He dejado de presumir
Recuerdo que en 2018 mi deber era evangelizar en la iglesia, y luego me pusieron al frente de esa labor. Era capaz de ver los problemas y errores en los deberes de mis hermanos y hermanas y de resolverlos por medio de la comunión, así que todos estaban contentos conmigo y tenía una sensación de logro. Comencé a estar muy satisfecho conmigo mismo y a creerme mejor que nadie. No podía evitar presumir. Pensaba: “Hago sugerencias, resuelvo los problemas de la gente y todos tienen buena impresión de mí. Si los ayudo incluso más, pareceré aún más capacitado que ellos. Entonces me tendrán en todavía mayor estima”. Un día, el hermano Lu dijo en una reunión que, difundiendo el evangelio, se había topado con un colaborador religioso. Ese hombre llevaba más de 20 años de predicador y era un creyente sincero, pero tenía firmes nociones religiosas. El hermano Lu le hablaba, pero no aceptaba el evangelio y aquel ya no sabía qué hacer. Pensé: “Este hombre es un creyente sincero y quiere que le enseñen. No lo convertiste porque no le hablaste lo suficientemente claro de la verdad. Yo ya he pasado por esto, así que esta es la mía para contarte de qué va”. Les dije: “No veo qué dificultad hay aquí. Tenéis que centraros en los puntos principales y hablar claro. Si quiere escuchar y le resolvéis los problemas, ¿no habría de aceptarlo? El colaborador Zhang tenía muchas nociones, por lo que le refuté su noción más firme por medio de la comunión y después pasé a la siguiente. Al final aceptó el evangelio. Tenéis que hablar claro cuando deis testimonio de la obra de Dios”. Luego les conté los problemas que tenían aquellos a quienes había predicado, cómo los resolví mediante la comunión y cómo habían aceptado el evangelio. Les narré estas experiencias con mucho detalle para no dejarme nada y que todos vieran lo capacitado que estaba. Después, todos me elogiaron y una hermana me dijo: “Realmente has dado en el clavo. ¿Por qué no lo veía?”. Le contesté que todo se debía a la guía de Dios, pero estaba encantado para mis adentros. A veces, cuando hablábamos de trabajo, pensaba qué decir para que todos creyeran que pensaba y analizaba cada detalle, que tenía aptitud e inteligencia y era mejor que los demás. Cuando me tocaba dar una idea, me enrollaba y siempre tenía la palabra “yo” en la boca. “Yo creo esto” y “Yo resolví aquello”. “Yo, yo, yo…”. Enumeraba mis teorías e ideas y las analizaba pormenorizadamente. Con el tiempo, los demás empezaron a depender de mí, por lo que no sabían buscar los principios cuando surgían problemas. Al hablar del trabajo, en ocasiones me pedían que hablara primero antes de añadir cosas ellos. A veces, de repente pensaba: “Si sigo así, ¿acabarán idolatrándome?”. No obstante, luego pensaba: “No obligo a nadie a escucharme. Solo digo lo que opino. De todos modos, la proactividad es un planteamiento positivo y responsable”. No le daba mucha importancia y simplemente continuaba.
Más adelante nos topamos con muchas dificultades al difundir el evangelio y los hermanos y hermanas se desanimaron bastante. Yo también sentía lo mismo. Quería sincerarme con todos acerca de lo que sentía, pero era el responsable, así que, si me volvía negativo tan fácilmente, ¿no parecería débil? ¿Qué opinarían de mí los demás si sabían que tenía tan poca estatura? ¿No se disiparía su buena impresión de mí? Me preguntaba: “Si hablo de la entrada positiva y los guío a todos de forma positiva, ¿no se motivarán?”. Así pues, en cada comunión me centraba en cómo afrontaba los problemas con positividad, en cómo confiaba en Dios en la adversidad y en cómo me crecía frente al desafío. Todos creían que tenía estatura y que sabía ocuparme de las cosas. Me admiraban. En ocasiones, al hablar de trabajo con los demás, revelaba que estaba bajo presión en el deber, tan ocupado que apenas tenía tiempo de comer o descansar, para que supieran cuánto sufría. En las reuniones no meditaba las palabras de Dios ni hacía introspección, sino que solo pensaba en cómo hacer que todos creyeran que mis enseñanzas eran profundas y serias. Sin darme cuenta predicaba doctrinas sublimes y me deleitaba de veras con las miradas de aprobación ajenas. Con el tiempo, algunos empezaron a preguntarme a mí primero cuando tenían un problema en el deber. Incluso cuando podrían haberlo resuelto ellos pensando un poco, antes me pedían opinión de todos modos. Me contaban sus estados y sus pensamientos más íntimos. Y me complacía mucho saber que confiaban en mí. Conforme pasaba el tiempo, parecía muy ocupado, pero no percibía esclarecimiento alguno del Espíritu Santo cuando leía las palabras de Dios. Cuando hablaba de trabajo con los demás, mis sugerencias no valían de nada y ni siquiera veía los problemas más evidentes en nuestro trabajo. Acabé dándome cuenta de que me hallaba en un estado horrible. Ya no tenía arrogancia. Me había creído perfecto, pero de pronto me sentía un imbécil total que no tenía nada de qué presumir. Había mucha oscuridad y mucho dolor en mi espíritu.
