cuerpo. Luego, me ordenó que me volviera a sentar en la misma posición. Pero, como había estado sentada como me exigían durante los últimos días, me pesaban tanto los brazos que no era capaz de levantarlos. Enardecido, el policía me agarró de las esposas como un loco y tiró de ellas hacia arriba con violencia. Luego, las soltó de repente. Siguió haciendo esto y no se detuvo hasta estar empapado en sudor. Después, me dio varias bofetadas y maldijo: “No creo que seas de piedra. Volveré a por ti más tarde”. Tenía el rostro hinchado y entumecido por las bofetadas, y las muñecas me habían empezado a sangrar por culpa de las esposas. Un rato después, la policía comenzó a electrocutarme como antes y me torturó hasta el punto de que ya no me quedaban fuerzas en el cuerpo. Sentía como si se me hubieran dislocado ambos brazos y el dolor era insoportable. Esa noche, varios agentes de policía se turnaron para vigilarme y no me dejaron dormir. Luego, trajeron unas hojas de papel y un bolígrafo y me obligaron a escribir los nombres y direcciones de las casas de acogida que conocía. Pensé que nunca delataría a mis hermanos y hermanas, pero realmente ya no podía soportar más torturas. Así que simplemente fingí que escribía, mientras sostenía el bolígrafo. Pensaron que iba a confesar, así que esa noche ya no me volvieron a golpear.
Al cuarto día, la policía vio que no había escrito nada, así que me hicieron levantar los brazos hacia arriba y no me permitieron doblar los brazos ni apoyar las manos sobre la cabeza. No pude mantener los brazos en alto ni siquiera diez minutos antes de que empezaran a dolerme y a separarse involuntariamente. Los cierres de las esposas se me clavaban con fuerza en la piel. Menos de media hora después, los brazos me dolían tanto que ya no podía mantenerlos alzados. Uno de los agentes entró en cólera y se abalanzó sobre mí, me agarró de las esposas y jaló hacia arriba y abajo con fuerza más de una docena de veces. Cada vez que tiraba de ellas, todo mi peso recaía sobre mis muñecas. Sentía como si me estuvieran cortando las muñecas con un cuchillo. Creí que ya no podía soportarlo más, así que oré a Dios en mi corazón: “Dios, tengo miedo del tormento de estos demonios y de que no pueda resistirlo y te traicione. Te ruego que me des fe y fortaleza y que me protejas para que pueda mantenerme firme en mi testimonio y humillar a Satanás”. En ese momento, recordé otro pasaje de las palabras de Dios: “Abraham ofreció a Isaac, ¿qué habéis ofrecido vosotros? Job lo ofreció todo, ¿qué habéis ofrecido vosotros? Muchas personas se han sacrificado a sí mismas, han entregado su vida y derramado sangre con el fin de buscar el camino verdadero. ¿Habéis pagado ese precio?” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. La relevancia de salvar a los descendientes de Moab). Abraham fue capaz de devolverle su único hijo a Dios. Job perdió toda su riqueza y a sus hijos, y su cuerpo se llenó de llagas, pero no se quejó de Dios y, aun así, pudo alabar Su santo nombre. Muchos santos a lo largo de la historia dieron su vida por el evangelio de Dios. Todos ellos tenían verdadera fe en Dios y fueron capaces de ofrecerlo todo por Él. ¿Pero qué había hecho yo por Dios? Cuando me enfrenté a este tipo de situación, solo sentí miedo y terror en mi corazón. Yo no era nada en comparación con los santos del pasado. Este pensamiento me hizo sentir profundamente avergonzada, pero, al mismo tiempo, mi corazón se llenó de fortaleza y obtuve la fe para enfrentar la tortura de la policía. Oré en mi corazón: “Dios, hoy me pongo en Tus manos. Por mucho que sufra, me mantendré firme en mi testimonio por Ti”. Entonces, dos policías me sujetaron cada uno de un brazo y, luego, un agente me dio descargas con una porra eléctrica en la nuca y en la mandíbula. Después, me metió la porra dentro de las mangas para darme descargas en los brazos. Agarró un vaso de agua y me lo echó sobre la parte baja de las piernas. Dos agentes me pisaron las tibias y usaron la porra eléctrica para darme descargas en las piernas. Me temblaba todo el cuerpo y gritaba de dolor. Al final, ya no tenía ni fuerzas para gritar y simplemente me desplomé en el suelo. Tenía el rostro empapado con una mezcla de lágrimas y sudor, como si me hubieran sacado del agua. El agente Wu me gritó: “Eres la líder de la iglesia en esta zona, así que dinos: ¿dónde están los 200 000 yuanes? ¿Quiénes son tus líderes superiores? ¿Cuántas personas en esta zona creen en Dios Todopoderoso? ¿Qué imprenta usaste para tus libros? ¡Hoy nos lo dirás todo o te espera un infierno de dolor!”. Al ver sus rostros feroces y amenazantes, odié a esos demonios con todo mi corazón. Pero, luego, pensé en mi situación actual. No tenía manera de resistirme y lo único que podía hacer era dejar que me torturaran y vejaran. Cuanto más lo pensaba, más asustada estaba, tenía miedo de morir en sus manos. Recordé un pasaje de las palabras de Dios: “De todo lo que acontece en el universo, no hay nada en lo que Yo no tenga la última palabra. ¿Hay algo que no esté en Mis manos?” (La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Las palabras de Dios al universo entero, Capítulo 1). Dios controla todas las cosas y es soberano sobre ellas, y estaba en Sus manos que me torturaran hasta la muerte o no. Sin el permiso de Dios, por muy salvajes que fueran esos demonios, no podían hacerme nada. Debía tener fe en Dios. También pensé en cómo Pedro pudo ser crucificado cabeza abajo por Dios. Fue capaz de entregar su vida a Dios, sin reservas. Logró someterse hasta la muerte y amó a Dios al máximo. La muerte de Pedro tuvo sentido y valor y logró la aprobación de Dios. Yo quería seguir el ejemplo de Pedro y, aunque eso significara mi muerte, me mantendría firme en mi testimonio por Dios.
Alrededor de las 2 p. m., la policía trajo un montón de fotos y me pidió que las identificara una por una. Yo seguía diciendo que no conocía a ninguna de esas personas. Uno de los agentes de policía tomó una carpeta y me atizó la cara con ella. Me golpeó tan fuerte que vi las estrellas y sentí la cabeza pesada. Otro agente se acercó y me golpeó tantas veces en la cara que perdí la cuenta. Mientras me pegaba, rechinaba los dientes y decía: “¡Hoy voy a sacarte la confesión a golpes!”. Me dieron una paliza tan brutal que sangraba por la comisura de la boca y los labios se me hincharon. La cabeza me daba vueltas, me quedé sentada donde estaba, inmóvil. El agente exigió que me sentara en la misma posición de antes, pero, como no había comido ni bebido nada en los últimos tres días y la policía me había torturado, ya no tenía el más mínimo rastro de fuerzas en el cuerpo. Después de mantener las manos en alto un rato, se me empezaron a caer. El policía tomó un encendedor y me puso la llama debajo de los dedos. En cuanto bajaba las manos, sentía un dolor punzante al quemarme los dedos. Mis manos acabaron amarillas por las quemaduras, el dolor era tan intenso que ni siquiera me atrevía a tocarlas. Un policía me ordenó que sujetara una porra eléctrica con ambas manos. Cada vez que bajaba las manos, encendía la porra y me daba descargas en las palmas. Me electrocutaron unas cuatro o cinco veces en media hora, aproximadamente. Más tarde, otro agente trajo una vara de bambú de unos treinta centímetros de largo y del grosor de un dedo y comenzó a azotarme el dorso de las manos con todas sus fuerzas. Se me hincharon tanto las manos que parecían una masa informe. Tenía marcas azul oscuro en el dorso que supuraban sangre. El agente me agarró de las esposas y las sacudió con violencia hacia arriba y hacia abajo más de una docena de veces. Los cierres de las esposas se me clavaron en la piel y me empezó a salir sangre de las muñecas. Me abofeteó con fuerza, mientras preguntaba: “¿Vas a confesar de una vez? ¿Dónde están los 200 000 yuanes?”. Lo ignoré. Estaba furioso, así que volvió a tomar la porra eléctrica, me la metió dentro de las mangas y me electrocutó los brazos. Apretó los dientes y dijo: “¡Vamos a ver cuánto aguantas!”. Volví a desplomarme en el suelo, pero, entonces, me levantó de un tirón y me roció con agua la parte baja de las piernas. Luego, me metió la porra eléctrica en las perneras de los pantalones y me dio descargas en las piernas. Recibí una descarga tan brutal que mis pies patalearon frenéticamente e intenté protegerme instintivamente las piernas con las manos. El agente se puso como loco y me electrocutó de forma reiterada los brazos, pies y el dorso de las manos. Por último, me pisó con fuerza las canillas varias veces. Sentía como si se me hubieran roto las canillas y grité de dolor. Solo entonces los policías pararon. Me desplomé en el suelo, completamente exhausta. Unos cuantos agentes se reunieron a mi alrededor y me observaron. Algunos me señalaban con el dedo y se burlaban de mí, mientras que otros murmuraban entre ellos. Odiaba a esos demonios con todo el corazón, pero también me aterrorizaba que siguieran torturándome. No paraba de clamar a Dios en mi corazón para pedirle que me protegiera y me guiara. Recordé un himno de la iglesia que había cantado anteriormente Deseo ver el día de la gloria de Dios: “Llevo la encomienda de Dios en el corazón y nunca me arrodillaré ante Satanás. Aunque nos corten la cabeza y corra la sangre, el pueblo de Dios no perderá el coraje. Daré un rotundo testimonio de Dios y humillaré a los diablos y a Satanás. Dios predestina el dolor y las adversidades. Le seré fiel y me someteré a Él hasta la muerte. Nunca más haré que Dios llore ni se preocupe. Ofrendaré mi amor y lealtad a Dios y completaré mi misión para glorificarlo” (Seguir al Cordero y cantar nuevos cánticos). Cuanto más cantaba en mi corazón, más fuerte me sentía. No importaba cómo me fuera a torturar después la policía, aunque me dejaran lisiada o muriera, jamás traicionaría a Dios y me mantendría firme en mi testimonio de Él.