Un día, hablando con dos hermanos, el hermano Su dijo: “Te conozco desde hace algún tiempo, y siempre estás enalteciéndote y presumiendo. Apenas mencionas tus corrupciones ni tus defectos cuando hablas, sino que normalmente ensalzas tus cosas buenas, lo que hizo que me parecieras genial y te admirara. Cuando hay problemas en mi trabajo, no hablas de los principios de la verdad, sino únicamente de lo que has hecho y de cómo has resuelto problemas, así que me pareces alucinante y mejor que el resto de nosotros…”. De ningún modo estaba dispuesto a aceptarle esto al hermano Su, sobre todo cuando dijo que siempre estaba enalteciéndome y presumiendo. Estas palabras resonaban en mi cabeza. Aunque no discutí, me resistía mucho a lo que había dicho. “No te pedí que me idolatraras. ¿En serio soy tan malo como afirmas?”, pensé. Simplemente no podía aceptarlo, así que le pregunté al otro hermano qué opinaba. Para mi sorpresa, me contestó: “Nunca hablas de tu corrupción ni de tus defectos. Ya no sé de qué vas”. Esto me sentó aún peor. “¿Cómo que ya no sabe de qué voy? ¿Tan inescrutable soy?”. En realidad quería decir algo para recuperar un poco la dignidad, pero como ambos me estaban podando y tratando de esa manera, sabía que debía de haber algún motivo. Si era verdad lo que habían dicho, ¡realmente tenía un problema!
No tardé en buscar unas palabras de Dios que desenmascaraban a quienes se enaltecen y dan testimonio de sí mismos. Leí lo siguiente: “La humanidad corrupta es capaz de enaltecerse y dar testimonio de sí misma, de pavonearse, de intentar que la tengan en gran estima, etc. Así reacciona instintivamente la gente cuando la gobierna su naturaleza satánica, lo cual es común a toda la humanidad corrupta. Normalmente, ¿cómo se enaltece y da testimonio de sí misma la gente? ¿Cómo logra este objetivo? Una manera consiste en dar testimonio de cuánto ha sufrido, de cuánto trabajo ha realizado y de cuánto se ha esforzado. Es decir, emplea estas cosas como la moneda con la que se enaltece, lo cual le da un lugar superior, más firme y más seguro en la mente de las personas, de modo que son más las que la estiman, admiran, respetan y hasta la veneran, idolatran y siguen. Ese es el efecto último. ¿Son razonables las cosas que hace la gente —enaltecerse y dar testimonio de sí misma— para lograr este objetivo? No. Se salen del ámbito la racionalidad. Esta gente no tiene vergüenza: da testimonio descaradamente de lo que ha hecho por Dios y de cuánto ha sufrido por Él. Incluso presume de sus dones, talentos, experiencias y habilidades especiales o de sus métodos inteligentes de conducta y de los medios por los que juega con las personas. Su método de enaltecimiento y testimonio de sí misma consiste en pavonearse y menospreciar al prójimo. Además, disimula y se camufla para ocultar sus debilidades, defectos y fallos a los demás y que estos solo lleguen a ver su brillantez. Ni siquiera se atreve a contárselo a otras personas cuando se siente negativa; le falta valor para abrirse y hablar con ellas, y cuando hace algo mal, se esfuerza al máximo por ocultarlo y encubrirlo. Nunca habla del daño que ha ocasionado a la casa de Dios en el cumplimiento del deber. Ahora bien, cuando ha hecho una contribución mínima o conseguido un pequeño éxito, se apresura a exhibirlo. No ve la hora de que el mundo entero sepa lo capaz que es, el alto calibre que tiene, lo excepcional que es y hasta qué punto es mucho mejor que las personas normales. ¿No es esta una manera de enaltecerse y dar testimonio de sí misma? ¿Se hallan el enaltecimiento y el testimonio de ti mismo dentro de los límites racionales de la humanidad normal? No. Así pues, cuando la gente hace esto, ¿qué carácter revela normalmente? La arrogancia es una de sus principales manifestaciones, seguida de la falsedad, lo que implica hacer todo lo posible para que otras personas la tengan en gran estima. Sus historias son completamente herméticas; es evidente que las palabras de estas personas entrañan unas motivaciones y tramas y que han encontrado una manera de ocultar que se están exhibiendo, pero, a resultas de lo que dicen, hacen creer igualmente a los demás que son mejores que nadie, que no hay nadie igual, que el resto es inferior a ellas. ¿Y no consiguen este resultado por medios solapados? ¿Qué carácter se halla en el núcleo de esos medios? ¿Y hay algún elemento de iniquidad? Este es un carácter inicuo. Puede apreciarse que estos medios que emplean estas personas están dirigidos por un carácter falso; entonces, ¿por qué digo que es inicuo? ¿Qué tiene que ver esto con la iniquidad? ¿Qué opináis? ¿Pueden ser sinceras estas personas acerca de sus objetivos al enaltecerse y dar testimonio de sí mismas? (No). Siempre hay un deseo en el fondo de su corazón y lo que dicen y hacen va en beneficio de ese deseo, por lo que mantienen muy en secreto los objetivos y motivaciones de lo que dicen y hacen, que albergan en el fondo de su corazón. Por ejemplo, utilizarán la distracción o alguna táctica turbia para lograr estos objetivos. ¿No es dicho secretismo astuto por naturaleza? ¿Y dicha astucia no se puede calificar de inicua? Sí, puede calificarse de inicua y está más arraigada que la falsedad” (La Palabra, Vol. III. Discursos de Cristo de los últimos días. Para los líderes y obreros, escoger una senda es de la mayor importancia (2)). Pensé en cómo me comportaba en el deber: cuando los hermanos y hermanas tenían problemas, fingía que les hablaba para ayudarlos y ensalzaba mi forma de resolver problemas para alardear de mi aptitud en el trabajo y hacer que todos me creyeran más capaz que ellos. Al hablar del trabajo, lo primero que salía de mi boca era “yo” para exhibirme, con lo que la gente pensaba que lo sabía todo y me idolatraba. Ocultaba mi negatividad y corrupción a los demás. Nunca hablaba de mis dificultades, y ni mucho menos analizaba mis actitudes corruptas. En cambio, ensalzaba la entrada positiva para ocultar mis defectos, para que los demás creyeran que tenía estatura y me admiraran. Siempre hablaba de cómo había sufrido en el deber y de lo duro que era para que vieran cuánto me dedicaba a él. Y en las reuniones era obvio que no entendía ni las palabras de Dios ni a mí mismo, pero no paraba de hablar, con lo que impostaba que me conocía para que los demás me tuvieran incluso en mayor estima. Con tal de seguir disfrutando de su estima y adoración, no hacía más que decir y hacer cosas aparentemente correctas, cuando en realidad estaba alardeando y presumiendo, lo que distanciaba su corazón de Dios. ¿No provenía mi conducta del carácter malvado revelado en las palabras de Dios? Sin importar lo que hiciera o cómo aparentara que me esforzaba, nunca pretendía cumplir correctamente con el deber. Hacía todo lo posible por consolidar mi posición, así que los demás me idolatraban. Iba por la senda de los anticristos. Al fin me percaté de mi propio peligro, por lo que me apresuré a orar a Dios con deseos de arrepentirme.