En la quinta noche, el agente Wu volvió a traer bolígrafo y papel y me dijo que escribiera las respuestas a sus preguntas en el papel. También dijo: “¡Escríbelas de forma clara antes del amanecer o pasarás el resto de tus días con la porra eléctrica!”. Como no había descansado en cinco días, no paraba de quedarme dormida en la silla. Uno de los agentes me obligó a ponerme de pie para mantenerme despierta y, cada vez que cerraba los ojos, me gritaban o golpeaban la silla con la porra eléctrica. Estaba extremadamente tensa y cada golpe me aterrorizaba. Me quedé allí balanceándome, sentía la cabeza totalmente vacía. Veía doble, estaba en un estado de semiconsciencia y no podía oír con claridad las preguntas de la policía. Independientemente de lo que preguntaran, solo les respondía “Sí”. Estaba aterrorizada por la posibilidad de que la policía me manipulara, así que me pellizqué con fuerza el surco subnasal y entre el pulgar y el índice para intentar mantenerme despierta a toda costa. Al mismo tiempo, clamaba a Dios sin cesar en mi corazón: “¡Dios! Ya no puedo controlarme. Me aterroriza cometer un error y vender a mis hermanos y hermanas. Te ruego que me abras una senda”. Después de un rato, vi que los agentes que me vigilaban se habían quedado dormidos, despatarrados. Me di cuenta de que Dios me estaba abriendo una senda y decidí escapar. Comencé a acercarme lentamente a la puerta y, al poco tiempo, ya estaba allí. Abrí la puerta con cuidado y bajé las escaleras, temerosa de hacer cualquier ruido que despertara a los policías. Casi se me salía el corazón del pecho mientras lo hacía. Una vez fuera, corrí con desesperación hacia un callejón. Como había pasado cinco días y noches sin comer, beber ni dormir, además de que la policía me había torturado brutalmente, mi fuerza física estaba gravemente mermada y después de unos pasos, mis piernas flaquearon y casi se doblaron. Sin embargo, por miedo a que la policía me alcanzara, me obligué a seguir corriendo. Avancé tambaleándome, no sé cuántos callejones o calles crucé, hasta que, finalmente, llegué a un patio donde estaban construyendo una casa. Como esa noche estaba lloviendo, me acosté boca abajo en un rincón sobre un montón de chatarra y me cubrí con un montón de hierba. Estaba congelada y tiritaba bajo la lluvia. En ese momento, oí a los policías que me perseguían gritar: “¡Si la atrapamos, aunque no la matemos, la vamos a despellejar!”. Los gritos de los policías me llenaron de miedo y no sabía qué hacer. No dejaba de clamar a Dios en mi corazón: “¡Dios! ¿Qué debo hacer? ¡Dios! Te ruego que me protejas”. Contuve la respiración y me quedé completamente inmóvil, boca abajo. Después de un rato, de a poco volvió a reinar el silencio en la zona y la tensión en mi corazón finalmente se alivió.
Alrededor de las 2 a. m., dejé de oír ruidos a mi alrededor, así que por fin me atreví a salir. Tras algunas dificultades, encontré la casa de una hermana que era mayor. Al ver que estaba cubierta de heridas, la hermana se apresuró a hervir agua caliente para que me bañara y, luego, me trajo para comer un cuenco humeante de fideos de huevo. Sabía que todo eso era el amor de Dios y me sentí tan conmovida que rompí a llorar y no era capaz de parar. No dejaba de agradecer a Dios en mi corazón. Más tarde, la hermana compró una pequeña sierra para metales y, luego de pasar más de dos horas serruchando, finalmente logró cortarme las esposas. Cuando, por fin, las esposas se rompieron, la hermana me tomó las muñecas con ambas manos y lloró de lástima. Mis heridas en las muñecas tardaron más de dos meses en sanar. Después de pasar cinco días seguidos sin dormir, sufrí migraña y un pitido en los oídos. Tras haber recibido tantas descargas con la porra eléctrica, desarrollé una fobia a la electricidad. No me atrevo a tocar los enchufes de ningún electrodoméstico en casa, porque el más mínimo contacto me da la impresión de que una corriente eléctrica me atraviesa la mano.
Durante mi arresto, perdí la cuenta de todas las veces que me electrocutaron. Cada vez que me torturaban y que sentía dolor o debilidad, clamaba a Dios y oraba en mi corazón. Fueron las palabras de Dios las que me dieron fe y fortaleza. Vi la autoridad de Sus palabras, experimenté Su amor y protección y mi fe en Dios se fortaleció aún más. Al mismo tiempo, a través de toda esta tortura, también llegué a ver con claridad la esencia endiablada del PCCh de odiar a Dios y resistirse a Él. El PCCh es un demonio viviente que devora las almas de las personas y tortura sus cuerpos. Lo rechacé y me rebelé contra él desde lo más profundo de mi corazón, ¡y me sentí más decidida que nunca a seguir a Dios hasta el final!