De pronto me vinieron a la cabeza estas palabras de Dios: “Si se va a vivir una humanidad normal, ¿cómo hay que sincerarse y desenmascararse? Abriéndose y mostrando claramente a los demás los verdaderos sentimientos que hay en el fondo del propio corazón, siendo capaz de practicar la verdad, lisa y llanamente. Si se revela la propia corrupción, hay que ser capaz de conocer la esencia del problema y de odiarse y detestarse desde el fondo del corazón. Cuando uno se desenmascare, no intentará justificar su conducta ni tratará de defenderla. […] En primer lugar, debe entender sus problemas a un nivel esencial, analizarse y desenmascararse. Debe tener un corazón honesto y una actitud sincera y hablar de lo que entiende de sus problemas de carácter. Y, en segundo lugar, si uno cree que su carácter reviste especial gravedad, debe decirles a todos: ‘Si vuelvo a revelar un carácter así de corrupto, levantaos todos para tratarme y señalármelo. No os mordáis la lengua. Tal vez no lo soporte en ese momento, pero no me hagáis caso. Vigiladme entre todos. Si este carácter corrupto se recrudece gravemente, levantaos todos para desenmascararme y tratarme. Espero sinceramente que todos me vigiléis, me ayudéis y evitéis que me descarríe’. Esa es la actitud con que se practica la verdad” (La Palabra, Vol. III. Discursos de Cristo de los últimos días. La coordinación armoniosa). Las palabras de Dios me señalaron el rumbo. Por mucho que entendiera mis problemas, sabía que no podía continuar así. Tenía que ser honesto y desenmascararme para mostrarles a todos el porqué de mis actos y que vieran que me enaltecía, presumía e iba por la senda de los anticristos. Esto era lo principal.
En la siguiente reunión lo confesé todo delante de los hermanos y hermanas y les pedí ayuda y consejo. Tras abrirme por completo estaba muchísimo más tranquilo. Los siguientes días, los demás no hacían más que enviarme mensajes en los que me señalaban mis problemas y decían: “Siempre presumes en el deber. Ya no quería buscar los principios en el deber, sino que dependía de ti. Pensaba que lo sabías todo y era más fácil preguntarte”. Algunos comentaron: “Últimamente no he aprendido nada sobre Dios, sino solo a idolatrarte más porque te creía capacitado en el trabajo y responsable en el deber. Te admiraba de veras”. Todo esto me resultaba muy perturbador. No podía creer que este fuera el resultado de todos esos meses cumpliendo con el deber. Me sentía muy afligido y desdichado de pensar que, sin duda, Dios me odiaba. Realmente me hundí en la negatividad. Sin embargo, orando constantemente a Dios y con la ayuda y el apoyo de los demás, terminé dándome cuenta de que Dios no hacía esto para eliminarme, sino para purificarme y transformarme. De no haber sucedido, no habría visto que iba por la senda equivocada. ¡Era la gran salvación de Dios para mí! Una vez que comprendí la voluntad de Dios, decidí hacer introspección y arrepentirme sinceramente.
Leí unas palabras de Dios: “Algunas personas idolatran de manera particular a Pablo: les gusta salir a pronunciar discursos y hacer obra, les gusta reunirse y hablar; les gusta que las personas las escuchen, las adoren y las rodeen. Les gusta tener estatus en el corazón de los demás y aprecian que otros valoren la imagen que muestran. Analicemos su naturaleza a partir de estos comportamientos: ¿Cuál es su naturaleza? Si de verdad se comportan así, entonces basta para mostrar que son arrogantes y engreídos. No adoran a Dios en absoluto; buscan un estatus elevado y desean tener autoridad sobre otros, poseerlos, y tener estatus en sus mentes. Esta es una imagen clásica de Satanás. Los aspectos de su naturaleza que más destacan son la arrogancia y el engreimiento, la negativa a adorar a Dios, y un deseo de ser adorados por los demás. Tales comportamientos pueden darte una visión muy clara de su naturaleza” (La Palabra, Vol. III. Discursos de Cristo de los últimos días. Cómo conocer la naturaleza del hombre). “Por ejemplo, si existiera arrogancia y engreimiento en ti, te resultaría imposible evitar desafiar a Dios; te sentirías impulsado a desafiarlo. No lo haces intencionalmente, sino que esto lo dirige tu naturaleza arrogante y engreída. Tu arrogancia y engreimiento te harían despreciar a Dios y verlo como algo insignificante; causarían que hagas alarde de ti mismo, que te exhibas constantemente y que al final te sentaras en el lugar de Dios y dieras testimonio de ti mismo. Finalmente, considerarías tus propias ideas, pensamientos y nociones como si fueran la verdad a adorar. ¡Ve cuántas cosas malas te lleva a hacer esta naturaleza arrogante y engreída!” (La Palabra, Vol. III. Discursos de Cristo de los últimos días. Solo buscando la verdad puede uno lograr un cambio en el carácter). Las revelaciones de las palabras de Dios me enseñaron que mi naturaleza arrogante era la que me había llevado a buscar un alto estatus en el corazón de los demás y que me oponía a Dios. Controlado por esta naturaleza arrogante, comencé a ser autocomplaciente cuando obtuve resultados en el deber, y me enaltecía y presumía de todas las formas posibles. Hablaba y actuaba solo para destacar, para exhibir mis dones y habilidades. Alardeaba sin pudor de cómo sufría por el deber, de lo agotador que era, de cómo resolvía problemas, para que los demás creyeran que era mejor que ellos, que era extraordinario. Tenía que hacer que me admiraran y adoraran. ¿No era este el carácter de un anticristo? Pablo era igual. Exhibía constantemente su conocimiento y sus dones por medio de su predicación y su trabajo, de modo que presumía para que lo admiraran. Siempre estaba escribiendo epístolas a las iglesias, en las cuales presumía de cuánto había trabajado y sufrido por el Señor a fin de ganarse el corazón de la gente. Trabajaba y se afanaba, no para cumplir correctamente con el deber ni para dar testimonio de Cristo encarnado, sino para colmar sus ambiciones y deseos. Por más que trabajara o sufriera, o por mucha gente que lo idolatrara, como no buscaba la verdad y su arrogancia solo iba en aumento, acabó dando descaradamente testimonio de que él era Cristo. Esto ofendió gravemente el carácter de Dios, que lo castigó por ello. Yo tenía la misma naturaleza que Pablo. Era tan arrogante y engreído, estaba tan enamorado del estatus, siempre enalteciéndome y presumiendo para que todos me idolatraran, que Dios no tenía un lugar en su corazón, no se amparaban en Él ni buscaban la verdad cuando surgían problemas. Esta forma de cumplir con el deber suponía oponerme a Dios y perjudicar a mis hermanos y hermanas. Jamás pensé que esa maldad y esa oposición a Dios pudieran deberse a que vivía según mi naturaleza arrogante. Si no me arrepentía, antes o después suscitaría la ira de Dios, que me castigaría. Sin la disciplina de Dios, la ayuda y el apoyo de mis hermanos y hermanas, no habría hecho introspección. El carácter justo y la gran salvación de Dios fueron lo que me desenmascaró de esa manera.
Ahora que lo pienso, cuando conseguía cosas en el deber y descubría problemas, todo provenía del esclarecimiento y la guía de Dios. Sin la obra del Espíritu Santo era un necio que no entendía nada. No tenía ninguna realidad de la verdad, pero era tan arrogante y altivo que competía sin pudor con Dios por Su posición. ¡Qué insensato! No hablaba de la verdad ni daba testimonio de Dios en el deber, sino que solo presumía y extraviaba a la gente; ¡menuda maldad! Entonces empecé a detestarme de veras. No quería seguir así, por lo que oré a Dios: “Dios mío, ¡qué equivocado he estado! Veo lo arrogante e insensato que soy. Gracias por darme la oportunidad de arrepentirme. De ahora en adelante practicaré la verdad en serio e iré por la senda correcta. Te ruego que me guíes”.
Luego leí esto en las palabras de Dios: “¿Qué se debe hacer para no enaltecerse y dar testimonio de uno mismo? En relación con el mismo asunto, puedes hacer el ridículo para lograr el objetivo de enaltecerte y dar testimonio de ti mismo y de animar a que te veneren, o por el contrario abrirte y dejar tu verdadero ser al descubierto; estas dos opciones son diferentes en esencia. ¿Acaso no son detalles? Por ejemplo, para abrirte y dejar al descubierto tus motivos y pensamientos, ¿cuáles son los giros, las expresiones, que muestran conocimiento de un mismo? ¿Qué demostraciones que resultan en la adulación de los demás constituyen exaltarse y dar testimonio de uno mismo? Contar cómo has orado, buscado la verdad y te has mantenido firme en el testimonio a través de tus dificultades es exaltar a Dios y dar testimonio de Él. Este tipo de práctica no es exaltarse y dar testimonio de uno mismo. Desenmascararse implica motivación: si la motivación de una persona es mostrar a todo el mundo su corrupción en lugar de enaltecerse, sus palabras serán sinceras, verdaderas y basadas en la realidad; si su motivación es hacer que la gente la venere, engañar a los demás y ocultarles su verdadero rostro, evitar que sus motivos, corrupción o debilidades y negatividad se revelen ante los demás, su forma de hablar es deshonesta y engañosa. ¿No hay una diferencia concreta en esto?” (La Palabra, Vol. III. Discursos de Cristo de los últimos días. Para los líderes y obreros, escoger una senda es de la mayor importancia (2)). “Cuando deis testimonio de Dios, principalmente debéis hablar más de cómo Él juzga y castiga a las personas, de las pruebas que utiliza para refinar a las personas y cambiar su carácter. También debéis hablar de cuánta corrupción se ha revelado en vuestra experiencia, de cuánto habéis soportado y cómo Dios os conquistó finalmente; debéis hablar de cuánto conocimiento real de la obra de Dios tenéis y de cómo debéis dar testimonio de Dios y retribuirle Su amor. Debéis poner sustancia en este tipo de lenguaje, al tiempo que lo expresáis de una manera sencilla. No habléis sobre teorías vacías. Hablad de una manera más práctica; hablad desde el corazón. Esta es la manera en la que debéis experimentar. No os equipéis con teorías vacías aparentemente profundas en un esfuerzo por alardear; hacerlo de esa manera hace que parezcáis arrogantes y absurdos. Debéis hablar más de cosas reales desde vuestra experiencia auténtica, que sean reales y que provengan del corazón; esto es lo más beneficioso para los demás y es lo más apropiado de ver” (La Palabra, Vol. III. Discursos de Cristo de los últimos días. Solo buscando la verdad puede uno lograr un cambio en el carácter). Las palabras de Dios me enseñaron que tenía que centrarme en la introspección y el autoconocimiento mediante experiencias que resolvieran mi enaltecimiento y lucimiento. Tenía que corregir mis motivaciones en la comunión y hablar más de las corrupciones que expresaba, analizar mis motivaciones e impurezas, hablar de mi experiencia del juicio por medio de las palabras de Dios, de lo que realmente comprendía de mí mismo, de lo que entendía del carácter y el amor de Dios, enaltecerlo y dar testimonio de Él con mis experiencias reales. Ese es mi auténtico deber. En la siguiente reunión analicé a propósito cómo había intrigado y presumido para conseguir estatus, y cómo Dios había dispuesto una situación para tratarme y hacerme ver mi perversidad. Un hermano me dijo entonces: “Tus experiencias me han enseñado que, aunque tengamos un carácter corrupto, solo hemos de aceptar el juicio y trato de las palabras de Dios, practicar la verdad y abandonar la carne para transformarnos. También veo que todo cuanto hace Dios es para salvar al hombre”. Me llené de gratitud hacia Dios cuando oí esto. Esta comprensión de mí mismo se debía al juicio y castigo de las palabras de Dios.
Después empecé a entrar conscientemente en esto en el deber. Cuando descubría errores en el deber de otras personas, oraba a Dios, corregía mis motivaciones y expresaba objetivamente mis opiniones. No fanfarroneaba como antes. Además, había descubierto unos principios de la verdad para compartirlos con los hermanos y hermanas. En las reuniones analizaba las motivaciones e impurezas de mis actos y las actitudes corruptas que revelaba para que los demás conocieran mi yo real. Con esta práctica tenía una gran sensación de paz interior y se normalizó mi relación con Dios. Poco después percibí que los demás me trataban correctamente y no me admiraban como antes. Cuando hablaba o actuaba en contra de los principios de la verdad, me lo señalaban para que pudiera corregirlo. Esta forma de relacionarme con los demás era realmente liberadora. ¡Agradezco sinceramente a Dios que dispusiera esta situación para purificarme y transformarme!
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